Aussländer rauss!!! Extranjeros fuera!!!

Aussländer rauss!!! Extranjeros fuera!!!

A finales de julio sonó el teléfono. Era del Sozialamt, Ministerio de Ayuda Social. Que fuéramos corriendo. Nos esperaban con una sorpresa. Terminamos de vestirnos en la escalera y por el camino vimos al Hausmeister, encargado, de uno de los dos círculos infantiles en los que yo había trabajado par de veces -quinces días cada vez- como devolución al Sozialamt de la ayuda que recibíamos de ese ministerio. El hombre, que es canoso aunque no viejo, me felicitó con cálido apretón de mano. A mi mujer y a mí nos extrañó, le dijimos que estábamos apurados. Él insistió en que al regreso del Sozialamt le viéramos en el mismo círculo infantil. Tenía algo para nosotros.

-¿Cómo sabes que vamos para allá? -preguntamos, de lejos, y se echó a reír.

Allá dijeron que el círculo infantil tenía dos plazas de Hausmeister y una había sido asignada a alguien que firmó el contrato de trabajo dos días atrás. Pero los registros centrales computarizados revelaron la jornada precedente que la esposa del hombre había conseguido ocupación hacía solo dos semanas, se lo tenían callado, y eso motivó que salieran de la ayuda social, él ya no podría trabajar en el círculo infantil y la plaza siguiera libre. Al saberlo, el Hausmeister que había reído con nosotros me propuso al Sozialamt. Y allí me hicieron firmar un montón de papeles, además de llenar un cuéntame-tu-vida idéntico a los de cualquier otro lugar con datos laborales, militares, culturales, políticos, económicos, religiosos, ideológicos… Empezaba a trabajar al día siguiente y cobraría 3000 Deutsche Mark bruto, que neto serían 1700 DM por los descuentos diversos. Unos de tantos serían los seguros médicos y sociales, los mismos por los que nos habíamos roto las cabezas y no podíamos resolver de ninguna manera. Porque sin seguros no hay vida posible en Alemania. Vaya, que yo colocaría a mi esposa y a mi hijo en los mencionados convenios, aunque fueran ellos los alemanes de verdad. Ahora poseo, como todos, un número secreto para acceder a la cuenta y una tarjeta magnética para extraer dinero o pagar si deseo hacerlo mediante tarjeta. Ya estuvimos en el banco para todo este asunto, porque Petra y yo seremos los titulares de la cuenta, mejor tener una sola porque cobran 15 DM mensuales por trabajar con ella. Quien nos atendió se viró hacia Petra y, casi como en un susurro, para que yo no escuchara su lenguaje sibilino, le aconsejó que ella sola fuera la titular, la única dueña de la cuenta…

-¿Por qué? -preguntó Petra, alarmada.

-Porque es común que uno de los dos hunda económicamente al otro -dijo mirándome de soslayo-, o compre sin freno o se pierda luego de muchos gastos. “Y porque es extranjero”, palabras que estaban tan presentes como las otras. Su mirada las expresaba.

Petra aclaró parándose y en más alta voz, para que se le escuchara en cien metros a la redonda, que ambos seríamos titulares y que yo debía quedarme en la misma cuenta, con más razón, porque era mi salario el único que ingresaba en esa tarjeta. La mujer apretó sus labios y elevó los hombros en un gesto de “Ya yo le avisé a usted y no me importa lo que ocurra”. Y bien, al otro día recibimos por correo el número secreto de la tarjeta. Ahora soy casi un “hausmeistercito y como los círculos infantiles pertenecen todos al Senado de esta ciudad, pues tengo por jefe máximo al alcalde de Berlín, el homosexual valiente que un día se apropió de las cámaras de televisión y de los micrófonos y confesó orgulloso: Ich bin schwull und das ist auch gut so. Soy homosexual y eso está muy bien así.

Dando vueltas por Berlín me he ido metiendo la ciudad en la cabeza, asunto difícil porque me ocurre algo de lo más raro y es que con el paso de los años se me va endureciendo todo por allá adentro y, para remachar, los nombres en idioma alemán resultan inatrapables las primeras mil ciento setenta y sietes veces. Me tienen que entrar de todas maneras porque los necesito y por eso me obligo. He comenzado el Jahresvertrag, Contrato por un Año, en el círculo infantil y ya preveo el final en doce meses que se van volando. Y si desde ahora no me apuro nos quedaríamos otra vez en el aire. Petra no tiene trabajo, todavía, y yo debo mantener la casa con mi sueldo del que dependen par de gatos enormes y comilones y un adolescente que no se queda atrás. Mas, para alguna buena suerte nuestra -y también un poco de la mala-, hace poco ofrecieron algo que hacer a Petra en una firma alemana que tiene contactos con América Latina y para la que ella ha traducido numerosos documentos. Ofrecimiento al fin, pero pobre en sus resultados: sólo seis horas de labor y menos de dos mil marcos neto. Aunque la verdad es que el tiempo pasa y necesitamos dinero para cuando llegue la época mala que es esta por la que nos movemos desde que llegamos aquí medio año atrás.

Yo, si conociera un poco de historia y de arquitectura de Berlín, pudiera servir de guía a turistas de habla hispana. Petra hizo contacto con una alemana dueña de una agencia de turismo y con la que yo mismo he hablado y me ha contado de cubanos que trabajaron para ella sirviendo de guías. Aunque eran buenos Reiseleiter, Guías turísticos, aclaró dejando escapar carcajadas, porque siempre reían y hacían reír a los turistas, eran sin embargo pésimos trabajadores: venían cuando les daba la gana y se atrevían a sub-contratar a otros cubanos que no hablaban idioma alemán, ni sabían de historia y menos aún de arquitectura, pero, como los otros, animaban el ambiente y alegraban a los turistas y eso era en esencia lo que le interesaba a ella, por el retorno. Así pues, arribo a la conclusión que con turistas tristes no vale la pena tratar pues no regresan a los lugares visitados ni en espíritus porque sus espíritus fueron los que menos presentes estuvieron en los lugares visitados.

Por todo eso, necesito dominar otros cinco o seis verbos de este alambicado y gutural idioma para el salto de Hausmeister a Reiseleiter. Que no es lo mismo poner a funcionar neuronas acopladas a la lengua, que seguir dándole uso a músculos en franco proceso de deterioro. Voy descubriendo gracias al paso del tiempo que nos echamos a perder desde abajo hacia arriba, en progresiva desmejora; vaya, que los problemas comienzan en las personas por los pies y terminan abarcando toda la cabeza. Curiosamente, es lo contrario de lo que ocurre con las sociedades, los imperios y los gobiernos, que se corrompen desde arriba.

El gigantesco círculo infantil donde laboro está a menos de medio kilómetro de nuestro apartamento. Tengo suerte porque no me veo obligado a ir en tranvía, ómnibus, tren o metro y no gasto en Fahrkarte, boleto de viaje, y ni siquiera me apuro para llegar temprano. La faena consiste en tener los ojos abiertos por si en los distintos cercados de los numerosos patios hay alambres de punta o fuera de lo normal; si sobresalen raíces de árboles para eliminarlas o taparlas con tierra bien apisonada; pintar casi constantemente el amplísimo cercado perimetral pues cuando creo que al fin termino en un extremo ya hay que empezar por el otro, además de regresar la arena de mar sacada por los niños con cubos y palitas a las grandes cajas llenas de arena en las que juegan; limpiar esa arena de las caídas hojas de árboles; estar atento a la presencia y movimientos de cualquier persona ajena en las instalaciones y un sinfín de otras tareas. Me ocupo del más incómodo de los turnos que es el Spätdienst, Servicio de la Tarde, el cual comienza a las 9:30 am y concluye a las 6:00 pm y casi siempre un poquito más, hasta que vengan a recoger al último niño. Digo que no es cómodo porque ando siempre con un picotillo de día; no tengo tiempo para ir a ningún lugar por la mañana, ni después, además de que en invierno (aquí casi siempre es invierno, me dicen muchos) y poco después de las 2:30 p.m., el mismo sol que ha venido paseando por el horizonte durante toda la jornada, sin atreverse a ir poco más arriba ni meterse definitivamente, ahora sí que ha empezado a declinar del todo aunque durante todo el “día” haya sido una triste imitación de sol, apagado, todo oscuro dentro del círculo infantil enorme. Las amplias ventanas con sus cristales dobles no ayudan en nada porque no hay luz externa y debemos mantener encendidas las lámparas como soles artificiales, además de cerradas las puertas para que no escape el calor, mientras allá afuera los árboles son meros fantasmas de árboles con sus ramas peladas y viéndose por trechos los jirones de nieve indicando a las claras el frío que padecen los pobres.

El otro Hausmeister, digo el oficial, entra a las 6:00 am y se va a las 2:30 pm. Yo me quedo solo en el taller durante una tarde gris, larga, silenciosa y aburrida que va oscureciendo como mermelada pegajosa. Puedo hacer lo que me venga en gana, digo en el sentido del trabajo porque siempre tengo algo que hacer pero cómo y cuándo se me antoje. Reparo todo tipo de juguetes, constantemente, porque, constantemente, hay todo tipo de juguetes rotos o a medio descachimbar y debo ingeniármelas para que sean seguros evitando de esa manera accidentes que atraigan rayos y tormentas sobre mi cabeza.

También me he metido en buen lío, pues no me gusta decir que “No”. Por eso, fabrico estantes a pedido de las mujeres. Pero en esto hay un detalle único que se repite y me enoja: paso por ejemplo una semana entera aserrando y lijando maderas para lograr idénticas creaciones de catálogos o porque los modelos se les ocurren a las mismas educadoras exigentes y puntillosas. Trabajo en ellas hasta dejarlas suavecitas como pieles de bebés (me refiero a las maderas, porque las educadoras son viejas gordas la mayoría y ni sometiéndolas a lijadoras eléctricas durante años) y eso me permite poner de relieve luminosas vetas como humo que asciende y se difumina. Por último, les aplico varias capas de laca y quedan preciosos, parecen brillantes caramelos-anaqueles. Cada vez que termino uno me entran muchas ganas de llevármelo a la casa para disfrutarlo en unión de mi esposa y la envidia de los vecinos al verme pasar.

Pero bueno, siempre llega el momento de sacarlo a la luz pública. Me armo entonces de la escalera, la barrenadora eléctrica, el atornillador de baterías, los tornillos, los Dübel (tarugos de plástico o madera), el nivel y una bolsa de boca amplia o un periódico doblado a la mitad. Y me acerco a la pared elegida por la educadora de turno. Debo decir que en un elevado porcentaje de las veces son muros cuyas superficies presentan hondonadas y salientes de todo tipo además de no ser absolutamente verticales debido, quizás, a que se trata de paneles prefabricados e insertados cuales injertos en el edificio. Esto no significa que el edificio sea endeble y pudiera venirse abajo, bien al contrario, pero son detalles técnicos que ocasionalmente tornan problemática la colocación de un anaquel o de un simple cuadro.

Tampoco sé de qué se valen pero todas las educadoras y el otro Hausmeister permanecen ausentes cuando sudo encima de las maderas, me machaco un dedo con el martillo, me hiero con la trincha o me mancho con las pinturas a la vez que maldigo mi inocencia con mezcla de indudable estupidez y notoria jactancia al decir que me agrada carpintear y demostrar, además, que lo hago más o menos bien.

No sé de qué se valen pero todas las educadoras y el otro Hausmeister siguen ausentes cuando por último debo fijar el mueble a la pared. Y en ese preciso instante no aparece nadie para, yo trepado en la escalera, ayudarme a sostenerlo y señalar dónde debería quedar. Por eso, me veo obligado a convertirme en un pulpo por las muchas acciones que debo llevar a cabo a la vez, yo solo. Y de pie en la escalera, voy subiendo peldaño a peldaño a la vez que elevo el mueble nuevo, lo presiono contra el muro y marco el primer punto, a una altura conveniente, a través del redondo orificio en el “brazo” de madera de la izquierda. Al “brazo” de madera de la derecha le había practicado un orificio alargado en sentido vertical para futuras correcciones.

Bajo el mueble al suelo y, otra vez sobre la escalera, prendo la barrenadora poniendo especial cuidado en recoger el polvo en la bolsa o en la doblada hoja de periódico que antes había pegado debajo de la marca donde trabajaría para no ensuciar la alfombra, los libros ni los juguetes. Introduzco de un martillazo el Dübel en el agujero y me aparto de la pared para también bajar y colocar el tornillo en el orificio del “brazo” de madera, a la izquierda del estante; elevo éste por encima de mi cabeza y voy pegándolo a la pared a medida que asciendo por la escalera, hasta confirmar que la punta del tornillo penetra en el Dübel que ya se encuentra en el hueco practicado en el muro. Y sin dejar de presionar, manteniendo el mueble arriba, atornillo con cuidado, sin llegar al fondo en este lado.

-¡Ahh!, suspiro satisfecho y cansado cual caballo viejo.

Permito entonces que el estante gire poco a poco hasta colgar infelizmente de un solo lado y parecer la víctima de alguno de esos enloquecidos ciclones tropicales o de un insospechado movimiento telúrico.

Me separo para respirar y descansar los brazos un segundo.

Armado de nuevo de la misma paciencia, del nivel y del lápiz elevo el extremo caído del estante hasta que la burbuja en el nivel se estabiliza en el mismo centro y sólo entonces introduzco la punta del lápiz en el alargado orificio del “brazo”, a la derecha del mueble, para hacer una pequeña marca en la pared. Dejo pendular el mueble una vez más y con mucho cuidado para no aflojar el tornillo en el Dübel ni el Dübel en el agujero y, otra vez armado de la barrenadora, ejecuto el segundo hueco en el muro teniendo como siempre cuidado en evitar que el polvo escape de la bolsa o de las hojas de periódicos que había pegado a la pared. (No deseo más choques con las educadoras.) Como otras veces, la barrena de cabeza especial para triturar piedras tropieza con una señaladamente dura y por mucho que presiono sobre ella, para atravesarla, la broca se desvía hacia arriba o hacia abajo y el hueco vendría quedando a casi un centímetro de donde debería estar. No me importa, pues como todo en la vida esa minucia también tiene solución. Alguien me dijo una vez que la muerte era lo único irresoluto, pero no estoy de acuerdo porque ahí están las flores y las plantas brotadas encima de los sepulcros y con más razón ahí quedan los hijos y demás descendientes y al final las buenas y hasta las malas obras de los ya idos. Pero, perdón, nada de esto tiene que ver con los huecos en las paredes y la colocación de estantes de madera en un Kindergarten alemán.

Bajo al suelo para cambiar la barrenadora por el atornillador y al tiempo que subo una vez más por la escalera voy también girando el estante hacia su posición definitiva para esta vez atornillar casi hasta el fondo, bajar al suelo y separarme con el propósito de observar el conjunto y su efecto…

Pues, fíjense en este detalle casi increíble, no sé de qué se valen pero ahora sí aparecen las educadoras, como si hubieran estado jugando a las escondidas en momentos en que yo casi me descuajaringaba durante toda una semana fabricando el mueble y ahora mismo, hasta el último segundo, sobre la escalera. Se amontonan a mis espaldas y yo no me vuelvo pero sé que están ahí porque a mis oídos llega el único y miserable comentario, precisamente el que me enoja hasta encabritarme de mala manera:

-Ist schief! -exclaman con el tono de quiénes se sienten heridas en su amor propio-. Das Regal ist schief!, lo cual significa que el estante está inclinado y por fortuna ellas han “descubierto” tan pésima labor. Ninguna se detiene jamás a expresar un: “¡Oh cuánto trabajo!” o “¡Qué bonito!” o apenas un “Me parece bien” y ni siquiera un apretado “Ok”. Lo más jodido, sin embargo, es que se pelean y hasta hagan una fila por orden de llegada para pedirme la fabricación de otro Regal. Y de otro. Y de otro. Y de otro. Aunque confieso para mis adentros que en verdad lo más jodido es que la mayoría tenga hijos y muchos se encuentren schief del todo (conozco algunos de ellos totalmente schief, llenos de drogas hasta el cuello) y yo ni nadie pudiéramos enderezarlos jamás a pesar de los muchísimos agujeros que debiéramos hacerles.

Yo no escucho la opinión schief, y ni siquiera me vuelvo. No me interesa explicar nada a manera de pretexto o aclaración técnica, ni personal. Vivo convencido de que para ellas no significa nada el detalle de la pared no tan derecha y sus numerosos accidentes físicos con los que tropiezo. Por eso, con el nivel en una mano y el atornillador en la otra, subo una vez más a la escalera. Aflojo ligeramente el tornillo que sujeta el brazo de madera, a la derecha, y elevo un poquito el estante por este lado, lo que es posible gracias a la ranura vertical que había practicado antes, allí. La burbuja en el nivel vuelve a estar en su centro. Ahora sí que atornillo hasta el fondo en ambos lados, fijándolo de modo definitivo.

Bajo de la escalera y me separo para observar el mueble y el conjunto. “Perfecto”, me digo satisfecho y hasta me palmeo el hombro a falta de que alguien ajeno a mí lo haga.

No necesito volverme para saber que las educadoras han desaparecido. Saben que ya no las necesito porque no hay nada más schief que criticar. Y así pasan los días, como dice la letra de una vieja canción. Pero yo no ando desesperado. Simplemente, me tomo unas “vacaciones” hasta el momento de acometer el próximo anaquel. Mientras, sigo con las tareas restantes. En horas de la mañana salgo a buscar frutas, viandas y hortalizas en un puesto atendido por turcos. Uno de ellos me obsequia con plátanos, uvas o manzanas para que no deje de venir a comprarle. Y en horas de la tarde llevo los restos de comida, en una carretilla de lo más cómica, a un campesino tan estúpido como gigantesco. Con ése precisamente es con quien tengo el choque memorable que da lugar a lo otro y a lo otro y a lo otro… Y lo más lamentable es que pocas semanas después del encontronazo, la esposa alemana del mismo campesino me reafirma en la necesidad de ponerle punto final a la relación “amistosa” aunque yo mismo pudiera quedar colgando de un clavo ardiente en mi labor en el Kindergarten y por tanto anulen mi contrato y a la vez desaparezca mi sueldo y todo lo que cuelga de él.

Creo que no han transcurrido ni veinticuatro horas del criminal derrumbe de las torres gemelas neoyorquinas, por aquellos suicidas en los aviones, cuando el otro Hausmeister me acompaña a la casa del “guajiro” para que yo aprenda por el camino. Es cuando conozco la brutalidad a fondo, sobre todo la mía porque cuando se trata de llevar las gónadas por delante pues las mías son las más grandes. Que quién no ataja el insulto a tiempo se expone a que le pasen por encima, la primera vez; la segunda viene acompañada de orine y excrementos, y eso por hablar de amabilidades y cortesías.

Llegamos ante el portón pintado de blanco. Mi colega dice que debemos tener cuidado al pasar por aquí pues Herr Kratz, señor Kratz o más correctamente y para mí “guajiro Kratz”, puso énfasis en el detalle. No quiere que se lo rayen o ensucien. Almaceno el dato; creo haber adelantado ya, un poquito, sobre cómo piensa ese señor. La gran puerta tiene un gancho, arriba, y, al abrirla, se desata algún mecanismo que hace que se escuche el sonido de una campana en lo alto del muro y de esa manera sepan todos en la “granja” que alguien está entrando. No sé por qué imagino que han instalado el artilugio para que cabras y vacas se suban a la carrera sus enaguas de piel peluda y echen a correr ante la visita de un intruso.

El hombre nos recibe de mal talante, después de que recorriéramos kilómetro y medio, aproximadamente, empujando-halando la carretilla con una palangana plástica grandísima llena de cáscaras de papas y par de tambuchos inmensos con los restos de comida tirados cada día porque está prohibido por ley federal guardarlos aunque sean de óptima calidad. La carretilla no es un artefacto común y corriente, sino que tiene timbre, calefacción y hasta iluminación propia por fuera y por dentro y con techo descapotable. Se trata de un pequeño remolque para ser halado por una bicicleta y con capacidad hasta para cuatro niños. Creo que el padre de algún chico la regaló al círculo infantil.

Se encuentra el “guajiro” ceñudo por lo del ataque a las torres gemelas yanquis y, luego de nosotros abrir el portón, se acerca a zancadas moviendo los brazos como leños para comentar el monstruoso hecho. La esposa “guajira” está a unos pasos y nos mira con una cara… El hombre indica, después de sostener un monólogo compuesto de voces no siempre reconocibles y ademanes fuera de lo normal, que eso ha ocurrido por culpa de los extranjeros, que se les debe impedir la entrada a los extranjeros, que los extranjeros son malos, que los extranjeros son lo peor de lo peor, que sin él pensarlo les diera candela a los extranjeros, que es de la opinión de llevar a los extranjeros a la cárcel, que la primera medida que tomara contra los extranjeros sería colgarlos del cuello y después les sometería a juicio… La “guajira”, a espaldas del hombre, aprueba las palabras afirmando con su cabeza sin dejar de tendernos miradas cada vez más calientes.

Las expresiones son gritadas, inyectándosele de sangre los ojos, hasta que, de repente -no hay otra explicación- “descubre” al extranjero ante él y se acerca con paso rápido, cual yeti energúmeno al tiempo que gesticula y exclama:

-Ausländer raus! ¡Extranjeros, fuera!

Juro que acuden en tropel como si su amo les convocara para alguna de las habituales peroratas montones de gatos, perros, gansos, cabras, patos, gallinas, gallos, cerdos y hasta por las puertas del establo asoman sus cabezas peludas las yeguas, los caballos y las vacas. Sería maravilloso y como cosa de magia que uno solito se entendiera con él.

El “guajiro”, apoyado por su “guajira”, no me expulsa de su propiedad privada, aunque yo esté en su propiedad privada, sino de “su” país. Me pongo en guardia. No sólo me defiendo de un hombre con par de dientes en la encía superior y las cejas pobladas e hirsutas a lo Leonid Brezhnev, sino que por encima de todo defiendo mi primer trabajo conseguido en este país y también mi primer salario para mi pequeña gran familia.

Me triplica en peso y estatura pero no me importa. Rubio cenizo, rubicundo, con dedos como trozos de palos de tres centímetros de diámetro y la cabeza de un cerdo descomunal. Así que me la juego al pegaíto, me acerco a él con la misma rapidez, y, elevando la mirada para ver sus ojos azules inyectados en sangre, adivinarle los movimientos y retorcerle a él sus queridas gónadas o propinarle un rodillazo ahí antes de que se le ocurra mover el más chiquitico de los músculos. Que esa es la ventaja de los más pequeños con respecto a los grandulones.

Mientras, también discuto en mi pobre idioma alemán, tratando de imponérmele, rebatiéndole la idea de que los extranjeros seamos malos y por eso salgamos expulsados de Alemania y hasta yo mismo de “su” propiedad en todos los sentidos. Tiemblo de puro miedo y la voz se me quiebra, tampoco miento en esto porque de veras que el hombrón me mira desde allá arriba y yo casi dentro de él, sin parar de hablar, discutiéndole, lo que pone en serio peligro la buena salud de todo mi físico y mi intelecto. Un solo golpe de esa bestia me mandaría al siquiátrico sin remedio o a más lejano sitio. Pero de sólo pensar en la pérdida del trabajo por el enorme Arschloch, comemierda, además de sentirme injustamente maltratado, me proporciona energía suficiente como para empujarle con furia desmedida y decirle que soy un hombre de mucha y buena suerte porque tengo un jefe muy valiente (por supuesto que me refiero al alcalde homosexual de Berlín, aunque no se lo diga), con poder real y no de palabra (lo contrario de él, aunque tampoco se lo diga) y ése jamás me expulsaría de Alemania.

El otro Hausmeister, a quién yo le llevo media cabeza, es presencia nula en el deplorable espectáculo desde el otro lado de la carretilla y no se atreve a intervenir, bien al contrario pues se aleja más aun temiendo que escape algún mameyazo si se arma la pelea y a él le caiga encima, me lo dice después, acompañando el razonamiento con que tiene muy mala suerte con todo tipo de golpes perdidos pues siempre los encuentra.

Pero gracias a que estoy rematadamente loco o a esa percepción extrasensorial de quienes todavía llevamos un animal dentro me huelo que la velocidad entra en el guajiro y me envalentono, lo empujo con las palmas de mis dos manos abiertas por algún sitio de su generosa anatomía que a mí me gustaría fuese el pecho. Hasta que me separo fustigando el suelo con mis talones y sudando por fuera y por dentro. ¡Coñóóó, acabo de defender la pincha y todavía estoy vivo!

Y sin prestarle atención, me separo hacia la carretilla de la que levanto los tambuchos como si fuesen plumas para descargarlos en los tanques en el suelo, golpeándoles repetidas veces en los bordes. No sé cómo funciona pero la rabia me fortalece.

Yo no miro al “guajiro” pero sé que él no aparta sus encendidos ojos de mí, lo mismo que la “guajira” y el otro Hausmeister. Como en esos filmes en los que un único personaje se mueve y los demás permanecen congelados. Devuelvo los tambuchos ya vacíos a la carretilla y, mirando hacia arriba, de soslayo, en verdad sin mirarlos, y como si no hubiera ocurrido nada, me obligo a decir por pura fórmula social:

-Auf Wiedersehen! ¡Hasta luego! -Abro el portón, resuena la campana y pregunto a mi colega-: Kommst du mit? ¿Vienes conmigo?

-Ja, klar! ¡Sí, seguro! -responde como si saliera de un encantamiento.

Por el camino de vuelta no nos decimos ni media palabra en torno al desagradable encuentro que se convierte en una de mis lecciones en cuanto a contacto social en este país y, a la vez, en puente roto por el que no debo transitar. Aun así me equivoco y todo por defender el trabajo pues aplico alguna amabilidad a mi obligada relación con el “guajiro”, aunque sin bajar la guardia porque ya sé cómo piensan ellos sobre quienes no hayan nacido en Alemania.

El caso es que como debo ir a ese sitio para deshacerme de los restos de comida, porque la directora del círculo infantil no quiere o no puede pagar para que un camión venga a recoger los desperdicios biológicos, pues tengo que aflojar la tensión sonriéndole a ese hombre y su esposa aunque desee con el alma no volver a verles las caras nunca más. Tampoco sé ni comprendo por qué los del círculo infantil o de más arriba ahorran decenas de Pfennig, céntimos, en meses, cuando botan cientos de marcos cada día en comida de óptima calidad. En fin, que aunque yo no lo desee y ni incluso me dé la gana, tengo la obligación de seguir haciéndole la visita a los “guajiros” cinco días a la semana para traerles alimentos destinados a sus animales y, encima, rezar para que me los acepten.

¡Maldita sea la hora! Ellos podrían rechazar esos restos, están en su derecho, es un favor que nos hacen, me dicen en el Kindergarten, y yo no sabría dónde meter las dichosas cáscaras de papas, los purés, las mermeladas, los quesos, las leches, los yogures, los ajíes y los tomates picados en ruedas, las lascas de pan con mantequilla y las muy buenas lascas de jamón que los niños y las “seños” botan tan tranquilamente y sin haberlos mirado siquiera en muchas ocasiones. Cómo me duele esto, pues vengo de un país donde nada se tira y cada pedacito de alimento es consumido por las personas; es el desgraciado motivo de tantos perros flacos y hasta callejeros en el peor de los casos. Así pues no podría verter los restos biológicos en cualquier sitio, no me sentiría moralmente limpio si los descargara al lado de algún camino, por ejemplo, además de que corriera el riesgo que me vieran los vecinos siempre curiosos y chismosones o incluso la misma policía que anda por ahí, casualmente, y entonces sí que ardiera Troya con mi empleo. Por otro lado, supongamos que pudiera botarlos en algún deshabitado sitio una vez, dos veces, tres veces… ¿Pero las demás veces por venir?

Por tanto, cada tarde salgo del Kindergarten con la carretilla detrás de mí y a remolque con mis ideas para una solución definitiva al miserable problema que he hecho más grande de lo que es en realidad y que voy arrastrando. O tal vez no sea únicamente temor infundado de mi parte, pues en no pocas ocasiones he visto a los “guajiros” mirándome de modo poco simpático. Pudieran acorralarme al otro lado del portón, provocarme para que yo les brinde una respuesta violenta y ahí tengan el pretexto para apalearme porque han visto que soy de los que no se queda callado, ellos están en su propiedad y por tanto en su derecho… Voy a andar con pies de plomo y a la vez ligero por si debiera huir o responderles de alguna manera.

Al mismo tiempo pongo buena cara para no empeorar la situación, por lo menos fuera de mí porque ya dentro de mí está empeorada. Sí, carajo, porque cuando me agreden de alguna manera y me siento mal en un sitio o con alguien no deseo volver a ese sitio ni verle la cara nunca más a ese alguien y ni siquiera a los que se relacionan con ese alguien. Soy así, no puedo remediarlo, ni quiero y es definitivo. Así pues, con toda esa carga externa que cada día se agiganta en mi pecho me aproximo muchas otras decenas de veces a la extraña granja cual oasis que se encuentra en la ciudad. O en verdad es la ciudad la que ha crecido tanto que ha terminado tragándose la granja hasta convertirla en el extraño oasis que ya es.

Procuro que mi llegada al lugar sea lo menos ruidosa y llamativa posible para no chocar. Deseo sin embargo que no pase indiferente y a mi encuentro acuda la única “persona” que me interesa del lugar. Se trata de “Torcuato”, un joven ganso de plumaje blanco y grácil andadura que me recuerda al ganso “Paco” (que en verdad era “Paca”), quien venía a comerse a picotazos a Petra y a Ricardo cada vez que viajábamos de La Habana a Ciego de Ávila para visitar a la familia. La “Paca” corría por el patio de nuestra casa avileña con paso desmañado y alas extendidas para atacar a mi esposa y mi hijo. Conmigo, no. Quería treparse encima de mí con sus patas de membranas siempre calientes y como de fiebre debajo de sus alas, donde las plumas eran sedosas, y la cargara para irse conmigo a conocer el mundo. Y llena de amor, ni sé por qué, me acariciaba con la punta de su pico “mordiéndome” rápido y chiquitico y tratando de hacerlo suavecito, pero, con más frecuencia de la deseada, me pellizcaba tan fuerte que dentro me rugía el pitecántropos y provocaba bestiales ganas de agarrarla por el pescuezo para meter cuatro o cinco gansazos contra piso y paredes.

Petra decía riendo que “Paco” estaba enamorado de mí. Pero, gracias a dios, vivo convencido que no había rivalidad entre ambos y tampoco ninguno de las dos albergaba celos por esa época. En fin, que “Torcuato” viene cada vez a mi encuentro luego de yo trasponer la puerta de la entrada. Curiosamente, no siempre se me acerca por la lasca de pan o las frutas ya cortadas que coloco ante su pico sobre mis manos abiertas. Lo sé porque es el único que se acerca sin miedo visible entre todos los animales, para regodearse con mimo real de mi llegada igual que yo de su presencia. Como “Paco”, ahora él disfruta de mis caricias y yo de su estrecha relación conmigo. Por eso, procurando silencio, abro el portón poco a poco para que la maldita campana deje oír un “¡clón!” breve y no vean que tengo un amiguito plumado, así no surgirían interpretaciones malintencionadas. Ya dentro, mirando a todas partes, meto con sigilo la mano en el tambucho de los alimentos secos de donde extraigo algo, lo primero que agarro, me agacho, y, de repente, de cualquier sitio cual acto mágico, brota “Torcuato” para recrearse más de mis caricias que de lo que le coloque delante para tragar.

He llegado a la conclusión que ese ganso “sabe” de mi llegada a una hora aproximada y por ello me espera apostado en algún sitio, no lejos de la entrada. Esto me parece increíble. Me recuerda la zorra de El Principito, que quería ser domesticada. Aunque no sé bien cuál de los dos es el domesticado en este caso.

Yo me alegro de sólo ver a “Torcuato”, como me parece que a él le ocurre otro tanto. Es el contacto diario con mi amigo lo que me hace algo llevadera mi ida a la casa del “guajiro”. Mas no todo está bien pues se aproximan días en los que a la nostalgia se junta una inexplicable tristeza que me aplasta. Son días en los que a las personas en los mercados y en los sitios donde venden algo les da por ser cariñosas de palabras acompañadas de arbolitos con lucecitas y de cantos y de musiquitas y de olores dulces, a lo que se añade que en esos sitios pretenden “quererte” como si te conocieran de siempre y todo con el marcado propósito para que uno se ablande, sonría y compre más de todo lo que venden aunque no necesitemos nada. Yo pienso así: ¿Por qué no somos siempre de esa manera y no sólo en esta época del año? Me recuerda el triste Día de las Madres, institucionalizado para olvidadizos y desaprensivos y en el que muchos se desviven por “amar” ese único día a la mujer que les parió, para olvidarla y hasta maltratarla el resto del tiempo. Conozco a unos cuantos que actúan así y por eso le califico de día triste. Sí, increíble que deban existir esas veinticuatro horitas entre las miles transcurridas durante todo un año para recordar y demostrarle amor en forma de flores o con una torta o una bata de casa o un frío beso, entre tantísimas miserias materiales y espirituales, a la mujer que nos dio el ser. Yo, personalmente, prefiero olvidarme de mi madre el Día de las Madres pero tenerla presente de mil maneras distintas y además hacérselo saber a ella, en persona, los otros trescientos sesenta y cuatro días.

En fin, que se aproximan esos días cuyo punto culminante es el 31 de diciembre a las 12 de la noche y, ahora, yo también me aproximo a lo del “guajiro”. Si hubiera nieve, lo más fácil sería halar la carretilla para ir dejando par de líneas paralelas por las ruedas a ambos lados, y con las huellas de mi calzado de invierno en el centro, pero el camino está libre todavía y la temperatura se mantiene estable en sólo cinco grados centígrados sobre cero, por lo que prefiero empujarla. Normalmente, con esa no tan baja temperatura ando sin guantes porque en verdad son incómodos para trabajar y andar por ahí, no se perciben las superficies, ni se agarra bien con ellos. Pero en otro momento y no hace mucho el gélido metal del mango de esta misma carretilla me levantó la piel de la palma de la mano derecha y por eso llego enguantado hasta el portón. Tiro con suavidad del gancho, arriba, y ahí viene el sonido.

-Guten Tag, Buenos días -saludo en voz baja y con la misma sequedad de siempre, guardando distancias. No deseo chocar, tampoco establecer amistad. “Torcuato” es el único que me interesa. Me quito los guantes que meto en los bolsillos laterales del anorak. Y cuando al fin traspaso el portón poniendo cuidado en que las ruedas ni sus guardafangos rocen a ambos lados para no dañar la pintura del marco, levanto la cabeza y descubro a frau Kratz, la esposa del “guajiro”, observándome. Debería decir que ella me ha descubierto a mí, pues ha estado mirándome con marcada atención desde mucho antes de que yo levantara la cabeza. Es probable, se me ocurre ahora, que viera mis encuentros con Torcuato y eso sí que me entristecería. Ella está de pie en el patio y sobre el primer peldaño del pretorio, delante de la puerta de su cocina, contemplándome de lado, no sé si furiosa todavía por mi reacción ante el marido, meses atrás, o a la espera de una palabra mía que no acaba de ocurrírseme…

Frau Kratz había llamado a los animales con par de gritos -que escuché en momentos en que me acercaba, todavía yo a la parte de afuera de este gran patio- y veo ahora que muchos están ya frente a ella y otros siguen llegando hasta plantárseles delante con picos abiertos o dientes afuera, pero todos con miradas fijas a la espera de algo…

La “guajira”, que hace honor al tamaño de su marido y con posaderas anchas y de notable relieve en dirección contraria a las abundantes mamas cuales proas de barco mercante, como lógico y necesario equilibrio, sostiene una palangana plástica de color rojo intenso que oprime contra el costado izquierdo de su cuerpo, con la mano de esa banda, y lanza con la derecha las medias lascas de pan con mantequilla y jamón que los niños del Kindergarten rechazaran sin piedad el día anterior. No deja de tirarlas aun cuando me taladra con la vista.

Algunos patos igual que cabras, cerdos, muchos gansos, pollos, gallinas, dos gallos, cinco o seis gatos y varios perros sostienen breves combates por hacerse de un botín para separarse a la carrera, engullirlo a la carrera y volver a la carrera. Muchos habitantes de este patio, “Torcuato” entre ellos, se apuran para humedecer en dos largas canales metálicas lo que haya de comer y regresan para conseguir más. Hay de todos los colores, tamaños y edades. De dos patas con plumas y picos y colas y de cuatro patas, con pelos y orejas y rabos. Pero no veo cornadas, mordiscos, aletazos, patadas ni picotazos. Están acostumbrados al festín. Todos saben que cada cual agarrará lo suyo. Me enternece esto pues recuerdo el patio de mi niñez, desaparecido hacia el fondo de mi tiempo, donde se aglomeraban los animales que yo amaba y me amaban a mí, a la espera de los bocados desde las manos de mi madre y de las mías.

La “guajira” no ha dejado de observarme pues sigo estático, sonriendo quizás por aquellos recuerdos, y detiene el voleo de lascas de pan y demás para preguntarme:

-Gefällt Ihnen eine? ¿Le gusta alguno?

No respondo, no la escucho. Ando por otros momentos espirituales y materiales de mi existencia.

-Gefällt Ihnen eine? -repite ella.

-Wie Bitte? ¿Cómo, por favor?

-Ob Ihnen eine gefällt?!!! ¡¡¡Qué si a usted le gusta alguno!!! –exclama, molesta, y extiende la mano libre sobre perros, gatos, cabras, pollos, gallinas, patos, gansos…

-Entschuldigen Sie bitte. Mir gefällen alle. Perdóneme usted, por favor. Me gustan todos -respondo al fin, sincero, para mostrarme amable aunque no lo desee, porque ella no se ha mostrado agresiva esta vez. Tengo que imponerme a mí mismo. No puedo darme el lujo de perder la vía a través de la cual debo deshacerme de los malditos restos biológicos. Otra cosa es que me agradan todos los animales, sobre todo en sus torpezas de “niños”.

-Ich frage Sie wegen den Gänsen. Pregunto a usted sobre los gansos -vuelve a hablarme la “guajira” en tono tan amable que incluso un sordo-ciego-mudo-cojo-manco captaría su falsedad desde la primera sílaba de la primera palabra.

-Ah, ja, mir gefallen alle Gänse! ¡Ah sí, a mí me gustan todos los gansos! -digo llamándome la atención que se refiera a esas aves, nada más, cuando hay muchos otros animales frente a ella y que ella misma ha acabado de señalar. Pero la inquietud vuela de mi alma con la misma velocidad con que la percibo porque igualmente pienso que la “guajira” quiere ser amable conmigo como lo somos todos en esta época del año.

Aclaro que me gustan los gatos, los perros, las cotorras, los conejos, las vacas, los caballos…, pero los gansos en especial me parecen simpáticos y hasta valientes. La “Paca” se peleaba con los dos perros de la casa y les hacía correr a pesar de que no eran nada pequeños.

-Welche? ¿Cuál? -sigue preguntando la “guajira” al tiempo que señala a los animales ante ella.

-Welche was? Was meinen Sie? ¿Cuál qué? ¿De qué habla usted? -pregunto yo a mi vez y me agacho para recoger una lasca de pan blanco y suave que había caído de la palangana roja. Y estando todavía agachado la ofrezco a los animales, a ver si Torcuato me reconoce y se acerca a comer de mi mano. Pues sí, el mismo ganso joven y decidido es el único en descubrir lo que ofrezco y gira en una sola pata con tal velocidad que cae de lado, abre las alas y se estabiliza apoyándose en la de la izquierda sin dejar de correr para acercarse. Y cuando los demás se enteran de que yo tengo un trozo de algo sabroso, mi joven invitado ya lo saborea con tal mansedumbre a la vez que me mira a los ojos, sin dudas más que agradecido, que me hace suspirar y confirmar una vez más que el amor hacia los demás es el mejor de los bienes legados a los seres vivos. Me vuelve a la memoria aquella “Paca” y su indudable enamoramiento.

-Welche gefällt Ihnen denn? ¿Cuál le gusta a usted? -repite la “guajira” con tono enfurruñado. Su mirada cobra cierta luz, como de fuego, como la de meses atrás cuando el marido quería expulsarme de “su” país pero ahorcándome primero. Y a juzgar por la mirada de ella, ahora, creo que me asaría sin pensarlo ni una sola vez, antes de celebrarme juicio “justo”. Después me colgaría para corresponder al deseo de su hombre.

-Entschuldigen Sie bitte, diese hier gefällt mir. Perdóneme usted, por favor. A mí me gusta este -digo acariciando al ganso erguido y manso que acaba de comer de mi mano y que busca mi cercanía hurgando con su pico dentro de la manga del grueso anorak y también debajo de mi brazo, no sé si a la espera de más sabrosuras o porque le agradaría arrancar conmigo a conocer el mundo cruel, igual que quiso hacerlo la enamoradiza “Paca”. Creo que a “Torcuato” no le mueva el hambre a profundizar su contacto conmigo.

Pero nada, creo haberme desembarazado de la “guajira” y me pongo en pie para ir a lo mío que es descargar los tanques y alejarme cuanto antes de este sitio.

“Lo siento por ti y por mí mismo, mi amiguito”, digo al ganso en idioma español y en voz baja, “hace tan sólo unos pocos meses que nos conocemos pero me parece que es como si fuéramos amigos de toda una vida. Ahora tú tienes un nombre muy bonito que es ‘Torcuato’ y espero que no lo olvides. Yo debo marcharme.”

“Torcuato”, que reluce por su blancura y el gran tamaño no obstante la juventud, permanece a un palmo de donde me encuentro, con su largo cuello estirado y mirando hacia arriba, a mi rostro, al tiempo que ladea la cabeza y me atisba con un ojo, primero, para luego encentrarme con el otro, con mucha calma, sin emitir sonidos ni moverse.

“¡Caramba!”, digo en un susurro, para mí, sin dejar de observarle. “¡Tu mirada revela inteligencia! Daría lo que no tengo para saber en qué piensas, pues vivo convencido de que piensas. O por lo menos eres el único que ejercita las neuronas, aquí. Y a no dudarlo, tú sabes quién te quiere bien.”

-Ahaaa!!! -escucho a frau Kratz y la veo con el rabillo del ojo cuando ejecuta una vuelta rotunda a toda su protuberante humanidad para casi fotografiar al ganso joven que me cautiva por su mansedumbre, buen porte y entendimiento.

“De veras que me caes bien”, continúo musitando a este tipo plumado ante mí y haciendo caso omiso de la “guajira”. “Me resultas tan simpático que si yo dispusiera de un pedacito de terreno privado, aquí en Alemania, me esforzaría por comprarte la libertad para que puedas disfrutar de la vida a tus anchas.”

Pues bien, arranco de esta granja citadina llevándome la agradable impresión que no todo está echado a perder en el mundo y hay cosas por las que vale la pena luchar. Y mientras empujo la carretilla ahora vacía dejo escapar una risita pues creo que el “guajiro” tocó con limón a su “guajira” la pasada noche y ella está hoy de mejor ánimo. Por eso, supongo, me ha dirigido la palabra. Aunque sus interrogantes no dejan de suscitarme un extraño sentimiento que no logro traducir ni para mí mismo.

Han pasado veinticuatro horas y hoy, ahora, en esta tarde poco más fría y cerca ya del ansiado 31, me dirijo en plena oscuridad -aunque apenas sean las 4:00 p.m.- hacia los predios del “guajiro”. La carretilla va más llena que de costumbre pues hubo una fiestecita y algunos niños mordisquearon lascas de pan, pero, como siempre, todo va ahí destinado a mi amiguito y demás habitantes de la granja oasis. No dudaría, ja-ja, que la “guajira” y el “guajiro” echen mano alguna vez de las delicadezas que traigo para ahorrarse algunos marcos. Yo de tonto jamás aparté panes con jamón y tomates a causa del qué dirán y me califico de acomplejado. En verdad, es buena comida y no estaría mal aprovecharla.

Hay silencio al otro lado del muro y el portón. La oscuridad se aleja por la fuerza de un gran foco de luz blanca que hace más fría la atmósfera. No sé por qué pienso que la luz de reflejos amarillentos es caliente. Me detengo para empujar la madera con mi enguantada mano derecha. Abro, suavecito, pero aun así se escucha la campana electrónica poniendo a vibrar la atmósfera helada. Empujo la carretilla, confiado en que Torcuato aparecerá con su desmañado paso. Por eso, quiero tener algo en las manos para alegrarlo.

Pero no he abandonado el mango de la carretilla, en el suelo, agachándome casi a la vez que destapo uno de los tanques que yo mismo he traído, cuando siento encima de mí una respiración gorda y las palabras “Schön Guten Tag!!” “¡Precioso buen día!”

Salto, temblando cual hoja de papel. De veras que me llevo buen susto. No esperaba la voz de frau Kratz, menos aún su amabilidad y que se encontrara tan cerca de mí. Lo más increíble es que me sonríe. Se frena un momento y dice sin venir a cuento, me parece a mí:

-Ihr Gans ist fertig. Su ganso está listo.

-Welche Gans? ¿Cuál ganso?

-Diese hier. Este, aquí -y señala encima de una tabla un paquete bastante grande, hecho con papel de embalar, del cual pudieron haber escapado gotas de sangre en algún momento. Creo que hay un charquito casi congelado en el suelo, y me parece ver manchas todavía húmedas y oscuras a los lados del mismo paquete.

-¿Ehh? –digo sin comprender. Pero un rayo de luz muy blanca baja de lo alto y me ilumina delante y también dentro de mi cabeza: ¡¡¡Ahh!!!

Y sin explicación alguna, rabioso conmigo mismo por haber sido de alguna manera el autor del “crimen” y por no acabar de entender el maldito mundo, menos aún éste a través del cual me muevo ahora, aguantándome las lágrimas, me agacho, recojo el mango de la carretilla todavía llena de los desperdicios biológicos del kindergarten y me retiro de espaldas hacia el portón, lo abro como los caballos, de una patada hacia atrás, resuena el consabido “clonnn” y ante los ojos y la boca llenos de asombro de la “guajira” me pierdo apurado en la oscuridad de este friísimo atardecer berlinés sin saber todavía qué carajo voy a hacer con los restos alimenticios que se arrastran detrás de mí, pero sabiendo en cambio que nunca más volveré a pisar los predios del “guajiro”. Era la gota que me faltaba.

Ahora sí que lloro sin poder y sin querer frenarme, coño, y sin dejar de halar esta mierda de carretilla hacia ninguna parte en medio del silencio y la soledad. No se ve un alma en las calles heladas, apenas las altas siluetas de los árboles con sus ramas peladas y muchas casas a oscuras y como de fantasmas, no sé si deshabitadas; en sólo unas pocas brillan luces navideñas en las ventanas. Nada más. Yo siento cómo las lágrimas calientes humedecen mis párpados pero casi al instante se enfrían, no sé si congelándose. De veras que no me regocija ese detalle para la sarta de experiencias que deseo acumular por si las llegase a necesitar en mis cartas. Estoy atolondrado por haberme metido yo solo en otro rollo a lo largo de mi cabrona vida: cómo y dónde me desharé de ahora en adelante de esos restos, además de que estoy seguro de que los “guajiros” no los aceptarán nunca más y la directora del kínder me va a poner como un zapato viejo cuando se entere. ¡Pero no me importa, carajo, y lo que sea! Estoy hasta el cuello de los maltratos, incluyendo los que yo mismo me proporciono a causa de mi propia ofuscación.

Sigo empujando esta carretilla hacia ninguna parte, a través de calles frías, oscuras y silenciosas. De cuando en cuando pasa un auto y todo vuelve al silencio, el frío y la oscuridad. Yo voy dándole vueltas a un montón de ideas y al barrio, porque la verdad es que debo hacer algo… ¡Hasta que paso ante el Müllplatz, Espacio de la basura, de mi propio edificio y veo la solución! ¿Cómo no se me ocurrió antes, en todos estos meses de tortura? Saco mi llavero del bolsillo, miro en redondo no sea que aparezca el Hausmeister que trabaja para la arrendataria de todos estos edificios, abro y entro como una flecha y como una flecha descargo los tambuchos en el contenedor destinado a los restos alimenticios. Ya puedo respirar tranquilo. Acabo de resolver el día de hoy y lo que me resta de contrato en el Kindergarten. Por supuesto, cada vez vigilando que nadie me descubra en la delicada operación.

Pero, carajo, siempre hay un problemita por resolver. Casi a mitad de semana, la directora del Kindergarten me llama a su oficina. Me pide que hale una silla y me ponga cómodo. Me pregunta si me siento bien, si mi esposa y mi hijo están bien, si deseo café. Respondo que sí a casi todo; no bebo café. Y espero, porque su cortesía me pone en guardia.

Herr Kratz está preocupado por usted –dice ella en idioma alemán, y yo, ahora, por andar rápido, lo transcribo directamente al español.

-¿Conmigo? ¿Por qué?

-Dice que usted no le ha llevado más deshechos biológicos para los animales… –y me observa a la espera de mis palabras, pero no abro la boca-. Él desea conocer si ha surgido alguna dificultad para solucionarla y que usted continúe visitándole.

Yo me pongo en pie:

-Usted me perdona pero el asunto de los deshechos biológicos ya está solucionado sin la ayuda de herr Kratz. ¿Puedo ausentarme?

Me voy de la oficina de la directora pensando en que la integración a otra sociedad no consiste únicamente en dominar el idioma y comer los mismos alimentos de los habitantes del nuevo país en que se vive. Aprender a pensar como ellos sí que es difícil de verdad.

Hoheschönhausen, Berlín, dic., 2015

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