AQUÍ CONMIGO

Anoche soñé que estabas aquí conmigo.

Y en mi sueño, aunque dormía, de alguna forma entendía lo que pasaba y luchaba por no despertarme. No quería que te fueras porque en los sueños todo es posible.

En mi sueño te abrazaba y charlábamos como siempre. Era un día cualquiera de esos en los que tenías ganas de hablar y me explicabas cosas de política o te ibas por las ramas intentado darme algún consejo que, aunque bien intencionado, quedaba vagando en medio del relato de alguna anécdota y al final me decías: ¿“Qué te estaba diciendo?”.

En mi sueño tu mirada no estaba perdida ni tus brazos flojos como la última vez que te vi. Aquella que trato de olvidar porque no quiero que “esa” sea la última. Me esfuerzo por imaginarme que fue otro el momento del adiós que en definitiva no me diste. No me saludaste cuando yo te saludé. Estabas pero no estabas. Dijiste algo que no recuerdo bien. No viniste al aeropuerto como otras veces. No me pellizcaste el cachete diciéndome, con tu «voseo» y ese tono porteño que me encantaba, tu infaltable: “portate bien, cuidate”. Parecías otro. Tal vez ya lo eras.

Son demasiados “no”. Demasiadas cosas no pasaron ni se dijeron y me revelo ante ese recuerdo que no puede ser el último.

Al final me desperté ¡y me dio una bronca! Así que decidí volver a soñarte.

También se puede soñar despierto. ¿Cómo que no? yo lo hago. Me quedé quietita, cerré los ojos y te llamé despacio.

Y en mi sueño de despierta me inventé otra última vez en la que me explicaste que ya no hay “última vez”. O tal vez hay muchas, muchísimas, infinitas… Una por cada vez que te sueñe dormida o despierta.

Porque te transformaste y también se transformaron el tiempo y el espacio. Así como se transformó nuestro amor y mi dolor, que no desaparece pero muta.

Ahora sé que puedo tener todas las últimas veces que yo quiera porque siempre que te llame estarás aquí, conmigo.

(A mi padre, dos años sin él)

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