El lugar donde Dios debería estar

El lugar donde Dios debería estar

dcontrerasm

02/09/2022

La Convención de los Pueblos poseía cinco acres de tierra en las afueras del sur Ponce, y estaban llenos de edificios de cementos de color naranja-sangre, construidos en los años setenta, ordenados en un semicírculo alrededor de una gigantesca torre roja que los precedía en construcción por lo menos por cien años. En la mayoría de los edificios vivían los pacientes de la Convención, en otros habían consultorios médicos, y en algunos, oficinas de burócratas; pero la mayoría de los doctores y empleados trabajaban desde la gigantesca torre roja.

El paciente 871, Lauriel, estaba sentado fuera de la salida trasera de la torre, girando un cigarrillo en la mano derecha y encendiendo un encendedor en la izquierda. Le habían dado 15 minutos para tomar su decisión. Miró al cielo y se secó la frente. El calor abrasador de julio traicionó el firmamento encapotado. Se llevó el cigarrillo a los labios y lo encendió. Aspiró una bocanada nerviosa hasta que le quemó los pulmones.

‒Con este calor, debes de estar bebiendo agua, no fumando ‒dijo una voz varonil pero distorsionada e incorpórea detrás de él.

‒Hacho ‘mano si, hace una calor brutal ‒, dijo Lauriel, secándose la frente de nuevo. Gotas de sudor se acumularon en el borde de su pulgar mientras aspiraba otra calada y exhalaba con respiración tambaleante. Lauriel miró fijamente hacia el horizonte y el mar Caribe en la distancia. Los cielos del sur comenzaron a oscurecerse, señal de una tormenta que se avecinaba y tal vez algún alivio del calor.

‒Diré yo. Siento que me estoy derritiendo en el éter ‒dijo la voz. Una brisa bochornosa agitó el calor. Ya habían pasado un par de minutos. Los ruidos de autos, autobuses y camiones y la gente gritándose unos a los otros al otro lado de la vaya de ladrillos llenaron el aire con una musicalidad sin armonía. Ese era el sonido de la salud.

‒Si te derrites tú, todo desaparece, y yo sería saludable ‒. Lauriel señala más allá de la valla al frente de él con su cabeza, ‒sería como ellos ‒ dijo inhalando de su cigarrillo.

‒No creo que así sea como funciona, amigo.

‒¿Por qué no? ‒preguntó Lauriel frustrado pateando el suelo.

‒Tienes todo un elenco y equipo ahí arriba, pa. Soy uno de muchos. Si me voy, uno de ellos ocupa mi lugar. Y créeme, no quieres que me vaya.

Lauriel exhaló una columna de humo. Dio vueltas alrededor de su cabeza y se reunió sobre él como un espectro. Enfocó sus ojos en la cerca de la pared de ladrillos, en un pedazo de líneas negras de grafiti enredadas en ella.

‒Dime, ¿qué dice?‒ preguntó la voz, ‒No puedo leerlo, está demasiado lejos.

Lauriel suspiró y entrecerró los ojos tanto como pudo y se inclinó hacia adelante. Las líneas se deshicieron, ‒Dios sálvanos ‒ dijo Lauriel.

‒¡Me voy a joder yo ahora, hah! ‒la voz se rió cruelmente.

Lauriel dio otra calada a su cigarrillo. Estaba a mitad de camino, al igual que su tiempo. Tenía unos siete minutos para decidir. Pero no podía pensar. Literalmente, no tenia la capacidad de producir un solo pensamiento; estaba estéril, infructuoso, totalmente seco.

‒Dios nos dejó en el momento en que nos creó, y no volverá, amigo ‒la voz continua.

‒¿Por qué es eso? ‒Lauriel preguntó con curiosidad.

‒Bueno, si yo fuera perfecto, no me gustaría ser juzgado por mi propia imperfecta creación.

‒¿Quién le señalaría el dedo a Dios? ‒Lauriel reaccionó con incredulidad.

‒Te apuesto que un montón de personas ‒pronunció la voz y odiosamente se colgó del sonido de la vocal (a) en la palabra persona por un par de segundos hasta que Lauriel lo interrumpió con un par de preguntas.

‒¿En realidad? ¿Como quiénes?

‒Vamos a ver, los que no pueden pensar. Imagínate esto: tienes la habilidad más singular de todas las especies del mundo, pero no puedes usarla, y para colmo, estás en una cárcel de sangre, bilis y huesos con ciertos deseos fundamentales que no se pueden cumplir a menos que la persona no pueda pensar. ¿Sin tus pensamientos quién eres? Sin tus pensamientos tu eres un prisionero ¿Por qué Dios le daría a alguien un cerebro capaz de racionalidad y razón y, sin embargo, le impide formular ni un solo pensamiento? Eso es cruel, mi amigo. Los ciegosordomudos también tienen un buen reclamo, yo creo.

Lauriel se quedo callado. Tal vez la voz tenía sentido. No lo sabría, no podía reflexionar sobre el significado de sus palabras. Pero algo había tocado un nervio. Aunque no podía pensar, podía sentir, y se sintió convertido en un polvorín colérico. Una sensación de indignación se agitó profundamente en su vientre, como si hubiera tragado una tonelada de ansiedad, temor y pólvora, iluminando e infundiendo su carmesí y sus axones con un poder explosivo. Se sintió a punto de colapsar en un bonche de nervios cuando su cigarrillo y su tiempo llegaron a su fin y necesitaba tomar una decisión. Lauriel arrojó su cigarrillo a la hierba verde y se levantó de los escalones. Cerró los ojos lentamente.

‒Fuimos perfectos una vez, ¿sabes? ‒ Lauriel dijo y se llevó las manos a la nariz, mientras inhalaba una gran bocanada de aire.

‒Oh, sí, ¿lo fuimos? ‒la voz preguntó con una risa cínica. ‒¿Y cómo resultó eso, eh, chico? Las personas perfectas no cometen el mayor error en la historia de la humanidad.

Lauriel abrió los ojos y se quedó mirando las paredes frente de el en silencio por unos momentos. Mientras Lauriel las miraba fijamente, respiró hondo. Tenía que volver a entrar y enfrentarlos, y darles su decisión. Bajó la cabeza cuando el mundo comenzó a girar a su alrededor.

El tono tranquilizador de la voz lo sacó de golpe, ‒Sabes, es una operación terriblemente simple

Lauriel permaneció en silencio.

‒No sentirás nada, un poco de shock, te suben por el ojo, un par de golpecitos, un silbido y bum, estás curado. Un hombre nuevo. No sentirás nada

‒Y todos ustedes simplemente se derriten, ¿verdad? ‒Lauriel preguntó, dándose la vuelta para mirar hacia la puerta y la voz, pero se encontró solo, como siempre.

«Digo yo. No sé, porque por lo que veo esta calor me va a matar primero» la voz resonó dentro de su cabeza.

‒Estás empezando a sonar como ellos ‒Lauriel murmuró.

Su cuerpo temblaba a intervalos aleatorios mientras subía los escalones hacia la puerta. Se secó el sudor de la frente una vez más, y agarró el mango dorado pintado de negro por los años de basura acumulado, girándolo con la velocidad de motores antiguos. Entró en la torre y el aire frío del aire acondicionado se le pegó de inmediato. El interior olía estéril y desinfectado. Camino hacia la habitación con todos los médicos esperándolo, pero cuando estuvo cerca, dio un giro brusco y bajó por el pasillo hacia el ascensor arcaico. Se montó y subió al último piso.

Salió a un pasillo largo y angosto apenas iluminado que no encajaba con la arquitectura de la torre. Lauriel recorrió el largo pasillo que conducía a una sola habitación vacía. Entró en la habitación y cerró la puerta detrás de él. Había una ventana grandiosa que daba a un jardín con un manzano en el centro. Lauriel abrió la ventana y se asomó con la mitad de su cuerpo fuera del marco. Extendió los brazos muy por encima de su cabeza, extendiéndose hacia el cielo hacia el Dios ausente, y por un segundo lo deseó. Sólo Dios podía ofrecerle una salida, un milagro: la suspensión de las leyes de la naturaleza. Una cura. Lauriel dejó caer los brazos con decepción, sintiendo la brutal realidad de la gravedad a medida que descendían. Pero cuando sus brazos cayeron, comenzaron a aletear.

«¿Que demonios fue eso?» Se dijo a sí mismo mientras controlaba sus brazos y los miraba temblando. Un dolor abrasador emanó de sus omoplatos que lo envió tambaleándose. Y tenía un impulso. Una sensación fría y ondulante en sus brazos que le hizo querer moverlos específicamente en un movimiento de ida y vuelta. Eso pareció ayudar con el dolor, así que hizo exactamente eso.

Lauriel miró alrededor de la habitación. Era circular, y de las paredes colgaban fotografías de hombres de aspecto importante. Habían sido ex presidentes de la Convención. Leyó nombres como Roberto Reed III y Malcolm Gutiérrez. Caminó hacia otro rincón de la habitación y encontró un libro encuadernado en cuero polvoriento titulado “Sobre la fundación de la Convención de los Pueblos”, de Carl Ragan. Lauriel dejó de agitar los brazos y cogió el libro. Lo abrió y comenzó a leer de él. “La Convención de los Pueblos pretende ser un lugar de tratamiento alternativo para las personas que son incomprendidas. Solo a través del cuidado compasivo y la comprensión podemos cumplir nuestra misión. Podemos hacer esto poniendo las necesidades de nuestros pacientes por encima de todo y atendiendo a sus necesidades. Con el dolor de espalda, se preguntó dónde había ido esta filosofía. ¿Por qué ha cambiado la Convención?

‒¡¿Lauriel?! ‒Una voz gritó desde detrás de la puerta cuando la manija de la puerta se sacudió violentamente sacándolo de su asombro. El dolor en sus omóplatos se intensificó. ‒¡Abre esta puerta ahora! ¡Lauriel! ‒gritó una voz, seguido de fuertes golpes. Los médicos lo habían seguido hasta aquí. El fuego en sus omóplatos se extendió hasta sus rodillas, haciendo que se doblaran y él cayera sobre ellas. Lauriel se abrazó a sí mismo en un esfuerzo por sofocar el dolor, pero fueron discutibles. El dolor continuó, consumiendo su espalda como un incendio forestal. La manija de la puerta siguió moviéndose mientras los médicos intentaban forzar la puerta para que se abriera, en vano. Le gritaron a Lauriel que abriera la puerta, pero el dolor lo había dejado sordo. Se arrodilló en medio de la habitación, abrazándose a sí mismo por el dolor y el miedo de que estos médicos entraran por la puerta y lo obligaran a operarse.

El dolor dolía más y más y comenzó a sentirse extraño. Sus omoplatos comenzaron a temblar, como si quisieran salir de su piel. Luego, el dolor de la piel desgarrada se registró en todo su cuerpo cuando varios huesos grandes sobresalieron de sus omoplatos. Estos nuevos huesos crecieron carne, y de la carne crecieron plumas blancas opacas. El dolor disminuyó para Lauriel luego de su transformación. Lauriel miró sus alas y las agitó con el movimiento de sus hombros. Caminó hacia la ventana y se sentó en el alféizar. En ese momento se abrió la puerta de la habitación. Los médicos entraron y miraron a Lauriel con asombro. Extendieron los brazos e instaron a Lauriel a no saltar. Lauriel subió al saliente y extendió las alas. Miró por la cornisa y sus ojos necesitaban adaptarse a la inmensa altura. Una caída desde esa altura definitivamente mataría a cualquiera. Los médicos imploraron a Lauriel que volviera a entrar. Le prometieron un plan de tratamiento alternativo, sacando la operación de la mesa.

Lauriel no miró hacia atrás. Se permitió caer hacia adelante.

Sus hombros aletearon naturalmente, y sus alas lo llevaron hacia arriba por el aire. Una vez que ganó suficiente altura, se dio la vuelta y miró a la torre desde lo alto del cielo y se despidió de ella, se dio la vuelta y voló hacia el cielo oscuro, hacia donde debería estar Dios.

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