El pesar de Íito – Parte 2

Esperaban la señal junto a sus aves. Los Siete en formación básica eran la punta de flecha más poderosa de las Naioti. Empuñaban sus varas con orgullo: Las Siete Nacientes, las primeras hijas de Gaho, regaladas a los Padres cuando vinieron del Oeste para poblar las montañas, y llenarlas de risas y cánticos, de magia y pan caliente.

Íito se había sacado el pesado manto de lana. Hacía frío pero prefería pelear así, casi desnudo, para sentir mejor el aire cuando le hablara. Se ajustó las botas y comprobó el filo de los cuchillos una vez más. Estaba justo al borde del Acantilado Negro, sobre una cornisa puesta allí por él mismo, bastante más abajo que el grueso de las fuerzas. A sus pies veía a los hombres de Moiná. Eran lampiños, todos ellos, de cráneos deformados y orejas mutiladas. Nunca entendió esa costumbre propia de los moinanos de agrandar, aplanar, expandir, abrir, agujerear, achicar, redondear o alargar sus cabezas.

Como cualquier hombre águila no tenía dificultad en observar cada uno de sus detalles a pesar de la distancia. Conocía las armas que usaban los moinanos desde la Guerra Plana. Estaban hechas de magia maldita, y el fuego que escupían no se apagaba con el agua, sino que ardía y consumía todo a su paso, dejando tras de sí sólo cenizas y recuerdos de vida.

Eran muchos. Miles de miles, armados y protegidos con metal, escondidos detrás de fortalezas de madera que habían traído consigo, engalanados de estandartes y banderas con Tiona, la constelación del norte, que los águilas jamás habían visto en el cielo. Las oscuras sombras que proyectaba el Acantilado Negro en el alba ennegrecian aun más el futuro. Miró a los Nacientes. Tres de ellos eran jóvenes e inexpertos, pero no había miedo en sus rostros, sólo determinación. Le sonrieron para tranquilizarlo y luego, siguiendo la orden, montaron las enormes águilas.

El grito de Otimeo resonó feroz y una lluvia de flechas se hizo contra los moinanos.

-Aguarden.

Una segunda ráfaga, esta vez de fuego, pasó frente a ellos y se precipitó contra los enemigos.

-Esperen.

Íito no observaba el campo de batalla, sino el cielo, que se nublaba rápidamente.

-¿Están listos?

-Desde que nací.

-Querido Acpla, ¿no pretenderás que esa respuesta me tranquilice, o sí?

Los otros rieron. Acpla tenía quince giros del Sol y era el Naciente más joven de la historia, lo que lo inundaba de soberbia, a pesar de estar rodeado de los seis hechiceros más fuertes de las Naioti.

Las nubes se amontonaban y bajaban cada vez con mayor velocidad. Los moinanos habían empezado a contraatacar. Arrojaban piedras de fuego que las defensas rechazaban con presteza y que no ocasionaron ningun daño.

-¡Ahora!

Los siete se elevaron por los aires y en pocos segundos quedaron ocultos por las espesas nubes. Se dispersaron según lo planeado y comenzaron a atacar por la retaguardia de los enemigos. Los primeros objetivos eran las fortalezas. Las atacaron de a una, los siete a la vez, primero a sus pilares, luego en las paredes de madera arañada. Las dejaban ardiendo y cayendo lentas, mientras los soldados de acercarban aun más al pie del acantilado huyendo de los ataques. Una, dos… el fuego a tientas de los moinanos los amenazaba pero con esfuerzo lograban protegerse; tres… el cielo comenzaba a aclarar; cuatro… “No pensé que fueran tantas”; cinco, seis… “Las nubes se van, algo debe haber salido mal”.

-¡Vuelve Agüillel! ¡Llama a los tuyos!

El águila respondió rápida y guió a sus hijos de nuevo a la cornisa.

-Ya no nos pueden ocultar desde arriba ¿Qué ocurre Capitán?

-Observa antes de hablar Acpla.

El cielo se había limpiado completamente de nubes, aunque seguía atravesado de humo y fuego. Acpla aguzó la vista. Humo, fuego y…

-Nunca lo hubiera imaginado.

Los moinanos se amontonaban alrededor de unos raros aparatejos de madera donde se trepaban de a pequeños grupos, mientars otros, conduciendo animales de gran tamaño, arrastraban rocas cambiandolas de lugar. Los que trepaban salían disparados por los aires y cuando parecía que iban a caer eran conducidos hasta arriba por unas alas negras que les brotaban de las espaldas.

Íito no había tardado más que unos segundos en entender qué ocurría.

-Formación básica. Los hombres son muchos, los animales fuertes, hacia esos arcos que disparan gente en vez de rocas o flechas nos dirigiremos. Vuela Agüillel, vuela deprisa.

Los Nacientes se lanzaron en picada y lucharon por el calor de su Pueblo. Veían a cada uno de los niños de las siete Aldeas cuando golpeaban al enemigo; olían los dulces de frutas y los bosques después de la lluvia cada vez que el fuego maldito los rechazaba; oían risas de mujeres desdentadas y música robada al viento cuando un aparatejo maldito caía destrozado.

Acpla sintió el beso de su madre en la frente cuando Agüaln cayó muerta. Apenas logró salir debajo del cuerpo de su compañera cuando lo mataron. Cuentan las viejas que por más que los soldados moinanos lo golpearon y tajearon no pudieron arruinar su belleza de niño, ni borrar su sonrisa feliz, sonrisa de beso de madre en la frente.

Del Acantilado cayeron durante horas cuerpos calcinados, hombres que murieron libres con una espada en la mano, héroes de una guerra perdida.

Íito subía casi pegado al acantilado. Agüillel pronta como el viento y terca como su compañero decidió por primera vez desoir una orden, y un grito atronador que hirió a las montañas que la vieron crecer se escuchó cuando su cuerpo se abrió en dos, muy cerca de la superficie del acantilado, tan cerca que Íito sólo tuvo que dar un pequeño salto para asegurarse al suelo. El águila guerrera había girado justo a tiempo para recibir el golpe del que Íito ya no podía defenderse. Murió fiel y orgullosa, tal como vivió.

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