Recuerdo haberla visto barriendo la vereda frente a su casa. Siempre en bata, sin importar la hora, balbuceando entre dientes, quejándose con el vigilante o sentada en una silla mirando con el ceño fruncido a todo el que pasaba por su casa. Varias veces, en mi ruta hacia la concurrida avenida Benavides, me dirigió la palabra preguntándome si conocía a alguien que necesitara alquilar alguna habitación, que ella tenía un par disponibles. Se decía mucho sobre esa señora de casi setenta años: que sus hijos cada vez la visitaban menos, que los inquilinos no duraban ni un mes o que cada día perdía un tornillo. La anciana vivía sola en una casa de un único piso, con un jardín que estaba mejor cuidado que ella. Al día de hoy solo se dice una cosa de ella y no es ninguna de las anteriores.
Un domingo de verano caminaba apresurado por la vereda de la calle Monte Ciprés en Surco, faltaban cinco minutos para que empezara la misa de seis de la tarde y yo demoraba diez minutos en llegar hasta la iglesia. A la distancia divisé a la anciana de siempre, con su bata azul, lentes marrones y la infaltable escoba que ensuciaba más de lo que limpiaba. Con su áspera voz se dirigió hacia mí y yo hubiera deseado que no lo hubiera hecho.
—Disculpe joven, ¿podría hacerme un favor?
Quise seguir caminando pero ya se había plantado delante de mí y me miraba con determinación. Mi espíritu cristiano me llevó a quedarme a apoyarla, porque ¿de qué serviría ir a misa a escuchar un sermón sobre el servicio al prójimo si evitaba ayudar a una pobre anciana? Nada más hipócrita que eso.
—Sí, señora, dígame.
—Necesito que alcance unos productos que están hasta arriba en la alacena. Yo no alcanzo.
—Con el metro sesenta que mido, dudo mucho que yo lo alcance —le respondí soltando una risa. La señora no se inmutó.
Me invitó a pasar con la mano. El piso de parqué me recordó a la casa de mi abuela. Había primero un pequeño recibidor, un pasillo a la mano derecha parecía el camino hacia los cuartos y a la izquierda se encontraba la sala parcialmente iluminada. Las cortinas de la habitación estaban cerradas, lo cual daban una sensación extraña, nada acogedora comparada con la sala de la casa de mi abuela. Los muebles tenían frazadas desordenadas, sobre la mesa de centro había varios vasos y platos sucios, así como papeles periódicos regados por el piso y polvo por doquier. La cocina tenía el mismo aspecto, pero entraba un poco más de luz por la puerta que la conectaba con el patio.
—En esas puertas de arriba, ahí deberían haber latas de atún y durazno —me comentó la señora—. Esos son los productos que necesito.
Acerqué un banco sobre el cual me subí para poder alcanzar dichas latas. Parado sobre el banco, pude tener una vista panorámica del horrible aspecto de la cocina y de los diferentes productos y menajes que guardaba en la alacena. Le pregunté si necesitaba algo más y asintió con la cabeza. Me indicó que saliéramos al patio y fuéramos a un pequeño almacén. El patio tenía un jardín tan bien cuidado como el de la entrada, lo cual me parecía extraño. Solo las plantas de la casa estaban en condiciones decentes, el resto era un chiquero. Comencé a sentir un poco de pena por la señora, quien durante ese corto trayecto en el patio, me habló de sus hijos a quienes no veía hacía mucho tiempo. En esos pocos segundos pensé en tantos ancianos que deben estar en la misma situación, cada vez más cerca de morir en el olvido. Se me pasó por la cabeza visitarla de vez en cuando, tomar el lonche y conversar, o solo escuchar alguna de las tantas anécdotas que de seguro tenía por contar.
Entré al pequeño depósito y me señaló unas herramientas que debía alcanzar. Fui a la cocina para traer un banco y de regreso escuché unos golpes, como si alguien pateara el piso.
—¿Escuchó eso? —le pregunté extrañado.
—Es tu imaginación, no ha sonado nada —respondió tajante.
Volví a escuchar un ruido detrás de mí. Volteé y vi la silueta de una persona tras la ventana de una habitación.
—¿Hay alguien más en la casa? —pregunté.
—Estás hablando disparates muchacho. Baja esas herramientas y ya eres libre de irte.
Volteé una vez más hacia la ventana para cerciorarme pero no vi nada. Comencé a dudar e imaginar escenarios perturbadores. Me dispuse a bajar las herramientas y salir disparado de ahí, cuando la vieja me dijo —Uno más y ya van tres —antes de golpearme con algo en la cabeza.
Desperté en cuarto oscuro, sentado sobre el piso y atado de manos y pies. En mi boca tenía un trapo que sabía raro y una cinta que me daba vueltas la cabeza para evitar que lo escupiera. Sentí que algo se movía muy cerca de mí y traté de alejarme. Desde fuera se escuchaba cada vez más fuerte un bolero. Al cabo de unos minutos, se abrió una puerta y se encendió la luz. La anciana, con escoba en mano, señalaba a lo que se estaba moviendo cerca de mí. Parecía ser un joven de mi edad, de cabello ondulado y largo. Tras la vieja entró un pelado llevando una jeringa en la mano, la cual introdujo en el cuello del desdichado.
—Este solo nos durará una semana, está muy flaco —dijo el pelado —será mejor que con este otro nos apuremos antes que pierda carne —sentenció señalándome.
Me desesperé. No pude evitar pensar en mi familia, en mi futuro. Tenía la certeza de que moriría en ese maldito sitio y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. El pelado se volvió hacia mí y me dijo —No te dolerá, solo anda rezando porque de esta noche no pasas—. Sacó una nueva jeringa y no recuerdo más.
¿Cómo escapé? No lo hice. Me rescataron. Las benditas placas tectónicas decidieron hacer un desmadre esa noche. Los vecinos evacuaron sus casas y como no vieron salir a la anciana, decidieron entrar a ayudarla. Tumbaron la puerta y se encontraron con una turbia escena en una habitación, la vieja durmiendo sin inmutarse en otra y a mí, prisionero en la última. El pelado, por el susto del terremoto, estaba tirado en el baño, sangrando luego de haberse golpeado la cabeza con el lavadero. Ese día el terremoto con epicentro cercano a la isla San Lorenzo, trajo desgracia a miles de familias, inundó La Punta y la Costa Verde, pero a mí me salvó la vida.
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