Me despertaban los cantos de los pájaros en la mañana, el silencio que apretaba las paredes de la habitación. Me acompañaba el calor de tu cuerpo que abrazaba mi cintura, aferrándose a ella como si me fuera a marchar. Tu presencia, aunque estuvieras dormido, marcaba una diferencia en mi cama; hacía que se sintiera más acogedora, más cómoda e incluso más reconfortante.
Tu sueño siempre es muy profundo, así que por más movimientos bruscos que hiciera era imposible despertarte, aunque de siempre he considerado ser lo más sutil para no interrumpirte. Siempre dormías tan sereno, plácido, impenetrable. Me senté cuidadosamente, pero como era costumbre no me soltaste, solo te acomodaste más en mi regazo, pusiste tu otra mano pasando por debajo de mi camisa afirmándote más. Sentí una sensación de cosquilleo en mi piel desnuda por el frío que se concentraba en tu anillo. Tomé tu mano, porque siempre me han gustado, eran más grandes que las mías, aunque más finas, marcadas, suaves y más robustas en las yemas de los dedos, pero transmitían una calidez única de ti. El dorado del anillo hacía que se viera más estilizada, al contrario de la mía, que a mi parecer, no se veía tan bien, pero era un signo de que yo estaba contigo, eso era más fuerte que yo disgustándome conmigo misma por usar ese tipo de joyas.
Sin embargo, mis pensamientos acabaron ahí, debido a que tu mano tomó la mía con un pequeño esfuerzo, entrelazándola. La apretaste con suavidad y sin levantar tu rostro, con esa voz ronca que delataba tus primeras palabras en el día, me dijiste:
-“¿Qué hora es?”
Miré el reloj que había en el velador junto a mí. –“Son un cuarto para las nueve.”. Acurraste tu cuerpo junto el mío nuevamente, emitiendo un sonido de protesta por lo temprano que era para ti. Tomaste mi mano, la besaste y apoyaste tu mejilla en ella. Sonreí mientras te miraba, parecía que querías seguir durmiendo, quizá yo también lo deseaba, no obstante, me abstuve de esa idea esa mañana. Con la otra mano acaricié tu suave cabello negro que estaba desordenado haciendo que las ondas que se formaban en él se notaran más. Tus pestañas se movían con lentitud por el peso que traían tus ojos y tu nariz larga, pero en punta al final daba una buena vista. Pasé un dedo del entrecejo a la punta de ella para comunicarte en nuestro idioma que no te durmieras.
-“¿Recuerdas cómo nos conocimos?”. –Te pregunté aun siguiendo con los mimos que te daba en la nariz. –“Porque yo sí.”
Vi que me miraste de reojo, cerraste los ojos. Respirando profundo. –“Sí… yo lo recuerdo, aunque fue hace bastante tiempo. ¿No?”. Sonreíste con un aire de nostalgia.
Y sí que lo era, ya habían pasado cinco años desde eso, quizá muchas personas crean que eso no era suficiente tiempo para decidir casarse con alguien, sin embargo, cuando sientes que esa persona con la que vale la pena arriesgarse todo parece acomodarse. Es el mismo universo poniendo las piezas en su lugar para cumplir un deseo. Y es que yo, cuando lo conocí anhelaba con todo mi corazón una persona a la cual pudiera amar, alguien que fuera mi hogar, mi familia y viceversa. Había logrado todo lo que a mis veintitrés años deseaba, me sentía completa, feliz, lista para una nueva aventura. Es verdad, era muy y soy muy joven, pero cuando te sientes listo, las cosas cambian, no había comentario que me hiciera desistir de la idea. Podría ponerse el mundo en mi contra, pero me mantuve firme, incluso de mis propios pensamientos angustiantes de que quizá no existía alguien más que yo para mí.
Había dejado tantas cosas atrás en ese momento, no venía de una familia funcional, estaba desistiendo de hacerme cargo emocionalmente de las vivencias de mi madre y había enterrado a mi padre en el olvido. Muchas veces en mi dolor por su poca presencia, me reconfortaba simplemente pensando en que había muerto, porque yo lo había amado incondicionalmente, pero decidí dejarlo atrás. Yo no merecía tanta falta de cariño. Mi mamá, aunque siempre estuvo ahí, hizo que nuestro vínculo fuera todo menos lo que significaba ser madre e hija, era más bien un intentando de amistad fallida, pero toda la tristeza que algún día sentí por ese motivo se la llevó mi adolescencia y lo que respecta a mi padre, había vivido el luto dentro de la relación. Cuando abrí los ojos para dejarlo ir, ya el dolor había hecho todo lo que tenía que hacer. Era adulta, la terapia fue mi mejor amiga y quizá, mis problemas familiares, esa ausencia de sentir que perteneces a un lugar no se habían ido aún, pero me sentía más fuerte que nunca. Fue como echarme bencina y prenderme fuego. Lo dejé arder hasta quedar hecha cenizas; desde ahí me reconstruí. Solo Dios, las estrellas y mis gatos saben cómo era levantarme día a día esperando ser mejor. Sanarme. Ser feliz. Y lo logré, aunque hay heridas que dejan cicatrices, yo estaba llena de ellas y tenía miedo de equivocarme, aun así lo intenté:
-“Si yo misma era mi familia ¿Por qué no agrandarla?”
Tenía espacio de sobra en mi lugar, éramos cuatro: Luna, Doro, Salem y yo. Quizá no recibía respuestas al hablar, pero si un montón de ronroneos más uno que otro maullido. Yo era dueña de mi vida, así que no había límites creativos para construir mi hogar. Amor no faltaba.
Así que busqué. No sabía qué tesoro estaba buscando realmente, pero tenía una corazonada de que algo maravilloso pasaría, es cierto, que mi impaciencia me puso más de una piedra en el camino, pero como dicen por ahí: no hay mal que por bien no venga. Unas lágrimas más no me iban a matar y cada error que cometí fue transformado en un aprendizaje. Y de repente, llegó el mes de octubre. El mes en que te conocí.
La primavera se hacía notar, me sentía como una nueva yo, impecable, libre, a prueba de balas. Me reía junto a la vida, mi mente de mantenía optimista, lo que hacía que mi corazón hiciera su trabajo más rápido, cada paso que daba ese mes, era un paso que daba para encontrarte. En mi cumpleaños había soplado la vela en tu nombre y esperé lo mejor. Ya le había pedido a Dios y al universo, hice mi parte, tocaba la suya. Recuerdo que ese mes el trabajo se me hizo ligero, como si todo fuera más fácil de lo usual, me sentía afortunada, todo conspiraba favoreciéndome a mí. Por fin, todo el peso de mis hombros disminuía, dormía, comía y descansaba mejor. Me sentía creadora de lo que yo quisiera. La única persona que me podía poner un alto era yo. Evidentemente, no lo hice.
No recuerdo con exactitud el día exacto en que me topé contigo, no obstante, recuerdo el sol brillante, el calor y el aroma de las flores. Ese día había visto más mariposas de lo usual. Me había levantado muy temprano, porque me tocaba apertura en mi trabajo, así que había visto el amanecer, había dormido un poco menos de lo usual, así que me pesaban un poco los ojos. Ese día fue de locos, atendí tantas personas que solo quería marcharme a casa con mis gatos. Fue un buen día laboral, solo que muy agotador. Cuando dieron las 14:00 hrs, fui a la oficina a marcar mi salida, pasé a recoger mis cosas y me eché perfume. Sinceramente, estaba tan cansada que había evadido a mis compañeros invitándome a quedarme un rato más, mis piernas no daban más. Así que crucé la puerta, pero choqué contigo. Estaba distraída y tú también.
-“Disculpa.” –Me dijiste antes de que yo lo pronunciara. Tu voz sonó como un eco por mi cabeza y sentí algo en el pecho. Antes de que pudiera mirarte, me ruboricé por la vergüenza que me dio casi chocar con la puerta. Levanté mi mirada, me estabas sonriendo. Tu sonrisa opacaba al sol. Te quedé viendo fijo, pero instintivamente te devolví el gesto.
-“No pasa nada.” –Te respondí mientras movía mis manos para quitarle peso a la situación. –“La culpa fue mía, disculpa.”
-“Está bien, que sea culpa de los dos.” -Me dijiste con la simpatía y amabilidad más grande del mundo e hiciste un gesto con tu rostro que expresaba que realmente no importaba.
-“Gracias…” –Te sonreí. –“Bueno, me voy, que te vaya bien. Cuídate.”
También te despediste de mí, así que te di la espalda para seguir mi usual trayecto, aunque voltee para mirar atrás, tenía que comprobar que no había alucinado lo que había pasado y estabas de pie mirándome caminar. Me sonreíste y te despediste con la mano, así que devolví el gesto. Era real, pasó y yo sentía algo distinto. No te conocía, pero me permití soñar unas horas ese día. Pensé en tu voz, en tus ojos, tu sonrisa, tu cabello despeinado. Si el cielo me había respondido, era seguramente la mejor que podían darme. En ese instante, toda mi paciencia valió la pena.
Obviamente, después de unos días dejé de pensar en ese hecho, era hora de dejar de vivir en las nubes, siempre imaginar fue tentador para mí, pero tenía que poner los pies en la tierra. Eso había sido para mí. Una linda casualidad que acabó ahí mismo.
Mi problema en ese momento, es que jamás creí en las casualidades y cuando volviste a entrar por las puertas de la cafetería mis creencias se habían confirmado. No podías ser una. Cuando te vi, te saludé con la mano sonriendo y tú me devolviste la sonrisa. No fueron necesarias las palabras para expresar que ambos habíamos pensado lo mismo.
-“Así que por eso huías… porque trabajas aquí.” –Me comentaste mientras me mirabas y yo tomaba tu pedido. Solo asentí con la cabeza y me reí.
Desde ese momento, cada visita tuya se hizo más frecuente, hablábamos de distintas cosas y podías quedarte con horas conmigo, nos reíamos de cosas sin sentido, éramos muy distintos. Nunca pensé que una persona tan centrada en finanzas se interesaría tanto en una barista con el cabello de color rosa pastel y en las locuras que se le ocurrían. Bueno, mi abuela decía que en lo distinto está el gusto. Nos hicimos buenos amigos en unas semanas, pero se sentía esa tensión… Esa que hacía que me riera para mí misma cuando pensaba en ti. Es que yo debía estar liberando cantidades de oxitocina gigantes cada vez que solo venía tu imagen a mi mente. Es que eras todo tú lo que yo quería en mi vida. La pieza perfecta. Eras tú ese algo que yo busqué toda mi vida, pero paradójicamente tú me encontraste a mí. Yo me sentía feliz por saber que ocupaba un lugar junto a ti en el universo. Qué feliz era yo, le había hablado hasta a mis gatos de ti, probablemente, mis amigos y amigas estaban hartas de escuchar tu nombre. Eras el mejor amigo del mundo ¿Qué más necesitaba yo? Era suficiente para mí.
Me conformé con eso, porque tenía miedo. Tenía miedo de perderte si decía como realmente me sentía, aunque mi intuición me decía que no solo era yo la que sentía, pero el pánico me paralizaba. Es más, hasta me negué un par de veces todos los sentimientos que tenía hacía a ti, eran muchísimos, sentía tanto por ti, más de lo que yo podía gestionar. Recuerdo una vez llorar para dejar de pensar de esa manera de ti. No quería. Me resistí un montón, pero lo que resiste, persiste.
¿Cuál fue mi solución? La peor del mundo: alejarme. Si no te veía o hablaba tanto contigo lógicamente mis sentimientos iban a desaparecer. Probablemente, eso es lo más estúpido que he pensado en toda mi vida. Veía como perseguías para buscarme, tu desanimo por mis rechazos, leía tus mensajes, pero respondía de la peor manera posible. Mis respuestas se limitaban a monosílabos. Me sentía frustrada, me dolía, lloraba. Un sufrimiento provocado por mí misma. Por mi mente protegiéndose del peligro y ese, eras tú. Me sentía una contradicción ¿No era lo que tanto había deseado? A veces, pensaba que lo más fácil era simplemente decirle, pero pensar en su rechazo me hacía más daño. Miedo, miedo, miedo. La ansiedad era reina de mi vida.
Pero claro, todo lo que empieza tiene que acabar. Habían pasado tres días desde que no te veía, así que supuse que todo había muerto y lo peor, por mi culpa. Ahora no estabas para dividirla. Terminé mi turno, salí desanimada por la puerta. Estaba desinflada, no me había dado el tiempo de retocar el color de mi cabello mientras que mis gatos solo me veían lamentarme y botar una que otra lágrima. Tu imagen estaba presente en mi corazón. Así sería otra tarde más, sin ti.
Antes de que pudiera cruzar la calle, sentí que alguien tocó mi hombro. Así que me detuve y giré a ver quién era. Eras tú. Tenías cara de no haber dormido hace días y si lo hiciste, fue muy mal. Tu piel estaba pálida, tus pecas no brillaban como de costumbre. Tu rostro estaba serio, con el ceño fruncido y los labios apretados.
-“Ven.” –Fue lo único que salió de tu boca, se sintió como una orden la cual obedecí sin decir nada. Te seguí hasta unas bancas que estaban en la avenida. Te sentaste y me apuntaste que yo también lo hiciera. Seguías con el rostro molesto, yo me sentía como una niña en problemas. Hubo silencio. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida, movías el pie de manera impaciente y mirabas a la nada. Miraste al piso llevándote las manos al rostro.
-“Se puede saber… ¿Qué es lo que te pasa?” –Me dijiste con el tono más acusatorio que pudiste, sin mirarme. Realmente estabas molesto y tenías todo el derecho de estarlo. Solo te miré. –“Respóndeme. ¿Qué te pasa?”.
El silencio se apoderó nuevamente de ese lugar, parecía detenida en el tiempo, solo podía mirarlo sin saber que responder. Claro que sabía que me pasaba, pero decirlo no era nada fácil. Ni si quiera podía mirarte, yo más que nadie sabía que mi actuar dejaba mucho que desear. Miré al piso.
-“¿Me vas a responder o no?” –Dijiste cabreadísimo por mi actuar. Estabas más molesto que al inicio.
-“Bueno…” –Dije balbuceando.
-“¿Es lo único que vas a decir? ¿¡Bueno!?” –Alzaste el tono sin esconder más tu descontento. –“¡¿Qué te pasa?!” –Te pusiste rojo de la cólera mientras me mirabas alzando las manos y las llevaste a tu cara. -“Yo… yo no entiendo…” –Tu voz sonaba entrecortada. –“Hace unas semanas te estabas riendo conmigo y ahora simplemente me ignoras. ¿Qué significo para ti?”. –Tus ojos se llenaron de lágrimas, me mirabas con tanta tristeza y decepción.
Me dolió verte de esa manera y sabía perfectamente, que esa eran las consecuencias de mis actos. Te hice daño, de la peor forma. Por evitar enamorarme de ti, te lastimé. Sentía que no merecía tu perdón en lo absoluto, pero aún lo pronuncié vagamente:
-“Perdón…”
Me miraste como si te estuviera haciendo una mala broma, tu cara decía “¿Es un chiste?” En mayúsculas, suspiraste. Contaste hasta 10. Al parecer, convivir conmigo significaba tener más que paciencia. Vi que hiciste un gesto de resignación, tu rostro se relajó un poco más. Tomaste aire.
-“Yo solo quiero entender qué pasa. Nada más.” – Anunciaste de manera serena.
Te miré, también suspiré, pero sabía que tenía que soltarlo. –“Ummm… Es que…”. –Me armé de valor para continuar la oración. –“Tengo un poco de miedo.”
–“¿Miedo?”. –Tu cara expresaba notable sorpresa ante mi respuesta.
-“Sí…”. –Esperé a que dijeras algo, pero me hiciste un gesto con las manos para que continuara mientras alzabas las cejas. –“De… Bueno… Esto no es fácil.”.- Me detuve. El corazón me latía a mil, sentía como la presión me bajaba, hacía calor, pero tenía frío. Ya estaba. Me iba a desmayar antes de decir cualquier cosa.
Te mostraste compresivo sobre lo que decía, tu cuerpo cambió su movilidad, se veía más relajado. –“No, no es para nada fácil.” –Dijiste y se te escapó una risa. Yo me reí también. –“Déjame pensar.” –Me limité solo a mirarte, vi que empezaste a buscar algo en tu chaqueta. Sacaste un lápiz y unos una libreta. –“¿Y si mejor lo escribes?”
–Sonreíste entregándome las cosas.
-“Sí… mejor.” –Respondí mientras recibía los objetos. Los miré. Pensé. Estaba nerviosa. Aquí terminaba todo. –“No veas.”
-“Ok…” –Me diste la espalda.
Tomé la libreta. Escribí. Saqué la hoja y te la entregué doblada. Abriste la nota y la leíste.
Estoy enamorada de ti.
-“Ah….” –Me sonreíste mientras yo me ruborizaba, sentía que el corazón se me iba a salir por la garganta o iba a vomitar. No sabía cuál de las opciones era peor.
Te quedaste mirando la nota y seguías sonriendo. No decías nada. Solo tenías el papel en tu mano, lo mirabas, me mirabas a mí. Te reías. –“¿Por qué te ríes?”. –Te pregunté muerta de miedo y a punto de llorar, me sentía en estado de shock por todo lo que estaba pasando. Se te llenaron los ojos de lágrimas, me sonreíste y me abrazaste. Correspondí el gesto de extraña manera, porque me tomó por sorpresa, mientras me apretabas muy fuerte.
-“¿Qué te pasa?”. –Pregunté tocando tu espalda aun cuando estabas sujeto a mí.
Te separaste de mí con brusquedad, me miraste con dulzura. Como si todos tus problemas se hubiesen disueltos con ese trozo de papel. Y de la nada dijiste:
–“¿Puedo darte un beso?”
No entendía nada, estaba muy confundida aún, no había procesado lo que había pasado en esos veinte minutos. –“¿Qué?”. –Fue lo único que salió de mis labios.
-“Eso… ¿O es muy pronto para eso?”. –Me dijiste un poco preocupado. Seguía en ese estado y mi rostro, al ser expresivo lo demostraba. Sonreíste. –“Ah… Sí, seré más explícito.”. –Continuaste, diciendo esas palabras que jamás saldrán de mi memoria.
–“Yo también estoy completamente enamorado de ti.”
Lo dijiste con tanta decisión, mirándome a los ojos y de manera tan firme que supe claramente que no había mentiras detrás de eso, sentí un alivio inmenso. Nada malo había pasado. Había recibido una de las mejores noticias de mi vida. Era correspondida. El universo realmente había escuchado mis deseos, los hizo realidad, porque él era real. Ya no eran juegos ni ilusiones de mi cabeza. Esto estaba pasando, en ese momento. Yo había recibido la bendición de mi vida y ya no existía ese sentimiento de vacío. Fue tan orgánico, pero como un buen sueño de los que nos quieres despertar. Aunque me había comportado como una tonta, él seguía ahí conmigo. Nunca se fue.
Te sonreí y yo te besé. Se sintió como la mejor experiencia del mundo, como si mis labios encajaran perfectamente con los tuyos, mi corazón latía fuertemente, sentía el tuyo mientras me rodeabas con tus brazos. Tus mejillas rojas y esa calidez que se sentían como la primera taza de café del día. Tus labios suaves, húmedos. Sentía que estaban hechos para mí, como si tú estuvieras hecho para mí y yo para ti. Te separaste de mí, tu respiración agitada se sentía en mi rostro. Me tomaste la cara con ambas manos. Me miraste a los ojos, me besaste los labios, pusiste tu frente junto a la mía diciendo:
-“Vas a dejar esa mala costumbre de siempre huir cuando te topas conmigo.”
Así lo hice, te conocí despidiéndome de ti, sin embargo, me hizo darme cuenta que no puedo abandonar todo antes de empezarlo, por eso estoy contigo. Y ahora, eres mi compañero de vida, mi mejor amigo, mi esposo, mi familia y mi hogar. Cada día cuando te veo doy gracias, porque los regalos del universo no se pueden menospreciar como lo hice alguna vez. Soy tan afortunada de que siempre gozaras de tanta paciencia. Mi fiel y leal compañero.
-“¿Tú te acuerdas de cuándo nos conocimos?” –Me preguntaste sacándome de mis pensamientos.
-“Perfectamente.” –Te miré con ternura.
-“Yo recuerdo que te arrancabas de mí. Hiciste sufrir a este pobre corazón que te ama.” –Me reí por el teatro que estabas armando, pero tu buen sentido del humor siempre ha sido algo que me ha mantenido enganchada a ti.
Quizá, esa es la razón por la cual ya no huyo.
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