– No puedo… respirar…

Valentina cayó al suelo y empezó a toser con violencia. Como de costumbre, su temperatura corporal se disparó brutalmente. Valentina sintió que se asfixiaba. Una vez más, el ambiente se tornaba demasiado caliente. Si no lograra tomarse sus medicinas enseguida, no tardaría en quedarse sin aliento. Literalmente.

*

– Date prisa o llegarás tarde al colegio.

– ¿Llegarás? ¿Tampoco vienes hoy conmigo?

Martha apartó la palangana con agua, ahora sucia, con la que su hermana había estado lavándose, y empezó a secarla con un paño, raído pero limpio. Sí, vivían en la pobreza, pero la llevaban con dignidad.

– El señor Rodríguez me ofreció ir a limpiar a su casa, pero le dará el trabajo a otra si no estoy allí a las ocho menos cuarto. Te acompañaré hasta la mitad de camino. Desde ahí andarás algunas cuadras sola, pero hablé con la madre de Sofía para que fueses con ella el resto. Cuando salgas de la escuela te recogeré yo, aunque quizá hoy tardemos algo más en comer ya que…

– ¿Y yo no puedo ayudarte en nada? Yo también quiero hacer algo por ti -replicó su hermana, mirándola intensamente. Por dentro, ardía en deseos de ayudar a Martha con sus tareas. Ella cocinaba, trabajaba, hacía las labores domésticas y la ayudaba cuando tenía problemas con los deberes.

Claro que eso a la mayor no le importaba. Pronto escaparían de esa horrible vida. Pronto, muy pronto.

Martha se acercó a su hermana y, mientras le ayudaba a ponerse el vestido, le susurró:

– ¿Quieres hacer algo por mí? Estudia, hazte fuerte, sé inteligente. En el mundo que nos espera debes saber valerte por ti misma. En estos momentos, tú eres lo que más me importa. Y si yo puedo ayudarte en algo, ten en cuenta que lo haré. Te prometo que siempre estaré a tu lado.

*

Valentina empezó a boquear tratando de hacer llegar aire a sus pulmones, pero eso no hizo más que empeorar su tos, y junto con su saliva de su boca empezó a salir sangre. Martha se apresuró a acercarse a ella para ponerla en una posición que, por ensayo y error, había aprendido que mejoraba las crisis pulmonares de su hermana. Primero se encargaría de estabilizarla, después buscaría las medicinas.

*

Como cada noche, antes de acostarse en su pequeño camastro, Valentina le volvió a pedir que le contase cómo sería aquel mundo nuevo que su hermana quería darle a conocer.

– Por mucho que me lo cuentes, no me puedo creer que haya edificios de diez pisos –Valentina se estiró todo lo que pudo y simuló que se caía-. ¡Se vendrían abajo!

– Créeme, no lo hacen. ¡Ni siquiera la gran torre de más de cien plantas!

– ¡¿Cien?! -Valentina abrió mucho sus ojos, asombrada. Su carita, demasiado delgada para una niña de siete años, compuso una mueca de asombro-. ¡Allí podríamos vivir todos los de nuestro pueblo! Dime, ¿viven todos los de la ciudad en ese edificio?

– ¡Claro que no! Hay muchísimos más edificios, porque en Estados Unidos vive muchísima más gente. Incluso hay personas que se dedican a hacer comida para que otros la compren en vez de hacerla en sus casas.

– ¿También tienen plantaciones de elote como la nuestra? ¿Plantaciones enoooormes?

– Tan enormes que ni te lo puedes imaginar. Ahora duerme ya, es muy tarde.

Ambas hermanas se tumbaron sobre el duro colchón y, abrazadas para darse calor mutuo, cerraron los ojos y durmieron.

Aquella noche Valentina soñó con aquellos enormes bloques de apartamentos donde vivían pueblos enteros, en el centro de la capital de aquella gran ciudad llamada Estados Unidos. Allí, donde todas las personas comían tres o más veces al día, pagaban despreocupadamente en dólares y las adolescentes como su hermana podían ir a la escuela en vez de trabajar de sol a sol.

*

– ¡Aguanta! ¿No querías ver la gran torre de cien pisos? ¿No querías comer, por una vez, algo distinto a nuestras tortillas de maíz en los grandes campos de la capital? ¡Pues sigue respirando, maldita sea!

La cara de Valentina tomó tintes azulados, y empezó a removerse con menos fuerza. Martha trató de no pensar en que difícilmente sobreviviría a aquella noche.

*

– No me gusta que el señor Hernández venga a casa. Quiero que le digas que se vaya y no vuelva.

Martha se mordió el labio inferior, intranquila. Desde que aquel hombre había pasado la primera noche en su casa, dos nuevas preocupaciones se habían añadido a la larga lista de inquietudes de Martha: seguir menstruando cada mes con normalidad y que su hermana no dijese nada sobre el nuevo visitante ocasional. Una de las dos, claro está, tenía que haberse hecho realidad. Al menos no fue la peor de ellas.

Vale, no le puedo decir eso. Solo déjalo estar y no te acerques mucho a él, ¿sí?

– No. No me gusta el señor Hernández. Además, te golpea y te dice cosas feas. Bótalo de casa.

– Te he dicho que no puedo…

– ¿Por qué? Esta es nuestra casa, no la suya. Si no lo botas tú, le pienso decir yo misma que aquí no lo queremos más, y que se vaya a su casa y que no te vuelva a tocar.

– ¡Ni se te ocurra decir eso! -exclamó Martha, alarmada-. Verás, el señor Hernández está aquí porque él tiene un amigo que conoce a un hombre que es dueño de un barco. Tenemos que ser buenas con él. Puede que reserve un sitio para nosotras y podamos irnos al lugar del que siempre te hablo muy prontito, antes de lo que creíamos. ¡Piensa que, en vez de unos años, puede que nos vayamos en unos meses!

– ¿Y si te miente?

– No me miente. Me lo ha prometido, de meñique. Sabes que esas promesas…

– … jamás se pueden romper- concluyó Valentina, mucho más aliviada.

*

Gracias a los rápidos cuidados de Martha, la crisis respiratoria de Valentina no tardó en apaciguarse. Una vez pudo respirar de manera normal, la mayor fue por las medicinas de la pequeña, que de repente estalló en sollozos.

Su hermana se le acercó y la abrazó, tratando de consolarla.

– Ya está, ya está… Ya pasó… Ya estás bien, no llores, la crisis se fue y esta noche ya no va a volver.

– N…no… no es…

Martha la abrazó con más fuerza. Si no paraba de llorar y no se tomaba su pastilla, la crisis volvería con aún más fuerza. Valentina pareció calmarse un poco.

– N…no es eso… te prometí que no te daría más problemas… de meñique… De veras que lo intento…

– Mírame a los ojos y escúchame con atención. Tú no das problemas. Ni se te ocurra pensar eso ¿vale? No es tu culpa que a veces no puedas respirar. Tan solo aguanta un poco más. Pronto encontraremos a alguien que te pueda quitar esto para que no vuelvas a tener miedo de estar así nunca más, ¿ok?

Valentina asintió levemente con la cabeza, y se enjugó las lágrimas con el dorso de su mano. No sin esfuerzo, logró regalarle a su hermana una sonrisa. No era la sonrisa más bonita que jamás se haya visto, pero sí una de las más puras. Una sonrisa sincera, sin segundas intenciones ocultas tras ella. Una sonrisa regalada a aquella persona que daría su propia vida para salvar la de su hermanita.

En resumen, ese tipo de sonrisas que ya casi no quedan y que solo un niño pequeño te puede dar.

Martha no pudo evitarlo, y se echó a llorar. Lo único que quería era que su hermana creciese en un mundo mejor, distinto a aquel en el que habían nacido; que tuviese una buena vida, una vida feliz, donde jamás le faltase de nada. Siempre había estado dispuesta a hacer lo que fuera para regalársela, y jamás pidió nada a cambio. Sin embargo, esa sonrisa fue el mejor regalo que ella le pudo haber hecho. Esa sonrisa logró compensar todas las penas que, silenciosamente, Martha había sufrido y finalmente había superado.

Le dio un beso en la frente a su hermanita y, como siempre abrazadas, cayeron dormidas.

Valentina soñó, una vez más, con aquellos altos edificios, con tiendas tan grandes donde ponían carteles para que no te perdieras, con campos verdes llenos de flores dentro de las ciudades, con las escuelas donde te enseñaban todo lo que pudieses desear. Soñó que caminaba a través de esas calles largas y anchas como ríos, por donde circulaban cientos de miles de carretas todos los días, de la mano de Martha. En ningún momento del sueño soltó su mano. Al fin y al cabo, cuando viese todo eso sería gracias a ella. Siempre gracias a ella.

A la mañana siguiente, cuando Martha volvió a casa con una sonrisa en la cara y con unos billetes de barco en la mano, las puertas a un mundo mejor para ambas hermanas, notó que algo no marchaba bien. Su hermana, que acostumbraba a hacer los deberes por la mañana, se encontraba aún acostada en el camastro.

Al principio no le dio mucha importancia, pues la noche anterior, debido a su crisis, se había quedado dormida algo más tarde. Pero cuando se acercó a ella para despertarla, unas horas más tarde, se dio cuenta de que el cuerpo de su hermana, habitualmente muy caliente, se encontraba ahora frío. Demasiado frío.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS