La casa de mis padres es otro refugio cálido. Cada vez que vuelvo abatido de la jornada educativa y no hallo el consuelo anhelado en la música o cuando encuentro mi casa demasiado herida de frío y soledad, cruzo el amplio portón de rejas y paso las horas en compañía de mis padres. Tengo casi treinta años y todavía no puedo (ni quiero) despegarme de su lado. Alguna vez me han criticado por esto. He sido víctima de burlas repetidas, desconsideradas, ingenuas. Los mismos alumnos me cargaron en varias oportunidades por haberme visto recorrer las calles del pueblo junto a mi madre. La semana pasada, por ejemplo, fue María del Milagro – y habría sido verdaderamente un milagro que, siendo ella, se callara el comentario-. “Profe.. ¿A usted lo acompaña su mamá a hacer las compras?” y la mocosa se reía con esa mueca de histérica tontería y todos los otros se reían como ella sin saber por qué, como autómatas repetidores del eco jocoso, títeres imitadores de payasadas sin sentido.
No recuerdo exactamente lo que le conteste a la niña divertida que de esa manera me dejaba expuesto ante la clase con su impertinencia. De todos modos ¡Cómo iba a entender ella, tan pequeñita, tan frágil como una flor que apenas comienza a abrirse y a vestirse de primavera, cómo iba a comprender mis razones? ¿Cómo iba a explicarle la infinita riqueza de cuidar y querer a los viejos? Podría haberle explicado que, siendo el menor de seis hermanos, me ha tocado la triste suerte de contemplar la cruel ingratitud que no sabe pagar tantos años de amor y sacrificio. Sí, le podría haber contado a la chiquilla, la cantidad de veces que he visto y veo a mis hermanos venir a reprocharles amargamente a nuestros padres por haber padecido en su infancia los rigores de circunstancias adversas, como si nuestros padres no nos hubiesen dado (y nos dieran siempre) lo mejor de sí mismos o como si no hubiesen deseado poder darnos mucho más. Yo, que pertenezco a una generación diferente, muchas veces siento que es muy débil el lazo de sangre que me une a ellos, como el cauce de un río a punto de secarse, lazo que si pudiera cortar, lo anudaría en otros a quienes yo decidiera llamar mis hermanos. Pero no. La familia no se elige. Nos la impone el destino caprichosamente.
Entonces, con la clase de gramática detenida, habría dejado de contestarle a esa alumna chistosa (insignificante instrumento de un propósito más sublime) para enseñarle a todo el curso de 2º año otra cosa mucho más importante para la vida que la conjugación del verbo amar o los pronombres personales. Les habría mostrado con ejemplos sencillos y contundentes que la mayor riqueza que hoy poseo es saber disfrutar de mis padres en su vejez, porque la vida es breve, si acaso hemos comprendido bien los versos de Manrique y es verdad que la vida se pasa tan ligera como un sueño. Y ya que para todos será lo mismo al final, cuando ya mis adorados viejitos hayan abandonado el mundo de los vivos- si quiere el orden de los acontecimientos que yo viva para asistir a sus funerales- lo que quedará del patrimonio familiar será disputado con saña y violencia entre estos hermanos míos mientras yo, al margen de esa oscuridad siniestra que trato de no imaginarme aún, guardaré el tesoro más valioso de la herencia, la joya más preciosa que nadie sospechará y nunca podrán arrebatarme. Porque amé a mis viejos, porque los amo cada día de mi vida, en los buenos y malos momentos, en las alegrías y en los disgustos. Incluso cuando percibo que ellos me tratan injustamente, cuando la diferencia se hace notar y me doy cuenta de que ellos se brindan sin condiciones a esos otros hijos bestias e ingratos mientras a mí me conforman sólo con migajas como a un mendigo, incluso entonces los amo con toda mi alma porque reconozco que en ese inmenso amor de padres – que no puede ni debe cargar con culpas- también se equivocan y son tan humanos. Amaré siempre a mis padres, hasta el último aliento de mi existencia… Pero no. Se me vino a la memoria una frase leída hace ya tiempo: “Rescátate de ser maestro del alumno que no quiere o no está listo para aprender.” Por eso mi respuesta duró un instante y cuando desapareció el eco de las risas seguí explicando la conjugación regular de los verbos…
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