CABEZA DE FÓSFORO

CABEZA DE FÓSFORO

Roberto Leal

09/02/2023

Wilkem era un pueblo en decadencia, los días donde fue una próspera localidad minera habían pasado hace ya muchos años, ahora solo quedaban vestigios de pasados tiempos de gloría. Los habitantes del lugar se habían mantenido medianamente alejados de la cultura y tecnología del exterior, por lo cual, las personas tendían a ser semi analfabetas, huraños y toscos en el trato con los afuerinos, mismo trato que solían darse entre ellos. El aislamiento también ayudó a que se preservasen en el lugar, viejas tradiciones que a ojos de otros podrían ser consideradas bárbaras y grotescas. Julio era un fiel representante del lugar, a su corta edad, se mostraba como un muchacho de carácter osco, iletrado y de pésimo tacto en el trato con sus semejantes, modo de vida que había asimilado de su padre, su único familiar, un hombre alcohólico, quién le había enseñado lo poco y nada que sabía. La madre de Julio se había ido del pueblo cuando él era solo un bebé. El muchacho nunca había tenido claridad sobre los reales motivos que impulsaron a su madre a abandonarlo y su padre, por otro lado, se negaba a hacer cualquier comentario sobre ella. El abandono de quién le dio a luz generó en Julio un profundo rencor hacia todas las mujeres, ya que en ellas veía una madre imaginaria, la cual, nunca le amó. Si las féminas en general le causaban rechazo, la sola imagen fantasiosa de su progenitora hacia surgir en Julio los más terribles sentimientos de rabia y desprecio, los cuales, cubrían un frío vacío en su corazón, donde había enterrado todo el amor que una vez quiso entregarle. El único recuerdo que tenía de ella era su cabello de color rojo como cobre al sol, el cual, contrastaba con el negro azabache del de su padre, esto hizo que se ganara rápidamente el apodo de cabeza de fósforo entre los niños y niñas del lugar. Producto de las constantes burlas de sus pares en el colegio, las cuales, le significaron más de una pelea. Julio decidió no asistir más a clases, decisión a la cual su padre no opuso mayor resistencia, permitiendo que tanto padre como hijo dedicaran el cien por ciento de su tiempo a la crianza de cerdos en su hogar, alejados del pueblo. Del mismo modo, el joven decidió llevar la cabeza rapada y encarbonarse las cejas, para así borrar cualquier vestigio de su ausente madre.

Los años habían pasado y Julio ya había cumplido la mayoría de edad, a pesar de esto, el joven no había interactuado afectivamente con una mujer en toda su vida y no parecía interesado en hacerlo, sin embargo, a los oídos de su padre habían llegado comentarios que cuestionaban la hombría de su hijo, lo cual le puso furioso y le hizo tomar cartas en el asunto. Una tarde de domingo el padre de Julio le pide que lo acompañe al pueblo, no le dio mayores detalles y Julio tampoco preguntó. Minutos después, se encontraban ambos frente al prostíbulo del lugar. Si Wilkem era un pueblo decadente, el prostíbulo no era la excepción, a menudo, era el lugar donde las mujeres de la noche venían a culminar sus carreras y retirarse del negocio. La comunicación entre padre e hijo no era precisamente la más fluida, pero ambos entendían la situación, por lo cual el joven no preguntó y el viejo no explicó. Los atendió una mujer, cuyos mejores años habían pasado, la cual reconoció al instante al padre y el otro hizo lo mismo con ella, luego de esto preguntó con una voz ronca, cuál de los dos venía a pedir servicios. El muchacho que no era ningún cobarde, dio un paso al frente, ante lo cual la vieja sonríe y comenta.

-Un jovencito valiente, muy bien entonces, buscaremos una dama con experiencia para ti-

La mujer llamó a su ayudante, una joven atolondrada, para darle indicaciones.

-María, lleva a este jovencito con una mujer de experiencia, ve quién está libre-

Mientras la muchacha llevaba a Julio por un angosto pacillo lleno de habitaciones, su padre y la dueña del lugar se quedaron charlando sobre viejos tiempos donde solían verse con más frecuencia, mientras el joven fue llevado a la última habitación del pasillo donde le esperaba una mujer ya madura, de cabello rubio perfecto y joven, el cual contrastaba con un rostro sufrido y avejentado. El muchacho estaba nervioso y le tomó unos minutos superar su rechazo inicial, pero la mujer fue amable en todo momento y le ayudó a confiar. Si bien, Julio no tenía experiencia en artes amatorias, tras sus años observando a los cerdos se había hecho una idea más menos clara de la mecánica básica del asunto, por lo cual la nueva pareja no tuvo mayores inconvenientes en entenderse. Mientras la mujer se mostraba compaciente en todo momento, el joven derrochaba energía. Fue en esos instantes donde Julio sintió por primera vez el amor de una mujer. Se sentía extraño y feliz a la vez.

En la recepción del local entraba y salía gente y la dueña, mientras charlaba con el padre de Julio, ordenaba a su ayudante. En un momento de calma, la vieja comenta.

-Manuel, tu hijo ya está grande, deberías hablarle sobre Elizabeth-

El viejo levantó una ceja al oír ese nombre, hacía mucho tiempo que no lo escuchaba.

-Ella está muerta, – respondió.

-No está muerta, replicó la vieja. -Volvió al pueblo, – agregó.

El viejo se sorprendió, pues había sido él quién le amenazó años atrás con molerla a palos si volvía a verla en el pueblo. Entonces le surge un miedo terrible y le dice.

-No me digas que le diste trabajo-

El rostro de la vieja se desfigura rápidamente y atina a gritar.

-María, van aquí mocosa-

La joven llega tan rápido como puede y la vieja la toma por los brazos tan fuerte que casi la hace gritar, mientras le pregunta casi gritando.

– ¿Dónde lo llevaste, a qué habitación? –

La muchacha intenta recuperarse de la situación indicando con el dedo al final del pasillo.

La vieja se dirige corriendo al lugar y el hombre le sigue detrás, cuando antes de que lleguen se abre la puerta y sale Julio con un rostro calmo, casi feliz. Tras él aparece la mujer que le había acompañado los últimos minutos encontrándose los cuatro al mismo tiempo en el lugar. La rubia mira al viejo, el viejo mira a la rubia, la dueña mira al joven, el joven mira al viejo. Durante cinco segundos el único rostro calmo era el de Julio. Esa tarde el sol era rojo como cobre al sol.

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