Los enviados del Consejo Real de Karfe

Los enviados del Consejo Real de Karfe

Soledad Godoy

23/01/2023

La Luna iluminaba la tibia noche de otoño, gobernando un cielo sin estrellas, alzándose imperiosa sobre la vida mundana, llena de desdén hacia la ignorante existencia de los hombres y mujeres de esa Tierra: tan despreocupados, tan ciegos, con su devenir sólo apetecible para conformistas y mediocres. Al comienzo de los comienzos, cuando el Castigo no hacía más que empezar, los había llorado, pensándolos como niños que tropiezan, pero con el paso de las eras se fue endureciendo, irritando, decepcionando… hasta sólo poder sentir sufrimiento por la eterna condena de observarlos.

Si no hubiera pecado de pálida envidia no cargaría con este abrumante castigo y podría haber seguido dibujando mundos.

El Agua, a la que el paso del tiempo y los dolores no desesperan, los sigue amparando cubriendo las tierras con su materno manto. No se resigna ante los ataques feroces de los seres que ama, y continúa purificándolos. Es ella quien se comprometió a ser la que uniera lo roto, la que curase lo herido, la que lavara el silencio. Lo prometió en el comienzo de los comienzos, acunada bajo el arrullo de la Luna. Pero para la Emperatriz del Cielo su dulce hermana demasiado cedía a las niñerías de los hechiceros, esos seres incautos que no habían aprendido del peligro de querer saberlo Todo. En los últimos giros del Sol habían utilizando a Agua de puerta repetidas veces, con sus egoístas inquietudes movilizándolos, tratando de esconderse en las sombras, como si pudieran huir de la atenta mirada celestial con la que cubre su Imperio. La noche es de Ella, de su soledad.

“¿Qué le importa a mi inmensidad lo que esos apestosos seres sin Luna puedan querer?” se dijo, y siguió lamentando sus angustias sin prestarles mayor atención a los dos hechiceros que habían ingresado a ese mundo.

-Amancay…

Escuchó su nombre que llenaba la habitación convocándola a la vigilia. Tardó en abrir los ojos y mirar a su alrededor lo que ocurría. Una cápsula de luz flotaba en el techo, iluminando al hombre y a la mujer que la observaban esperando que despierte. Asustada por los extraños intentó gritar llamando a sus padres, pero no tenía voz, como en la más cruel de las pesadillas infantiles. No podía salir de la cama por más que lo intentase, pues las piernas no respondían a sus órdenes, y ni siquiera los objetos que arrojaba producían el menor sonido.

La mujer esquivó el velador que le lanzó con un movimiento suave.

—Ingenua— le murmuró.

La lámpara se estrelló contra la pared detrás suyo y cayó silenciosa en miles de pedazos. Sonrió. Tenía una diadema plateada que le atravesaba la frente blanquísima y se perdía en un enrulado y brillante pelo azul. ¿Sería la luz de luna que entraba por la ventana lo que le daba ese extraño color? Una capa negra cubría los hombros de la mujer y caía pesadamente desordenando el escritorio sobre el que estaba sentada. El mango de una espada asomaba en su cadera. Por debajo de la capa se veían tonos azules que se movían, recordando al mar en tormenta, y aumentando el miedo de Amancay, que por un instante creyó que era incorpórea, acaso una deidad del agua.

—No podrás moverte. Tampoco podrás gritar— su acento era raro, como si fuera extranjera, y parecía estar disfrutando de la situación.

Amancay lloraba furiosa, y confundida seguía intentando mover las piernas que parecían atadas por sogas invisibles. Se lastimaba desesperada clavándose las uñas, manchando de sangre el camisón y las sábanas blancas en su intento de escapar.

—No niña… no se lastime, no queremos hacerle daño. Sólo la hemos amarrado para que nos escuche, porque sabíamos que no comprendería nuestra presencia, que querría huir.

La voz del hombre era suave, cantarina, y Amancay percibió como una brisa le acariciaba la mejilla mientras él hablaba. Estaba parado frente a la puerta de la habitación, imponente. Ambas manos sobre la empuñadura de la espada, apoyaba la vaina en el piso y descansaba su peso sobre ella. Era altísimo, casi seguro superaba los dos metros. Vestía una capa verde oscuro, y cubría su cabeza con ella, de modo que casi no se veía su rostro.

—¿Quiénes son?— la voz de Amancay era un murmullo apenas audible.

—Yo soy la Eirau, la Dama, Regente del Reino Unificado de Karfe, del Pueblo del Puma, y él es Luor, Primer Guerrero del Reino, del Pueblo del Árbol— Luor descubrió su cabeza y se inclinó. Amancay nunca supo si lo hizo para que observe el tatuaje de un árbol sin hojas que cubría todo su cráneo o si fue una señal de respeto. —Somos los Enviados del Consejo Real de Karfe para encontrarla. Nuestro Primer y Gran Rey Ciagtafo escondió a su descendencia en este mundo, para protegerla de nuestros enemigos, y nosotros hemos seguido los rastros que llevan a esta, tú familia. Desde hace mucho tiempo ya los hemos probando uno a uno, pero ninguno de los hombres o primogénitos ha superado una única y simple prueba. La guerra en nuestro mundo nos lleva a medidas extremas, por lo que hemos decidido probar a las mujeres, y aquí hemos llegado, a nuestra única esperanza, la más joven, la última de esta generación. — El momento en que Eirau calló retumbó en los oídos de Amancay con la voz del Destino. —Queremos que intentes abrir este cofre.

No había visto que Eirau apoyaba sus pies en un bloque de madera de apariencia vieja, arañado y quemado en una punta. La mujer lo empujó hacia delante hasta dejarlo en el centro de la habitación, a los pies de la cama. Despedía una tenue luz, y si Amancay no hubiera estado tan nerviosa se hubiera animado a afirmar que vibraba.

La joven miraba a los hechiceros y permitía que los minutos transcurran en el silencio. Ya no intentaba liberarse de las ataduras invisibles. Ya no se preguntaba si podría gritar o preguntar algo en un murmullo. Tenía la mente en blanco, y razonar le resultaba imposible. Pero había escuchado el llamado. Finalmente se atrevió a hablar.

—¿¿¡¡Qué!!??— fue su pregunta demoledora —¿Esconder a mi familia? ¿De quién? Es ridículo: no tenemos enemigos. Suéltenme.

Eirau se sacó lentamente la capa, “paciencia” se ordenó, y alzando la mano izquierda sobre su cabeza comenzó a bailar, girando lentamente. Era un baile plácido y simétrico que encandiló a Amancay, obligándola a ver lo que la hechicera dibujaba con halos de luz en su mano: aldeas arrasadas por el fuego; cadáveres sin rostro que aun aferraban sus armas; un hombre al frente de un batallón que moría bajo una lluvia de miles de flechas todas apuntadas hacia él; un grupo de personas alrededor de una pira donde se esfumaba el cuerpo de una mujer, y un tanto alejado, un joven con dos bebés en brazos sumido en un dolor indescriptible; ese mismo hombre sumergiéndose en un lago bajo una noche sin luna con sus dos niños. Amancay sintió dolor y pérdida en cada una de esas escenas que le resultaban extrañamente familiares. Llegaba a esa conclusión dentro del letargo del hechizo, cuando Eirau dibujó al padre de Amancay gritándole a un cubo de madera; a su hermano clavándole tijeras en un borde a ese mismo cubo, el mismo cubo que ahora estaba a los pies de su cama, en el centro de su habitación. Supo que era la historia familiar la que se proyectaba ante sus ojos, como si tuviera recuerdos que no le eran propios.

Eirau bajó lentamente la mano y la observó. “Es muy pequeña para Águila, apenas del tamaño de un Obscuro, y atada a la cama no aparenta precisamente la imagen de una fuerte guerrera o de una sabia reina” pensó. Titubeó por un momento pero continuó como habían planeado y la lisonjeó:

—Si lo abrieras recibirías más poder del que puedes imaginar.

—Y sería bastante peligroso para mí ¿no?— Amancay empezaba a comprender.

—Si no lo intentas lo será. Te mataremos— no se necesitaba mirarla a la cara para saber que Eirau sonreía maliciosamente de nuevo.

—No mataron a mi papá, ni a mi hermano, ni a ninguno de mis familiares— se sorprendió de su propia audacia y se arrepintió instantáneamente. Tenía miedo.

—Ellos lo intentaron, y como no lo lograron borramos su memoria. Si esta noche ocurriera lo mismo todo será sólo una pesadilla… no es de mi de quien depende que tan triste sea esta historia.

—¿Borrarme la memoria? No entiendo. No entiendo quiénes son, ni que están buscando, ni para qué me quieren, pero sea lo que sea o valga lo que valga, yo no soy. Estoy segura.

—Eso lo veremos. Debes intentar abrir el cofre o te mataremos. Ahora, basta de charla. Me aburres.

Amancay la miró sostenidamente a los ojos. Eirau no mentía: se notaba la determinación en su rostro. No quedaban muchos caminos. No sólo eran dos contra una sino que eran dos capaces de quitarle la voz y el movimiento mientras ella dormía, y aparentemente el hombre era un guerrero (y no uno cualquiera, sino uno de dos metros). A este lógico miedo lo acompañaba, tímida, la curiosidad.

—Está bien, trato hecho. Sólo una pregunta antes. Si logro abrirlo ¿Qué pasará?

Los dos invasores se miraron y Luor respondió:

—Habrá una prueba más— la respuesta no tranquilizó a Amancay, pero supuso que no podría sonsacarles mucho más que amenazas, así que borró todas las dudas acerca de lo que podría pasar, y resumiendo la cuestión a la vida o la muerte tomó la decisión de consecuencias más difíciles que tendría que tomar jamás.

—Suéltenme- dijo. -Lo haré.

A un gesto de la mano de Eirau se sintió liberada y se paró. La sangre le caía en gruesas gotas por las piernas y Amancay tomó noción de que se había dañado.

—Déjame ayudar— dijo la mujer amistosamente, arrodillándose delante de ella y acariciándole las heridas mientras cantaba lo que parecía ser una canción de cuna en algún idioma desconocido. Cuando Eirau terminó de curarla señaló el cofre. —No sabemos cómo abrirlo, ni podemos ayudarte.

Amancay caminó alrededor del baúl, tocándolo con la yema de los dedos. No tenía manijas, ni cerradura, ni candado, ni hendijas. Era sólo un cubo de madera con un agujero muy pequeño en la parte de arriba por el que no cabía ni un dedo. Pidió a los hechiceros que acercaran más la bola de luz y apretando la nariz contra la madera investigó centímetro a centímetro. Pronto se vio compenetrada en el misterio y olvidó que no importaba si no lo abría, olvidó que incluso era mejor si no era capaz de hacerlo. Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo; apoyó el codo derecho en la rodilla y el mentón en la mano, y mirando un punto fijo se fundió con sus pensamientos. Siempre le habían gustado los problemas de lógica, y decidió tomarlo como tal, ya que obviamente la fuerza no había logrado abrirlo, como demostraban los cortes y pequeños hundimientos en la madera. Después de una hora de silencio y quietud en la habitación, Amancay se paró de golpe, presa de la agitación, y después de mirar a Eirau, un poco temerosa, un poco atrevida, se volvió ansiosa ante Luor y le pidió prestada la espada.

“Ingenua” esta vez Eirau sólo lo pensó, cosa que después agradecería profundamente. Amancay apoyó la espada de Luor sobre el baúl y mordiéndose los labios se cortó la muñeca con el filo. La sangre comenzó a salir enseguida y Amancay la dejó caer sobre el pequeño agujero. Los dos hechiceros miraban expectantes y ahogaron un grito cuando el brillo que despedía el cofre comenzó a incrementarse hasta el punto de opacar la bola de luz y la luz de luna que entraba por la ventana, invadiendo la habitación, llenando todos sus rincones. El cofre cegaba con su luminosidad. Solo se escuchó el ruido de Eirau desenvainando y un crujido arcaico. De pronto volvió la oscuridad, interrumpida por la luz de luna y por el suave alumbrar del cofre. Amancay estaba arrodillada a su lado, tomando la tapa de madera con las manos temblorosas mientras observaba el ansiado contenido. Luor tomó su espada del suelo y con ella en alto cayó sobre sus rodillas gritando:

—¡Viva su Majestad! ¡Viva la Gran Reina de Karfe!— Amancay se puso a llorar porque por un segundo pensó que la iba a matar.

Eirau también se arrodilló, apoyando la cabeza en el suelo. Cuando se incorporó tenía una sonrisa inmensa de felicidad en el rostro y exclamó:

— ¡Señora, estamos a sus pies! ¡Somos los más fieles de sus servidores!

Atravesando en cruz el interior del baúl sobresalían una vaina con piedras incrustadas y un pergamino atado en cuerda. Amancay respiró profundo y lo desenrolló para leerlo. La letra era grande y temblorosa, borroneada por manchas de tinta, a las que se les sumaban las gotas de sangre que caían de su muñeca.

Querido heredero:

No sé cuántas generaciones habrán pasado, ni quien serás, o si llegué a espiarte, a conocerte. Tampoco sé muy bien quién soy yo a esta altura de mi vida, tan viejo, tan confundido, tan enfadado, tan perdido entre los libros y el polvo de mi biblioteca. Pero tú… tú eres parte de Karfe, de su historia, de su futuro, y como descubriste, eres parte de mi sangre. Dejo en tus manos lo más importante que tengo, lo único que tengo: este Reino, con su bella gente, sus misterios, su magia y poder. Pero recuerda siempre que el poder crea y mata al hombre, lo hace feliz y lo deja en la miseria, lo incluye y lo enarbola, pero siempre al final termina destruyendo todo lo que había. Deja dolor, destruye y deja dolor… palabras de viejo sufrido, que a mi ya no me sirven de nada.

Lo que te dejo es sólo lo que te corresponde, como único heredero de mi familia, como Jefe indiscutible del Pueblo del Águila, como Rey de las tierras que baña la sabiduría del Karfe. Usa tu herencia como mejor lo consideres, yo no soy quién para decir que es lo correcto, pues ya no lo recuerdo.

El anillo… el anillo te mantendrá protegido, sí. Mientras lo lleves puesto. Está forjado con oretoc, el metal sagrado de las Naioti, que es capaz de generar escudos mágicos. Este anillo es el símbolo del poder y sabiduría de la estirpe, llévalo con orgullo y temple, que en tu mano será lo que deba ser.

Además del anillo siempre debes llevar puesto el Guía de nuestro Pueblo, que nunca te dejará solo y siempre responderá a tu llamado.

La caja contiene las restantes joyas familiares, vestigios de vidas gloriosas. Ya comprenderás cual es la llave.

No abras los libros aún, no lo hagas hasta que vayas a leerlos, hasta que puedas comprenderlos. Mucho tiene que pasar, ya sabrás cuando hacerlo. Pero que no guíe tu ansia la necesidad.

Lamento tener que regalarte un arma. Mi padre, Rustrec el Sabio, me despreciaría si lo supiese… odiaba la violencia y el ansia de guerra de su padre, Güimoret el Fuerte. El cuchillo es suyo, de mi valiente abuelo, del primero en tomar la Vara de Luz. Lo usó durante sus viajes de venganza contra la historia, y para dársela fue sacado del corazón del hombre que mató a su padre. Este cuchillo también es la prueba de que no me creo capaz de detener la guerra; y la prueba de mi soberbia: si no soy yo, nadie de mi tiempo puede hacerlo.

“Del Árbol de Luz

Cuatro Varas

Para cuatro guerreros

Para cuatro hijos

Y que el último sea el que venza”

Ten cuidado. Y recuerda que la palabra es poder. No muestres esta carta a nadie.

Ciagtafo,

Muriéndome sobre los dejos de brillo de mis coronas

Amancay leyó la carta varias veces, mientras de reojo observaba la incomodidad de los dos hechiceros que seguían arrodillados y levantaban la cabeza para espiar el contenido del cofre. Tomó el cuchillo, cuya vaina estaba sostenida a un viejo cinturón de cuero, y se lo ajustó a la cadera.

—Levántense— pidió sonrojada, y sentándose en la cama se dispuso a escuchar. —Explíquenme, por favor.

Eirau habló con voz cansina.

—Karfe no siempre fue un Reino Unificado. Hace muchísimos giros del Sol era una aglomeración de tribus que luchaban por su supervivencia. Güimoret el Fuerte, hijo del Jefe del Pueblo de los Águila, dedicó su vida a un peregrinaje de exterminio de alimañas de la oscuridad y seres malévolos. Fue en esta, su guerra de venganza, la que lo llevó a conseguir la primera de las Cuatro Varas del Árbol de Luz, que usó como arma en su lucha justiciera. Su hijo, Rustrec el Sabio, tomó la Segunda Vara de Luz y utilizando su poder unificó Karfe, que desde entonces está en guerra con el vecino Reino de Moiná, un Imperio antiguo y poderoso. El hijo de Rustrec, Ciagtafo el Longevo, fue el primero en coronarse Rey, y a pesar del poder de la Tercera Vara de Luz no pudo terminar la guerra, y para proteger a su familia escondió en el mundo humano a sus dos hijos: Atanoi, tu abuelo materno, y Ostir, su hermano. A su muerte dejó a mi familia la tarea de cuidar del Reino y de la corona mientras encontrábamos a su heredero, aquel— carraspeó —aquella que recupere la magia para su sangre, aquella que sea capaz de conseguir la Cuarta Vara de Luz.

“¿Y vencer?” se preguntó Amancay, pero dijo:

—¿Y esa soy yo?

—Eso esperamos. Te llevaremos al Valle de Luz y lo averiguaremos.

—¿Y si no quiero ir?— a Amancay realmente empezaba a molestarle la sonrisa de Eirau.

—Somos de los que intentan forzar el Destino antes que evitarlo. Te llevaremos por la fuerza a nuestro mundo y no podrás volver, porque cuando aprendas como hacerlo ya serás parte de él— Se acercó con el paso firme a Amancay y la tomó del hombro. —Luor, lleva el cofre.

Amancay sintió como su cuerpo se confundía con el aire, como la apariencia de su existencia se desvanecía, y su esencia disfrutaba de la sagrada comunión con el único Ser, con el Todo. Se dio cuenta de que era una parte inseparable de ese Todo, realidad que comprendió de pronto en su inmensa grandeza, y que con violencia sacudió sus conocimientos básicos; para ya no tener tiempo, descubrir lo efímero del espacio, y ser arrastrada hacia el destino por el movimiento que era Eirau.

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