Estaba tan cansada cuando se hundió en la bañera, que por un instante pensó que dejarse morir bajo el agua tibia sería buena idea . Dejaría de correr, de ir de un lado para otro como si no hubiera un mañana, dejaría de pensar qué era lo que tenía que hacer a continuación.
Al tumbarse en la cama notó el cuerpo entumecido, rígido. La imagen que le devolvió el espejo un momento atrás no era el de una chica saludable de treinta y pocos. El no descanso tatuó bajo sus ojos una sombra gris indeleble que se hacía más difícil ocultar bajo el maquillaje a medida que pasaban los días.
No podía dormir, estaba agotada pero no podía dormir. “Esto es justo lo que me faltaba, otra nochecita de insomnio. Mañana voy a morir pero de verdad, como no consiga descansar un poco”, este pensamiento incrementaba su nerviosismo.
Cambió de postura e intentó relajarse, lo volvió a hacer al cabo de un instante. “Deja tu mente en blanco, siente cómo entra el aire por tu nariz, concéntrate en la respiración, es muy importante”. Daba resultado. “Focaliza tu pensamiento en el fluir de la sangre por tus venas e intenta sentir cada parte de tu cuerpo, poco a poco, comenzando por los dedos de los pies hacia la parte superior, despacio sin prisa[2] ”. Lo había hecho otras veces, recurrir a la relajación, pero no siempre funcionaba. En ese caso se decantaba por las pastillas, cada vez con más frecuencia. Reconocía que de seguir así acabaría convirtiéndose en una yonki de los somníferos, si no lo era ya. Estaba funcionando, notaba la gravedad aplastando su cuerpo inmóvil. Quedaba relajar un poco más su mente; debía concentrarse en su cabeza, no pensar en nada y dejarse llevar. Sus pulsaciones se ralentizaron, apenas respiraba, era agradable la sensación de ingravidez, ya no percibía el peso del cuerpo se sentía liviana, etérea.
Imaginó en ese instante que era un astronauta rodeado del vacío más absoluto, flotando en ausencia de todo. No había nada a su alrededor nada, ni siquiera los destellos brillantes de estrellas en la lejanía. Buscó sus manos, no las veía entre tanta oscuridad, tampoco las sentía, ni el resto de su cuerpo, no veía nada ni sentía “nada”.
“En ausencia de cuerpo, ¿qué soy? Pensamiento puro? ¡ja! Va a ser esto lo que decían los filósofos”. Se jactaba mientras se cuestionaba medio en broma medio en serio qué era lo que estaba pasando, se había relajado en exceso, tal vez era eso, solo eso. Tocaba dormir si es que estaba despierta o despertar si es que estaba durmiendo.
“Vamos despierta” esto no puede ser tan difícil, repetía sin que nada pasara. Su cuerpo permanecía aletargado en la cama, recibiendo apenas el oxígeno necesario para mantener en el límite las constantes vitales. No hubiera sido fácil discernir si estaba viva o muerta a simple vista. “¿Cómo hago ahora para volver, cómo detono el encendido?”
Su cerebro estaba activo, pero parecía no querer obedecerle. “Deja que me mueva” repetía, mientras comprobaba asustada que era incapaz de retornar desde donde quiera que estuviese.
El hijo adolescente al regresar del centro de educación media, se encontró a la madre aparentemente dormida. Tras varios intentos de despertarla sin éxito, llamó a los servicios de urgencias.
“¡No estoy muerta, hijo mío!¡qué no te engañe el inepto ese!” gritó desesperada sin que por su boca saliera palabra alguna.
“¡Hijo de la gran chingada!, ¡haz de una puñetera vez tu trabajo, comprueba que respiro!” mientras por todos los medios intentaba infligir movimiento a alguna parte del cuerpo sin conseguirlo.
“¡Solo estaba cansada!” se decía, puede que también anduviera un poco deprimida por el estrés al que las últimas semanas había sido sometida en el trabajo y otras cosas que no quería recordar y que sin embargo, en el fondo de todo, siempre estaban ahí doliendo hasta torturar.
“¡Pero no quería morir, quiero volver!”, así estuvo horas interminables sin que nada sucediera.
Ya en la caja, escuchó desfilar uno tras otro a familiares, conocidos y vecinos. Apreció los gestos de dolor verdadero en la profundidad de sus lamentos, detestando la comicidad de aquellos que la maltrataron y utilizaron sin piedad durante tantos años.
“¡Descansa en paz amor mío!”, le susurró mientras la besaba el único hombre al que había amado en silencio toda su vida, su compañero de trabajo.
“¡Ahora me lo dice!¡ahora!”, ella intuía algo, los cruces de miradas eran prolongados, las muestras de cariño evidentes, pero jamás se dijeron nada. “He soñado contigo cada noche, he deseado escuchar estas palabras de tu boca toda mi vida y he tenido que ¿morirme?, para oírtelas decir” seguía dudando de su estado. “Tal vez me haya muerto de verdad, como nunca antes lo he hecho y nadie me ha contado lo que se siente, tal vez esto sea morir”.
La hora final se acercaba, le resultaba terrorífica la idea de verse encerrada y enterrada sin poder remediarlo. Eso suponía un castigo cruel, el más cruel de todos, no lo había peor, porque ella era consciente de todo.
No era consuelo morir el día de los muertos, aun viviendo en México “morir era morir” se dijo, “da igual la edad, el dinero que tengas o la puñetera vida que lleves, en realidad uno nunca quiere morirse, nadie quiere morirse”.
La tapa calló suavemente, notó los sollozos desconsolados de su hijo, esto la destrozó por completo, poco importaba ya nada, ni siquiera la duda que hasta ahora la atormentaba. El estruendo de la tierra al golpear sobre el ataúd produjo en ella una pequeña convulsión, notó un pequeño temblor en un párpado.
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