EL NACIMIENTO DEL CUERVO

Mis ojos se enturbiaron hace tiempo, pero no podía defraudar a Verónica; seguía con ella a pesar de que ya apenas podía moverme, me necesitaba.

Recuerdo la primera vez que ascendimos hasta el nacimiento del río Cuervo.

Antes de alcanzarlo, en un recodo del arroyo, alguien había tenido la idea de poner un banco a la sombra de un árbol.

Imaginé que, en poco tiempo, el lecho, en ese tramo del río, estaría cubierto de monedas; seco, pero cubierto de monedas ya inservibles.

También imaginé que unos altavoces, estratégicamente escondidos entre las copas de unos árboles de plástico, informarían de que, antaño, por aquel cauce discurría agua y que a ese fenómeno se le llamaba río.

El río era un elemento digno de estudio, pues, asombrosamente, lo habitaban diferentes organismos vivos. Mientras la locución mencionaba todo esto, en el cauce polvoriento se proyectarían imágenes holográficas de todos aquellos seres que la gente entendía como mitológicos.

La voz de Verónica me devolvió a la realidad.

—¿Quieres que hagamos algo? ¿Qué te parece si vamos a cazar unas codornices?

La miré, intentando disimular mi contrariedad. Nunca me había gustado ir de caza, pero a ella le encantaba y siempre la acompañaba, pues eso esperaba de mí.

Hace muchos años que las codornices en libertad dejaron de existir. Primero las sustituyeron por unas criadas en granjas, pero apenas sabían volar, y mucho menos esconderse. Enseguida desistieron; los cazadores se aburrían y la empresa no era rentable.

Ahora, gracias a la realidad virtual, las aves eran más «naturales», tal como anunciaba la propaganda, y el negocio más próspero.

Vero me puso las gafas y entramos en el metaverso creado por HTC-Asiatics.

Enseguida seleccionó el programa de caza y pude verla caminando alegremente entre los campos de patatas (un tubérculo que se comía).

Yo ladré un par de veces y, moviendo el rabo, la adelanté en busca del olor inconfundible de las codornices. Fue un instante; de improviso, todo el escenario cambió. Se hizo de noche, la oscuridad nos envolvió.

Jonathan, el policía, eso ponía en el rótulo de su pecho, vio brillar en la oscuridad del callejón algo junto a la frente de Mike, su compañero.

Pudimos oír el estruendo que hizo su cabeza al explotar como una sandía madura al caer al suelo.

Jonathan disparó su arma automática siete veces, a bulto. Una espada de acero toledano lo atravesó como si su cuerpo fuese una nube de azúcar.

De su pecho manó la sangre más roja que jamás he visto.

—Cualquier chaleco —dijo una voz en off— comprado por eBay detiene las balas de una pistola automática. Con un fusil de asalto AR-215, Jonathan no hubiese fallado, sus balas habrían matado al agresor.

Verónica pulsó para saltar el anuncio y volvimos a aquellos campos de cultivo que habían dejado de existir hacía lustros.

Roto el equilibrio natural, las especies animales habían desaparecido; solo quedábamos unas pocas mascotas para gente rica. Éramos animales de compañía clonados tantas veces que ya teníamos serios problemas de viabilidad. Tampoco los humanos lo llevaban mejor. Verónica, por ejemplo, había nacido sin piernas; por eso le gustaba tanto correr en busca de codornices.

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