El campo de batalla destrozó el corazón de Íito. Bosque de fuego, rocas de sangre, olor a derrota. Mientras se detenía la hemorragia la vio allá lejos. Otimeo ya se había rendido y eso poco importaba a la mayoría de los moinanos. Se habían ensañado con las mujeres. A los moinanos no les agrada que las mujeres hagan la guerra. Prinai, belleza arrebatada por el terror, se sostenía a duras penas frente a un grupo de campesinos ya desarmados, y la Vara de Gaho refulgía fría, violenta, bajo el ataque de las cadenas asesinas de Moiná.
La vio allá lejos. Intentó acercarse y no pudo. Pero Güillitei sí. Era una fiera. Una montaña en cólera. Un grito aireado con la cabellera destrenzada. Se interpuso entre su hermana y los atacantes. El oretoc y el odio intentaron protegerla. Él la vio allá lejos y aunque rogó profundo no llegó a tiempo.
Los soldados habían aprendido a odiar a esa raza oscura del sur, que se esconde, que pelea, que cabalga vientos y monstruos del aire. Odiaban a esas mujeres desnudas, profanas, paganas.
Le sacaron la túnica a Güillitei y le lastimaron el cuerpo. Íito y sus heridas, su amor y sus culpas pelearon como nunca antes. Él sólo era un ejército iracundo, pero barreras infranqueables de hombres enardecidos por el éxtasis de la crueldad se lo impidieron. A él y a tantos otros, pues Güillitei era amada entre los suyos. Inteligencia parca que ahora lloraban las Naioti.
Murió de tristeza, no de falta de aire como creyeron sus asesinos.
Prinai lloraba en un rincón la que podría haber sido su muerte y Otimeo caía de rodillas bajo la tortura del fuego y el metal en las piernas ante los Señores de Moiná, que habían decidido ver de cerca su triunfo.
Íito comenzó a retroceder hacia el bosque encendido. Güillitei había regresado al Todo, y con ella se fueron las esperanzas, la felicidad, la humedad y la pipa, el motivo para luchar. Retrocedió defendiéndose, pero sin notarlo, con la mirada fija en los destrozos del campo de batalla. Miró a cada uno de los rostros que jadeaban exitados alrededor de los restos de la joven, como asquerosos animales de rapiña. Los mataría de igual manera. Les sacaría los ojos y les cortaría la lengua, golpearía sus piernas y quemaría sus genitales. A todos ellos. Uno a uno. Los mataría sin dignidad ni vergüenza, como la habían matado a ella.
Los bosques de las Naioti cerraron los pasos que intentaron seguirlo, así como también cuidaron a otros que eligieron la soledad antes que la muerte. Avanzó durante días sin objetivo, salvo el querer morirse. Pero cuando caia rendido de sueño los arroyos mojaban su boca y los árboles le regalaban frutos, intentando animarlo, acariciándole las mejillas arrugadas de años y pesares.
No sabía adónde iba pero iba, y al quinto Disco ya no pudo negárselo. Sin rodeos se había ido acercando a los Valles de Cleslaah, y desde la cima del cerro Cleaah pudo divisar las manchitas que eran las granjas que buscaban su corazón. Había nacido en una granjita así, a las afueras de la Aldea de Lamlei, en tierras rojas y rocosas, pobres a la hora de parir y de alimentar a los animales. Recordaba la cabra flaca y enfermiza que era su responsabilidad de niño, antes de que un hechicero se apareciera en la casucha de piedras y se lo llevara a un Templo lejano, en la cima de las cimas más altas de la coordillera Jami, de dónde no saldría hasta ser un hechicero formado, muchos giros del Sol después. Era una cabra gris y blanca, ya vieja, de la que no se obtenía más que un poco de leche, pero a la que no mataban porque su carne valía menos aun muerta que viva, tan mal ejemplar era. “Como yo ahora”.
Se echó a dormir bajo la sombra de un pino, en un colchón de espinas secas, y soñó con quien fuera la mujer de su vida. Primero la soñó niña, como era cuando la conoció. Huraña y fuerte igual que su padre Otimeo. Cuando le comunicaron que sería llevada al Templo de Gaho de dónde no saldría en años se fue sin palabras de adiós a su familia.
Luego la soñó doncella, con el color y la belleza de los árboles antes de perder sus hojas. De brillos de Sol y risa de agua la soñó. Justo como había sido.
La soñó en la oscuridad de su cuarto. La respiración agitada, el cuerpo ardiendo, las manos temblorosas.
Se despertó para no soñarla mujer y noble, para no soñar el día en que se casó con otro, ni el día en que tuvo a Thuei e hizo que pusieran oretoc en la frente del recién nacido, para señalarlo como su primer hijo, raza noble de la casa de Otimeo.
El muñón en su hombro derecho le ardía y mostraba signos de infección. “Ella es bruja, me curará”. Descendió con cuidado el terreno resbaloso hacia la más alejada de las pobres granjas del Pueblo del Águila. En los terrenos adyacentes a la casa encontró a un hombre con su hijo. Ambos trabajaban la tierra en silencio y no habían dejado de hacerlo cuando lo vieron venir.
-¿En qué podemos servirle buen hombre?
“Debo estar muy envejecido.”
-Acaso pan y agua mi amigo. Y si su esposa sabe de heridas, no me vendría mal un poco de ayuda.
-Claro, claro. Comerá y beberá, y si mi esposa puede lo ayudará. Pero antes respóndame, mi amigo, qué es lo que le ha ocurrido y qué lo trae a mis tierras.
El jovencito lo miraba con curiosidad en sus ojos color de la miel. Íito le sonrió, no pudo evitarlo, y lloró lágrimas de recuerdos de amores que no fueron y de vidas que no tuvo, lloró la mujer a la que no pudo amar y el hijo al que no pudo criar.
-Me ha ocurrido la guerra, y nos ha ocurrido perderla. Y me traen acá mis pies, como me podrían haber llevado a cualquier otro lugar, porque ya no importa dónde vaya, ninguno de nosotros se puede llamar el amo de sus tierras. Ahora, mi amigo, estamos todos en los terrenos del Reino de Moiná.
A muy corta distancia, en la puerta de la choza de madera, una mujer gritó angustiada al verlo y entró rápidamente en su casa.
“Las mujeres son seres memoriosos.”
-No hay peores noticias ni hombre más bienvenido, amigo. Déjeme componer a mi esposa y ya le serviremos verduras, leche y queso.
Estaba agitado y gravemente conmovido por las noticias. A Íito le agradaba ese hombre, igual que le había agradado hacía trece años.
-¿Te llamas Tei cierto?- preguntó cuando quedó a solas con el muchacho de los hechiceros ojos de miel.
-Sí señor ¿cómo lo ha sabido?
-Soy Íito de la Piedra Roja, hechicero del Árbol Frío y Líder de la Orden de Gaho.
El niño conocía la magia pero nunca había visto un hechicero, así que desconfiado de naturaleza como era no creyó en la palabra de Íito.
-Muéstreme.
El viejo sacó su vara y dibujó unas pocas líneas de fuego. Estaba débil y no podía hacer más. Guardó su vara y sacó otra. La limpió con su ropaje sucio intentando no recordar a Acpla.
“Mi último discípulo, yo lo busqué, igual que a Güillitei y a Prinai y a tantos otros”.
-Toma. Ésta Vara es para tí. Te la ofrezco como Líder de la Orden de Gaho. Dentro de tí sabes que tienes el poder de afectar al Todo. Sé que es así, no podría ser de otra manera, viniendo de donde vienes. ¿Te ha hablado tu madre del Todo?
El chico se ofendió.
-Por supuesto- y recitó:- El Todo soy yo y lo que respiro, lo que piso y lo que siembro, lo que amo y lo que odio. Siempre afecto al Todo. Me muevo y el Todo se mueve conmigo, me quedo quieto y el Todo se queda quieto conmigo. Y si me muero vuelvo a Él, que soy yo y somos todos.
-Muy bien. Ahora debes saber algo más: con esta Vara, una de las Nacientes, tendrás el poder de hacer con Él lo que te plazca. Úsala en secreto. Pronto llegarán los soldados de Moiná a estas tierras y quién sabe qué harán. Aun así no la uses. Van a pasar muchos giros del Sol hasta que esta Vara vuelva a batallar. Te encargo una tarea grande muchacho, espero que puedas con ella. Yo debería… cuídate Tei.
Le entregó la vara y el niño la tomó dubitativo. El viejo ya no estaba allí cuando dejó de observar su brillo metálico y levantó la cabeza. Se alejaba despacio, y Tei supo que no debía seguirlo.
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