I. Al cíclope
Solo pido una gracia: la de no ser nada a los ojos de los hombres (Emil Cioran, Cuadernos)
No la luna, fue la nube difusa a su costado, casi invisible por el resplandor (fue o debió ser, eso no nos incumbe ahora)
No la palabra clave, la que otorga el sentido, no el adjetivo ingenioso, o el discordante, menos el sustantivo (tan seguro de sí, tan materia, tan cosa) Ni hablar de nombres propios.
Fue nexo laborioso, vocablo de relleno necesario en la prosa.
No el cáncer, apenas un resfrío.
Una escritura en los márgenes, una cita al pie.
El que se sale de cuadro, el que no mira al frente.
El perro ovillado de un parque lujurioso.
Parece quedar claro: también pasar – de largo –, permanecer vacío, son ambiciones válidas. Perderse en la corriente, no ofrecer resistencia, también.
Un oficio notarial, un andar tropezado, son el mínimo rastro que dejó su ambición. Eso, y cierta especie de orgullo en la derrota.
Creyó alguna vez parir una palabra luminosa. Una, entre un borboteo incomprensible, mal dicho. Si no la encontró, qué importa. Somos el murmullo necesario. Alguien con esta quincalla hará prodigios. Además, yo admiro la belleza de lo inacabado.
Él fue Ulises, fue Nadie, y vos, Polifemo, estás ciego.
II. Prestes
Acaba de morir Lucio, su galgo, Juan. Yo lo vi morir. Cómo hablar de algo tan suyo sin ser impertinente. Digamos solamente que murió.
O permítame decir lo que usted ya sabe. Yo nunca había tenido perro. Creía (fíjese el tamaño de mi ignorancia) que los perros van a morir en soledad, igual que los estoicos. ¿Usted conoció el miedo, Juan? Yo le digo que ese perro hoy me miró como si me hubiera tomado de la mano, pidiéndome que no me fuera, que le hablara. Qué costaba decirle una mentira, pienso ahora, si total era un perro. Dejalo, Ramón, dejalo, se muere, fue lo único que dije.
¡Ah, Lucio, perro manso, perro santo! Temblabas como una hoja y yo parado, con mis brazos colgando a los costados. Si hubiera puesto una mano sobre tu cuerpo llagado. Si no me hubieran importado tu olor, tu pus, tus moscas. Ramón, que es más bueno, lloró.
Después te embolsamos y te echamos al agujero que cavamos para vos. Al hoyo caíste solo, Lucio, porque al hoyo, eso sí, un perro cae solo.
Ahora que sé cómo muere un perro, cómo cae al hoyo, cómo se lo tapa, ahora que lo humano que hay en mí me hace imaginar, me pregunto a qué verdad sencilla, incomprensible, me habré asomado esta mañana.
Busqué ponerme a salvo, guardar distancia, pero el pensamiento es una flecha, Juan, siempre nos alcanza, de pronto me vinieron ganas de agradecer y no tengo a quién. Gracias doy por estos ojos, este tacto. Por haber tenido perro, aunque no fuera mío. Por mi hijo Ramón. Pensé, cuando caía, que Lucio, la vida, es, para nosotros, una incrustación maravillosa sobre un hoyo vacío.
Pero a quién le estoy hablando, si usted, Juan, lleva muerto más de un año.
III. Un credo
(otro más)
Pensar, como respirar, es inevitable. Solo que pensar es antinatural, una malformación, el Error – el Universo no lo perdona y te lo hace pagar –
Hagan silencio. Escuchen. El pensamiento chirría.
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