Cuenta la leyenda que un viajero solitario iba por el sendero de una loma esa madrugada. Vestía una camisa descolorida y agujereada, pantalón corto con algunos parches y un sombrero de guano. Los arbustos al borde del sendero comenzaron a agitarse. El caminante se detuvo, las gotas de sudor, a pesar de la oscuridad, podían notársele en el rostro pálido. El Jímbaro salió, pero no de esos arbustos, sino de un árbol que había frente al humano. La primera impresión causó un espanto atroz en el hombre, que intentando no parecer un cobarde, respiró hondo. Era peor de lo que se contaba: un cerdo con la cara de un humano, y otras seis caras, todas de diferentes aspectos en los costados de su lomo; ninguna tenía ojos, pero sí bocas y dientes filosos; medía casi un metro sesenta a cuatro patas; y las pezuñas eran tan afiladas que agrietaba el suelo con cada paso.

—¿E-e-eres re-real? —preguntó el humano tartamudeando—, levantó el dedo para señalarlo y su mano temblaba.

—¿No querías que lo fuera? —habló el cerdo; su voz era ronca. Las caras en sus costados comenzaron a carcajearse.

—Y-y-yo n-no p-pen… —El Jímbaro mantenía su distancia, y eso hizo que el viajero respirara intensamente, cerrara los ojos y dejara botar el aire de sus pulmones con tranquilidad. Al abrirlos —fue solo un segundo—, el cerdo se había cambiado de lugar, ahora estaba a solo dos metros de él. —Vine por los deseos… —la cabeza de El Jímbaro mostró una sonrisa horrenda.

—¿Jugarás con la muerte, peregrino?

—No le tengo miedo…

—Oh, sí, le temes a eso como cualquier otro hombre. ¿Has pensado en tu familia? La venganza… el mal que corrompe a los hombres honrados al igual que el poder… Esas cosas son las que más deseas, ¿verdad? —El hombre respiró profundo de nuevo, a pesar de intentar estar calmado la voz de El Jímbaro le hacía temblar.

—Vine a cumplir mi juramento de venganza, lo haré, ahora o después de muerto… —contestó con toda la firmeza que podía. Las caras del cerdo se reían al unísono; sus risas daban aún más miedo que los dientes.

—Déjame presentarte a mis hermanos: la soberbia, la envidia, la lujuria, la ira, la gula, la pereza, y yo, que soy la codicia —El Jímbaro con sus pezuñas raspó el suelo—. ¿Estás seguro que quieres los deseos?

—Sí…

—Las reglas son sencillas… Soy la codicia y quiero lo que tú tienes, por lo tanto, si pierdes en el juego, me quedo con todo.

—No tengo miedo… Tendré mis deseos.

—Tendrás tres oportunidades para cada uno de los tres acertijos. —Las cabezas murmuraron por varios segundos algunas palabras: —¿Qué está frente a ustedes, los humanos, que no pueden ver? —después de sus palabras el cerdo sonrió con arrogancia.

El humano frunció el ceño, buscó en aquel bosque oscuro la respuesta, pero por mucho que repetía la adivinanza no daba con algo en concreto. Las gotas de sudor se volvieron más espesas. Estuvo así por varios minutos hasta que El Jímbaro le dijo:

—Creo que perdiste…

—Espera… dame un segundo más… —suplicó. Miró hacia el camino. «¿Qué está frente a mí que no puedo ver? Un camino, pero, ¿qué depara el camino?». —Sus ojos se alumbraron con una respuesta—. ¡El futuro, es el futuro!

El Jímbaro sonrió. Las cabezas volvieron a deliberar entre murmullos y la codicia preguntó lo siguiente:

—¿Qué será que tiene pico, pero ni pica ni come, tiene faldas, pero no se viste?

El viajero empezó a moverse de un lugar a otro mirando el suelo. El Jímbaro al verlo desesperado dio unos pasos. El humano empezó a respirar fatigado y a cerrar los puños con frenesí. La oscuridad envolvía la loma y, a lo lejos, tapado por la bruma del bosque podía verse una montaña, no tan alta, como un pico. Al verla pensó: «Tiene pico, y no pica ni come, y una falda de árboles». Aun así el humano estaba indeciso cuando dio la respuesta.

—La montaña…

El Jímbaro enfadado golpeó con las pezuñas el suelo y la loma entera tembló. Las cabezas comenzaron a deliberar su última adivinanza, esta vez tardaron un poco más de tiempo:

—Siempre va por la tierra sin ensuciarse.

—Para ser la del final es la más sencilla —contestó el hombre confiado. —El avión. —Las cabezas se desternillaron de risa.

—Solo dos oportunidades más… —dijo acercándose a su víctima.

—E-es si-sin d-duda alguna el barco… es el barco… que va por la… no, ¡carajo!, el barco no va por la tierra —habló apresurado—, comenzaba a sentirse nervioso.

—Última oportunidad —exigió El Jímbaro a solo unos centímetros del hombre.

«Va por la tierra, va por la tierra, va por la tierra… ¿Qué puede ser?». Fue su mano en la oscuridad quien le dio la respuesta. Cerró los ojos con una corazonada de que era la correcta. Sin deliberarlo mucho soltó:

—La noche —las cabezas que se burlaban dejaron de hacerlo. El Jímbaro saltó sobre el transeúnte y le enterró una de las pezuñas con fuerza en el brazo, el hombre gritó de dolor, pero después quedó despejado el camino. El Jímbaro había desaparecido.

Llegó a su choza casi al amanecer. Su mujer estaba parada en el portal hablando con un hombre. Medio aturdido por la situación apresuró el paso, temiendo, quizás, que ese extraño viniera a quitarle lo que era suyo. La mujer al verlo corrió para abrazarlo. El forastero se mantuvo quieto, con la mirada puesta en él. Algo en su cara le era familiar, como si ya lo hubiera visto antes.

—¡Amor… amor…! —gritó la mujer separándose—. ¡Somos ricos… ricos!

—¿Cómo que eran ricos?

—Ustedes han sido partícipes de una gran fortuna…

—¿Cómo así?

—¡Qué más da…! ¡No importa… somos ricos! ¿No estás feliz?

—Sí… sí… mucho —habló el caminante y extendió la mano hacia el banquero para saludarlo. El desconocido se quedó mirándola por varios segundos, y luego depositó el cheque… con ese dinero tendrían para vivir diez vidas. Una sonrisa se dibujó en los labios del forastero que, sin decir ninguna palabra, se marchó.

—¿Está seguro que no se trata de ningún error? —preguntó el viajero cuando el otro se había alejado unos metros.

—Más que seguro, señor.

—Ve amor, ponte la mejor ropa que tengas, iremos hoy mismo a comprar una casa, con muebles y cortinas, tendremos sirvientes y ropa cara, también negocios y un coche, un gran y lujoso coche.

Fue hasta el baño y cuando estuvo seguro de estar solo se miró en el espejo.

—¡Gané! ¡Le gané a ese cerdo deforme! —al decir eso la marca en su brazo comenzó a arderle.

Esa misma mañana después de dejar a su hijo con una señora, la pareja fue de compras. Mientras cerraban varios negocios, se corrió en el pueblo la voz que los Julián habían tenido un accidente en su casa, y todos murieron dentro del incendio.

—Se lo tenían merecido —habló la mujer mientras se ajustaba la bufanda de pieles que compró. Unos pequeños chiquillos mugrientos pasaron cerca de ellos para pedirle limosna, y ella los rechazó: —Váyanse de aquí a mendigar a otro sitio —El viajero no dejaba de estar pensativo—. Bien merecido que se lo tenían los Julián, por quitarnos la casa, por dejarnos sin dinero. ¡¿Quién se ríe ahora?! Ojalá y ardan en el infierno. ¡Al fin nuestra venganza, amor, al fin! Al parecer la buena suerte está con nosotros.

Frente a una de las tiendas por donde pasaban había una señora, con varias cartas llenas de adivinanzas. Movido por la curiosidad se acercó y dejó caer varias monedas en la mesa de la señora.

—Dime: ¿Qué camina por la tierra sin ensuciarse? —preguntó el hombre. Su mujer lo miró atónita. El brazo comenzó a escocerle con violencia, era como si algo le caminara por la sangre. La adivina frunció el ceño, agarró las monedas y contestó:

—Nuestra sombra.

El marido palideció, pues se había equivocado en la última respuesta. En ese instante cayó en la acera, desmayado. Pero al cabo de unos segundos recuperó el sentido. Al despertarse su forma había cambiado, ahora mostraba una sonrisa más de codicia y la marca había desaparecido. Volvió a donde estaba la mujer adivinadora y con una voz que no era la suya, le dijo:

—Devuélveme el dinero… —sus ojos destellaban avaricia. La esposa con una sonrisa repitió:

—Devuélvenos el dinero… ¿acaso no escuchaste, vieja?

Zuzart

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