Saver masOCTUBRE
EL PRIMER DÍA DE ESCUELA Lunes, 17
¡Primer día de clase! ¡Se fueron como un sueño los tres meses de vacaciones pasados en el campo! Mi madre me llevó esta mañana a la sección Baretti para inscribirme en la tercena elemental. Yo me acordaba del campo e iba de mala gana. Todas las calles que desembocan cerca de la escuela hormigueaban de muchachos; las dos librerías próximas estaban llenas de padres y madres que adquirían carteras, cuadernos, cartillas, plumas, lápices; en la puerta misma se apiñaba tanta gente que el bedel, auxiliado por los guardias municipales, tuvo que poner orden. Al llegar a la puerta sentí un golpecito en el hombro: volví la cara y era mi antiguo maestro de la segunda, jovial, simpático, con su cabello rubio rizoso y encrespado, que me dijo:Más obra
—Conque, ¿nos separamos para siempre, Enrique?
De sobra lo sabía yo; y, sin embargo, ¿aquellas palabras me hicieron daño! Entramos, por fin, a empellones. Señoras, caballeros, mujeres del pueblo, obreros, oficiales, abuelas, criadas, todos con niños de la mano y cargados con los libros y objetos antes mencionados, llenaban el vestíbulo y las escaleras produciendo un rumor como el de la salida del teatro. Volví a ver con alegría aquel gran zaguán del piso bajo, con las siete puertas de las siete clases, por el cual yo había pasado casi a
diario durante tres años. Las maestras de los párvulos iban y venían entre el gentío. La que había sido mi profesora de la primera superior me saludó diciendo:
—¡Enrique, tú vas este año al piso principal, y ni siquiera te veré al entrar o salir!— y me miró apenada.
El director estaba rodeado de madres que le hablaban a la vez; pidiendo puesto para sus hijos; y por cierto que me pareció que tenía más canas que el año anterior… Encontré algunos chicos más gordos y más altos que cuando los dejé; abajo, donde ya cada cual estaba en su sitio, vi algunos pequeñines resistiéndose a entrar en el aula y que se defendían como potrillos, encabritándose; pero a la fuerza los introducían. Aun así, algunos se escapaban ya una vez sentados en los bancos, y otros, al ver que se marchaban sus padres, rompían a llorar, y era preciso que volvieran las mamás, con todo lo cual la profesora se desesperaba. Mi hermanito se quedó en la clase de la maestra Delcatti; a mí me tocó el maestro Perboni, en el piso primero.
A las diez, cada cual estaba en su sección; cincuenta y cuatro en la mía; sólo quince o dieciséis eran antiguos condiscípulos míos de la segunda, entre ellos Derosi, que siempre sacaba el primer premio. ¡Qué triste me pareció la escuela recordando los bosques y las montañas donde acababa de pasar el verano! Me acordaba también ahora con nostalgia de mi antiguo maestro, tan bueno, que se reía tanto con nosotros; tan chiquitín que casi parecía un compañero; y sentía no verlo allí con su rubio cabello enmarañado.Saver mas
El profesor que ahora nos toca es alto, sin barba, con el cabello gris, es decir, con algunas canas, y tiene una arruga recta que parece cortarle la frente; su voz es ronca y nos mira a todos fijamente, uno después de otro, como si quisiera leer dentro de nosotros; no se ríe nunca. Yo decía para mía: ―He aquí el primer día. ¡Nueve meses por delante! ¡Cuántos trabajos, cuántos exámenes mensuales, cuántas fatigas!‖.
Sentía verdadera necesidad de volver al encuentro de mi madre, y al salir corrí a besarle la mano. Ella me dijo:
—¡Ánimo, Enrique! Estudiaremos juntos las lecciones.
Y volví a casa contento. Pero no tengo el mismo maestro, aquel tan bueno, que siempre sonreía, y no me ha gustado tanto esta aula de la escuela como la anterior.Historia
NUESTRO MAESTRO Martes, 18
Desde esta mañana, también me gusta mi nuevo maestro.
Durante la entrada, mientras él se instalaba en su sitio, se asomaban de vez en cuando a la puerta varios de sus discípulos del año anterior para saludarlo:
—Buenos días, señor Perboni.
—Buenos días, señor maestro.
Algunos entraban, le tomaban la mano y escapaban. Se veía que lo querían mucho y que habrían deseado seguir con él. Él les contestaba:
—Buenos días —y les estrechaba la mano, pero sin mirar a ninguno; durante cada saludo se mantenía serio, con su arruga en la frente, vuelto hacia la ventana, contemplando el tejado de la casa vecina, y en lugar de alegrarse de aquellos saludos, se adivinaba que le daban pena.
Después nos miraba, uno tras otro, con mucha atención.
Empezó a dictar, paseando entre los bancos, y al ver a un chico que tenía la cara muy enrojecida y con unos granitos, dejó de dictar, le tomó la barbilla y le preguntó qué tenía, tocándole la frente para ver si tenía fiebre. En ese momento un chico se puso de pie y empezó a bufonear a espaldas de él. Se volvió de pronto, como si lo hubiera adivinado, y el muchacho se sentó y esperó el castigo, con la cabeza baja y encarnado como la grana.
El maestro se acercó a él, le posó la mano sobre la cabeza y le dijo:
—No lo vuelvas a hacer.
No dijo más. Se dirigió a la mesa y acabó de dictar. Cuando concluyó, nos miró unos instantes en silencio, y con voz lenta y, aunque ronca, agradable, empezó a decir:
—Escuchad: tendremos que pasar juntos un año. Procuremos pasarlo lo mejor posible. Estudiad y sed buenos. Yo no tengo familia. Vosotros sois mi familia. El año pasado todavía tenía a mi madre: se me ha muerto. Me he quedado solo. No os tengo más que a vosotros en el mundo; no poseo otro afecto ni otro pensamiento. Debéis ser mis hijos. Os quiero bien, y debéis pagarme con la misma moneda. Deseo no castigar a ninguno. Demostrad que tenéis corazón; nuestra escuela será una familia, y vosotros mi consuelo y mi orgullo. No os pido que lo prometáis de palabra, porque estoy seguro de que en el fondo de vuestras almas ya lo habéis prometido, y os lo agradezco.
En aquel momento apareció el bedel a dar la hora. Todos abandonamos los bancos, despacio y silenciosos. El muchacho de las piruetas se aproximó al maestro y le dijo con voz temblorosa:
—¡Perdóneme usted!Dijo el maestro
El maestro lo besó en la frente y le dijo: —Bien, bien; anda, hijo mío.No lo agá por el amor a dios
UNA DESGRACIA Viernes, 21
Ha comenzado el año con una desgracia. Al ir esta mañana a la escuela, contando yo a mi padre, de camino, las palabras del maestro, vimos de pronto la calle llena de gente que se agolpaba delante del colegio.
—Una desgracia. Mal empieza el año… —dijo mi padre.
Entramos con gran trabajo. El conserje estaba rodeado de padres y de muchachos, que los maestros no lograban hacer entrar en las clases. Todos iban hacia el despacho del director y se oía decir: ―¡Pobre muchacho!‖ ¡Pobre Robetti!‖ Por encima de las cabezas, en el fondo de la habitación llena de gente, se veían los quepis de los agentes y la gran calva del director; después entró un caballero con sombrero de copa, y corrió la voz:
—Es el médico.
Mi padre preguntó a un profesor:
—¿Qué ha sucedido?
—Le ha pasado la rueda por encima de un pie –respondió aquel.
—Se ha roto el pie –añadió otro.
Se trataba de un muchacho del segundo grado que, yendo hacia la escuela por la calle de Dora Grossa, y al ver a un niño del primero elemental, escapado de la mano de su madre, caer en
medio de la acera a pocos pasos de un ómnibus que se echaba encima, acudió valerosamente en su auxilio, lo asió y lo puso en salvo; pero no habiendo retirado a tiempo el pie, una rueda del ómnibus se lo había pillado. Es hijo de un capitán de artillería.Pesada
Mientras nos referían lo ocurrido entró como loca una señora en la habitación, abriéndose paso; era la madre de Robetti, a la cual habían llamado. Otra señora salió a su encuentro y, sollozando, le echó los brazos al cuello; era la madre del otro niño, del salvado. Juntas entraron en el cuarto, y se oyó un grito desgarrador:
—¡Oh, Roberto mío, niño mío!
En aquel momento se detuvo un carruaje ante la puerta, y poco después salió el director con el muchacho en brazos, que apoyaba la cabeza sobre su hombro, pálido y cerrados los ojos. Todos guardamos silencio; sólo se oían los sollozos de las madres. El director se detuvo un momento, alzó al niño en sus brazos para que lo viese la gente, y entonces, maestros, maestras, padres y muchachos exclamaron a un tiempo:
—¡Bravo, Robetti! ¡Bravo, pobre niño!
Y le hacían saludos cariñosos. Y los muchachos y las maestras que se hallaban cerca le besaban las manos y los brazos. Él abrió los ojos y murmuró:
—¡Mi cartera!
La madre del chiquillo salvado se la mostró llorando, y le dijo: —¡Te la llevo yo, hermoso, te la llevo yo! –y al decirlo sostenía a la madre del herido, que se cubría la cara con las manos.
Salieron, acomodaron al muchacho en el vehículo, y el coche se alejó. Entonces, silenciosos, entramos todos en la escuela.
EL MUCHACHO CALABRÉS Sábado, 22
Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Robetti, que ahora tendría que andar con muletas, entró el director con un nuevo alumno: un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes, de espesas cejas y poblado entrecejo; vestía de oscuro y un cinturón de cuero negro ceñía el talle. El director, después de hablar al maestro al oído, salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba espantado. Entonces el maestro lo tomó de la mano y dijo a la clase:
—Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno nacido en Reggio di Calabria, a más de cincuenta leguas de aquí. Quered bien a vuestro compañero que de tan lejos viene. Ha nacido en la tierra gloriosa que antes dio a Italia hombres ilustres y hoy le da honrados labradores y bravos soldados; es una de las comarcas más bellas de nuestra patria, y en sus espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo lleno de ingenio y de corazón esforzado. Tratadlo bien, para que no sienta estar lejos del pueblo natal; hacedle comprender que todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie.
Enseguida se levantó y nos mostró en el mapa de Italia dónde está situada la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto
Derossi, que es el que saca siempre el primer premio. Derossi se puso en pie.
—Ven aquí –dijo el maestro.
Derossi salió de su banco y fue a situarse junto al escritorio, frente al calabrés.
—Como el primero de la escuela —dijo el maestro— da el abrazo de bienvenida, en nombre de toda la clase, al nuevo compañero: el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria.
Derossi murmuró con voz conmovida: ―¡Bien venido!‖ y abrazó al calabrés; Éste lo besó con fuerza en las dos mejillas. Todos aplaudieron.
—¡Silencio! —gritó el maestro—. En la escuela no se aplaude.
Pero se notaba que estaba satisfecho, y hasta el calabrés parecía contento. El maestro le indicó sitio y lo acompañó hasta su banco. Después continuó:
—Recordad bien lo que os digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su hogar en Turín, uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por esto combatió nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Os debéis respetar y querer todos mutuamente; cualquiera de vosotros que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente alta la bandera tricolor.
OPINIONES Y COMENTARIOS