—Jefe —dijo el conductor del servicio de la noche; en el reloj pasaban de las doce y media de la madrugada.
—En la esquina hay unas putitas… ¿Qué tal si volvemos?
—Olvídate de ésas —respondió el Inspector a cargo.
—Pero podemos… Usted sabe.
El Inspector miró hacia atrás, vio la cara sonriente del tripulante, y por el vidrio a las mujeres en la distancia.
—Está bien —concedió. —Regresa. Pero sólo por un rato, ya saben, sólo un momento.
El chofer en la siguiente esquina del bandejón al centro de la calzada, dobló a la izquierda torciendo el rumbo hacia la intersección recién dejada al pasar. Al llegar, encontraron a tres de las cinco prostitutas que originalmente vieron.
—Dos maracas se han ido.Pareció decirlo a modo de reclamo quien había insistido en detenerse.
—¿Qué, cuántas te quieres agarrar? —preguntó riendo el Detective que ocupaba el asiento trasero.
—Dos —contestó el otro con un brillo morboso en las pupilas.
El Inspector se bajó, rodeó el vehículo hasta situarse delante de él. Los faroles estaban apagados; todo estaba oscuro tras los galpones donde se ocultaban.Mientras encendía un cigarrillo una de las muchachas se le aproximó:
—¿Qué querí hacer? —preguntó mascando chicle mientras se pasaba la mano por el entre piernas afeitado, después de haberse ensalivado los dedos. Gómez la volvió a mirar; ella parecía comenzar a masturbarse o separaba sus labios vaginales preparándose. Como no hubo respuesta, insistió con otra pregunta y seguida de inmediato por una más:
—¿Querí que te la chupe? —calló. —¿No te calentái al verlos?
A un costado del automóvil Muñoz de pie se quejaba. Tenía los pantalones bajados. Le succionaba el pene, primero con una chupada profunda, luego cedía y le pasaba la lengua por todo el glande; con la otra mano ella se frotaba el clítoris. Dentro, sentado en el asiento trasero, el conductor Guerra, recibía a la tercera puta, después que ella con la mano se abrió espacio para el grueso pene de él, continuó con un constante subir y bajar. La mujer junto al Inspector miraba y ahora definitivamente se excitaba dándose placer con los dedos mojados. Gómez aspiró una gran bocanada de humo y terminó por arrojar el cigarrillo lejos.
—Nos vamos —dijo tras propinarle un par de palmadas a las latas del patrullero.
En los otros dos, las urgencias habían contado con tiempo suficiente, para llegar a su final; en dos de las tres mujeres no se supo; sí, se quejaron mucho. La tercera se vino mientras intentó tomarle la mano al Inspector para pasársela por la zorra. La noche continuó relajada para el conductor y el tripulante. El Inspector fumaba y callaba.
Al día siguiente con la llegada del descanso, los tres salientes de servicio dejaron las dependencias policiales. El conductor Guerra rumbo a su casa, a tomar el desayuno servido por su esposa; los chicos al colegio. Al detective Muñoz lo esperaba su mujer, igual como lo hiciera por los últimos tres años, solicitando dinero porque se le había acabado.
—Buenos días señor Gómez. El doctor lo está esperando.
La secretaria lo saludó y le ofreció tomar asiento, luego podría entrar en la consulta.
—Gracias señorita.Gómez se sentó.Afuera atornillada a un costado de la puerta, una placa en acrílico rezaba: Dr. Luís Arredondo García. Psicólogo.Sonó el teléfono. Gómez levantó la vista. La secretaria lo miró:
—Adelante señor Gómez don Luís lo está esperando.Gómez se puso de pie y caminó hasta la puerta; la abrió como muchas otras veces y entró, de igual forma a como lo hiciera tras cada término de un servicio nocturno.—Señorita Laura —llamó el doctor. Tras dejar pasar a su paciente, salió a la recepción y agregó:
—Laurita, se puede retirar. Por hoy no atenderé más consultas.
—Gracias doctor. Lo veo mañana entonces.
Laura cogió sus pertenencias y tras cerrarse ambas puertas, al interior de la oficina de terapia y tendido sobre el sillón, el inspector Danilo Gómez aguardaba. Lo hacía completamente desnudo.
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