Llevaba ya una hora buscando el calcetín rojo, pero nada. Esta vez lo había perdido definitivamente. Perdido. Olvidado.
Un escalofrío, algo así como un calambre que viajaba de dentro hacia fuera, la hizo estremecerse. ¿Qué iba a hacer ahora sin ese calcetín rojo?
No había otro igual en el mundo, jamás encontraría nada que le proporcionase la misma singular satisfacción al morderlo, masticarlo, machacarlo con sus pequeños colmillos.
Nada, nada volvería a ser igual sin el calcetín rojo que había acechado durante horas, observando su lento vaivén en la cuerda del tendedero. Nunca otra cacería le proporcionaría el mismo entusiasmo al abalanzarse sobre la pinza de madera y torturarla hasta conseguir que soltase aquel preciado calcetín rojo. Luego, antes de que nadie se percatase de su hazaña, caer con la gracilidad natural de su especie sobre aquel suave y esponjoso trozo de tela, todavía húmedo, con olor a jabón y suavizante.
En ningún otro momento de su corta historia había corrido más rápido. Casi volaba arrastrando aquel triunfo hasta su madriguera. Hizo con aquel calcetín lo que quiso: lo mordió con ahínco, notando como las hebras bermellón se deshilachaban. Lo lanzó al aire, repitiendo los mejores momentos de la primera cacería. Después, imaginando aventuras más intrincadas, lo usó para edificar en su mente los mayores prodigios de una cazadora primeriza, como ella.
Cansada de tanto ejercicio, ocupó feliz su lugar favorito, el respaldo del sofá cuando lo bañaba la luz de la tarde. Allí se quedó dormida, con la satisfacción del deber cumplido.
Pero al despertar, el calcetín ya no estaba en su madriguera. Allí quedaban otras presas anteriores: el ratón de peluche, un ovillo de lana raído, una pelota con cascabel… Sin embargo, no había ni rastro del calcetín rojo, primera presa enteramente suya, primer objetivo alcanzado sin ayuda.
Desesperada, recorrió toda la casa: debajo de las camas, sobre los muebles, en los armarios. Cada cajón oportunamente abierto fue inspeccionado. Y, por supuesto, las macetas. Nunca se olvidaba de revisar las macetas.
Ni rastro. El calcetín rojo se había perdido. Para siempre.
Justo cuando más abatida se sentía, sus ojos se encontraron por casualidad, con un brillo rojo oscilante, colgado como un péndulo del tendal, secuestrado nuevamente por esas irritantes pinzas de madera.
El calcetín rojo.
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