Los que sueñan

Los que sueñan vienen aquí, a esta ciudad. Aparecen de improviso y algo desconcertados, se mueven con dificultad debido a la famosa fase REM, las cosas se les caen de las manos y son incapaces de leer y escribir. Algunos se traen a familiares y amigos, o toman por tal al primer desconocido que se encuentran. Luego, al cabo de unos días, o unos segundos, porque aquí el tiempo es muy relativo, se acostumbran. Constantemente está llegando y marchándose gente, eso como en cualquier otra ciudad, lo que pasa es que aquí todo se transforma cada vez que llega o se va alguien porque los que sueñan interactúan y, claro, alteran los sueños de los demás. Por eso aquí todo es indefinido y cambiante y eso tampoco ayuda. La calle que hace unos instantes bajaba ahora sube, el edificio a la vuelta de la esquina de repente no está o está al otro lado, tan pronto es de día como es de noche y, a veces, hay playa, sobre todo en invierno que es cuando la gente sueña más con ella. Hay fábricas que no fabrican nada que sirva para algo, solo piezas extrañas e inútiles que acaban directamente en inmensos campos de chatarra. Hay tiendas que no venden nada, con carteles ilegibles en sus escaparates y maniquíes absurdamente disfrazados. Hay bares donde se cantan canciones en idiomas imposibles que todo el mundo cree conocer pero que no dicen absolutamente nada. Hay barrios pobres, repletos de enormes mansiones con piscina y caros deportivos estacionados en el jardín. Hay barrios ricos por los que apenas se puede transitar debido a la superpoblación de criadas y mayordomos haciendo recados estúpidos de allá para acá. Hay niños llorando perdidos por las calles y madres desesperadas que no consiguen encontrar al suyo durante días, que en verdad son solo segundos en la realidad del que sueña, porque, claro, puede ser que el niño no esté aquí, puede ser que esté despierto. Pude ser que sea media tarde, y su madre simplemente haya decidido echar una cabezadita en el sofá hasta que el niño vuelva del cole y ahora solo está sufriendo una pesadilla que en su cabeza dura días. Y puede ser también que esté creándosela a alguien más, porque la interacción hace que pesadillas y sueños de unos y otros se entremezclen. Así, ese tipo que sueña que camina por el paseo marítimo tan plácidamente de pronto se encuentra en un descampado con una mujer angustiada que le zarandea y le pregunta por su hijo extraviado. Por eso un sueño placentero puede devenir pesadilla en cualquier momento, por causa del sueño de otro. Y claro que hay crímenes horrendos, puñaladas y muertes, pero son inocuos, a lo sumo provocan un sobresalto, un despertar entre sudores o, a veces, hasta una carcajada, al saber que nada era real. Cuando alguien se despierta simplemente se esfuma, desaparece de aquí tan de improviso como llegó y vuelve a la vigilia igual de confundido que cuando entró en el sueño y se disuelve en una efímera nube como de vapor o humo, a menudo, dejándote con la palabra en la boca.

Y luego estamos los lúcidos. Los lúcidos somos los que estamos aquí con conocimiento de causa, los que soñamos y sabemos que estamos soñando pero que no nos despertamos porque no nos da la gana, porque estamos bien a gusto. Más que lúcidos yo diría conscientes, porque lo que se dice lucidez tenemos tanta como cualquier otro de los que sueña, poca, también somos incapaces de leer o escribir y nuestras decisiones pueden ser igual de absurdas. Pero sabemos que estamos soñando, y eso es mucho. No nos asustamos cuando las cosas se tuercen porque dominamos el sueño, dominamos el miedo y tenemos la certeza de estar a salvo. Yo, por ejemplo, sé que estoy soñando y que nada me puede suceder. Sé que si alguien me apuñala me despertaré, o si soy yo el que comete uno de esos horrendos crímenes nadie morirá. Ya he superado ese primer momento de confusión a mi llegada, haga horas o haga segundos, qué más da. Por eso puedo ignorar las súplicas de la mujer que ha perdido a su hijo y ahora me grita no sé qué desde la calle, porque sé que no es mi sueño. Puedo ignorar al tipo que caminaba por el paseo marítimo, que se ha unido a ella, y a ese muchacho que se ha puesto a vociferar también bajo mi balcón. Creo entender que grita “Despierta papá” y ahora que me fijo, ciertamente, parece mi hijo. Seguramente está teniendo él esa pesadilla. Sí, eso ha de ser. Es la pesadilla de mi hijo interfiriendo en mi sueño placentero. Yo no quiero despertarme aún porque estoy muy bien aquí en mi lucidez, tomando el aire, fumándome un cigarro en el balcón del hotel y contemplando a los que sueñan. “Ya sé que estoy soñando, hijo, no pasa nada, quédate tranquilo, solo es una pesadilla tuya, mi sueño es placentero.” O lo era, hasta que su presencia aquí lo perturbó “Te has dormido, papá. Te has dormido,” Grita y gesticula muy agitado y ya comienzo a sentir su miedo en mi sueño, ya empieza a interferir, ya no es tan placentero y tiende a tornarse pesadilla. El tipo que paseaba ahora se parece a mi suegro, debe haberse dormido también. Parece, si estoy entendiendo bien sus alaridos, que me quiere hacer creer que esta cuidad no existe, que la estoy soñando yo. Que los que sueñan, sueñan cada uno lo suyo, que no hay un lugar común y que este es solo mi sueño particular, todo mío. La mujer, preguntando histérica por su hijo, de repente, tiene la cara de mi esposa, desencajada, con los ojos reventando en lágrimas, y mi hijo continúa gritando “Despierta papá, te has dormido.” Se deben haber dormido los tres y fundido sus pesadillas y ahora están alterando mi sueño y llevándolo por muy mal camino. No importa, yo sé que estoy soñando, estoy teniendo un sueño lúcido y puedo controlarlo, puedo corregirlo, puedo incluso ignorarlo todo porque ya sé que es una pesadilla ajena, mi sueño es sereno, así que sigo contemplando a los que sueñan, mientras termino mi cigarro tranquilamente, aquí, en el balcón del hotel, al que no ha de faltar mucho para que lleguemos, y dejo a mi hijo, a mi esposa y a mi suegro con sus pesadillas entrelazadas, y sus gritos “Te has dormido, Manuel”. “Despierta, papá.” “Te has dormido al volante, imbécil.”

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