Abro los ojos, suspiro a duras penas. La blanca luz me ciega por completo. El latido incesante, las ruedas de un carrito, uniformes y batas blancas. Había tenido suerte o al menos, eso me hicieron creer. Era uno de los pocos supervivientes de aquella tragedia que pasaría a la historia. Ahora, solo había una amenaza, un pensamiento liberador y recurrente:
«Desconectar esa máquina y acabar con mi mísera existencia»
El sueño de los anestésicos me atrapa y recuerdo lo ocurrido. Apenas eran las ocho de la mañana. El ambiente estaba ajetreado, como de costumbre. Las llamadas, el click del ratón y discusiones, marcaban el ritmo frenético de aquellas oficinas.
—¿Has enviado el documento que te pedí? Vamos muy mal de tiempo y el enemigo nos lleva la delantera —dije con tono exaltado a Blas, socio y yerno.
—Tenía que entregar antes otras cosas. Tenemos toda la mañana ¡No puedo estar en todo a la vez Richard!—
—Sí… pero ya te dije que las acciones no esperan ¡Vamos a perder la oportunidad, joder!—golpeé la mesa. Blas me miró con desesperación y asintió, mientras continuaba con la vista en la pantalla.
El ambiente era tenso. Mezclar la familia con el trabajo, nunca había sido buena idea. Me di cuenta cuando la situación era irreparable. Lo hice por mi hija. La vida de por sí era muy dura para ellos dos. Crisis matrimonial, un hijo de camino y el despido reciente de él ¿Qué iba a hacer? Ayudarla y protegerla. Así fue desde el día que la cogí entre mis brazos.
Un tenue rayo de sol entraba por aquellas cristaleras. La ciudad aún dormía, excepto en aquellos rascacielos. Hice un par de llamadas y me acerqué a por una taza de café a la sala de reuniones. Las notas tostadas se disolvían en mi boca. Era mi pequeño ritual. Saborear ese jugo amargo y preocuparme por mi hija. Ojalá hubiera sido como su madre, pero ella era insustituible. Nunca había pasado página. Tampoco lo había intentado.
Tocaba el logotipo de porcelana de la taza, sumido en mis pensamientos, cuando de repente me sorprendió un estruendo. En un flash se hizo de noche. Me encontré tirado en el suelo y con una profunda herida en la pierna. Estaba aturdido, no escuchaba nada, pero no sentí miedo. Me llevé la mano al oído y descubrí un hilo de sangre. Me incorporé con dificultad y grité
—¡Ayuda! ¿Hay alguien aquí?
El fuego se abría paso con violencia. Paredes y habitaciones destrozadas. El humo y las cenizas flotaban en el ambiente. Luchaba por respirar.
Me alarmé y entré en pánico.
—¿Blas? ¿Blaas? ¿Dónde estas?— llamaba mientras tosía y me ahogaba.
—¡Señor! Tenemos que salir ya de aquí. Hay que bajar ya de esta planta— dijo un hombre de uniforme
—Por favor…Tengo que encontrar a mi yerno. Déjeme ir a la oficina de al lado. Estaba allí.—
—No podemos. Está el paso cortado—.
Caminé como pude en dirección al infierno. Lo vi allí tirado. Estaba atrapado bajo vigas y escombros. Las llamas caminaban salvajemente.Su mirada desprendía muerte y súplica.
—No podemos hacer nada. Hay demasiado fuego y la estructura se está derrumbando ¡Vámonos ya!—me dijo el bombero, mientras tiraba de mí.
Me fui alejando sumergido en aquella nube tóxica. Miré atrás y sentí el dolor más grande.
Yo sobreviviría pero la culpa, me perseguiría de por vida. Salir de la torre norte fue difícil. El camino fue largo, el tiempo amenazaba y la vida se extinguía delante de nuestros ojos. Crucé junto con mi salvador aquella verja principal y caí al suelo.
Dos semanas después aquí sigo, prisionero de esta cárcel. Una suave mano que me aprieta. No sabe la verdad. Tan solo conoce que su hija no tendrá un padre. Su abuelo lo mató. El dolor al verla me hace pedazos ¿Podrá algún día perdonarme?
Su mirada y la mía se cruzan. Con sonrisa entristecida me dice:
—Te quiero mucho papá—.
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