A Eugenia, la niña de largas trenzas y sonrisa de luna, siempre le había llamado la atención la belleza de las plantas, por ejemplo, las rosas eran como señoras elegantes y perfumadas, y el maíz era como un viejo sabio. Apreciaba los colores que podía adquirir una planta mientras crecía; pero, muy pocas veces se fijaba en lo que las plantas podían hacer por ella o por otras plantas. Pese a ello, le encantaba cuidar la huerta de su familia y más aún custodiar las semillas que su madre había heredado de la abuela.
Siempre había sido un misterio para Eugenia la cajita donde se guardaban las semillas. Ella imaginaba que en un futuro serían plantas exóticas con una belleza deslumbrante, y que algún día al sembrarlas los tallos serían fuertes y las flores tendrían los colores más exquisitos. Así que una tarde acudió a su madre para pedirle una semilla y desvelar por fin el misterio que escondía. Entonces, su madre le mostró la caja y le pidió que escogiera la que más le llamaba la atención. Eugenia miró por largo rato las pepitas que reposaban en el recipiente y al final eligió una de color verde amanecer con puntitos negros.
Ese mismo día, Eugenia corrió hacia la huerta para preparar la tierra. Ella quería que su planta creciera en el centro de todo, así las rosas más cercanas podrían embellecer aún más el tallo fuerte su nueva planta, e incluso los pájaros podrían posarse sobre sus ramas y hacer nidos entre ellas. De seguro, su nueva planta crecería más alta y más hermosa que todos los árboles que le rodeaban. Así que hizo un hueco en la tierra y puso allí a la pepita color verde amanecer, la cubrió y la regó con agua. Llamó a su madre para que elevaran un canto a los espíritus del bosque, pues sabía que, por herencia familiar, su abuela hizo crecer así las plantas de la huerta Y en medio de esa remenbranza, Eugenia recordó lo que su abuela le decía antes de fallecer: -Las palabras son mágicas, Eugenia. Tienen el poder de cambiarlo todo si son dichas con amor-.
En aquel momento el tono dulce de su madre la trajo de vuelta al presente, y comenzó a cantar junto a ella.
Pepita del amanecer,
que guarda una bella flor,
ábrete para nosotras
como el cielo se abre para el sol.
Los días pasaron, y la nueva planta comenzó a crecer. Primero, se vislumbró un pequeño y delgado tallo de color canela que parecía un tallarín golpeado. Luego, comenzaron a salir las hojas de un extraño el color verde y marrón, pintadas de unos puntos negros nada agradables. A Eugenia no le gustó el color de las hojas, porque le recordaba a la suciedad y su huerta que era hermosa con los colores más variados no podía alojar a semejante planta. Por lo que, decidió hacer un plan para que la planta, a la que ni siquiera sabía cómo nombrar, se convirtiera en la más hermosa del lugar.
-En primer lugar, voy a pintar a mi planta con los colores más bonitos que encuentre, la vestiré de verde esmeralda y las hojas serán amarillo miel, rosa melocotón y azul celestial-dijo con entusiasmo Eugenia. Ese mismo día junto con un pincel de finas hebras pintó a la planta con los colores elegidos, sin embargo, al poco rato el color verde-marrón volvió a cubrir las hojas escondiendo todos los colores nuevos. Eugenia, que no se rendía ante nada, se mostró descontenta con el resultado, por lo que, ideó un nuevo plan.
-De seguro si escribo un canto más largo sobre el esplendor de la naturaleza, mi planta querrá ser como el resto de sus hermanos y hermanas-, pensó Eugenia. Así que tomó una hoja de papel y comenzó a escribir.
Pepita del amanecer,
mira las rosas que te rodean,
mira los árboles que te abrazan,
mira las gotas de rocío que te besan,
mira los astros que te iluminan.
Sé un reflejo de ellos y permite
que los colores cálidos
te envuelvan.
Eugenia cantó y cantó, lo hizo de día y de noche, bajo soles livianos y lluvias pesadas. Incluso le pidió a su padre que compusiera una melodía en la guitarra para acompañar el canto, pero no dio resultado. Al parecer la planta de color verde-marrón no querían cooperar con ella y quería ser recordada como la planta más fea que hubiera existido. ¡No, no, no, eso sí que no! Entonces, Eugenia nuevamente se puso manos a la obra.
-¡La tercera es la vencida!-, dijo en voz alta Eugenia, y comenzó a trazar otro plan. Ahora se encargaría de podar a la planta color verde-marrón y unirla con las hojas de otras plantas. De tal modo, que se dispuso a conseguir las plantas más exóticas y brillantes, aquellas que proporcionaban flores elegantes y frutos jugosos. Tras ese pensamiento acudió a su madre para llevar a cabo su grandioso plan.
-Mamita, debo recorrer las huertas de las demás familias y el mundo si es necesario, para hallar las más hermosas plantas-, dijo con determinación Eugenia
-¿Para qué las quieres?- respondió su madre
-Porque quiero que la planta verde-marrón que está en el centro de la huerta sea la más bella, que su tallo no sea como un tallarín golpeado y que sus hojas se vuelvan de colores brillantes y cálidos, no de esos colores que me entristecen-comentó frustrada Eugenia.
La madre de Eugenia meditó un momento antes de responder al comentario de su hija.
-La madre naturaleza es bella porque aloja todo tipo de colores y seres, porque es tempestuosa, peligrosa y sabia. La planta verde-marrón que ves allí hace que por las noches las demás plantas se nutran para darnos mejores frutos. También hace que los guiragchuros no agujeren a las hojas de los maíces, fréjoles y habas, y cuida que las plagas no se instalen en las rosas y en las demás flores. La belleza también está en lo que hacemos por otros y para otros, Eugenia. Para mí, aquella es la planta más hermosa del mundo, porque mi madre me la regaló y además es la protectora de la huerta- dijo la madre a Eugenia. -Antes que recorras el mundo en busca de nuevas plantas, obsérvala y aprende ella- concluyó.
Eugenia en un inicio se mostraba terca ante las palabras de su madre, no obstante, empezó a observar a la planta verde-marrón que crecía en medio de la huerta de su familia. Entonces, notó que por las noches las bestias que se escondían más allá del cercado no se acercaban, porque temían que la planta verde-marrón las engullera. Así también, vio que las hojas con puntos negros brindaban la sombra necesaria para que las rosas de su alrededor se mantuvieran frescas y libres de plagas. Finalmente, apreció el brillo que tenía cuando los primeros rayos del sol tocaban la punta de las hojas ennegrecidas.
-La belleza también está en lo que hacemos por otros- afirmó en un susurro. En aquel momento, Eugenia se puso a escribir un nuevo canto, para nunca olvidarse de aquella enseñanza.
Pepita del amanecer,
Eres la guardiana silenciosa
De la huerta de mil colores.
Tú haces que todo crezca
Y florezca.
Tu belleza reside en lo que haces
Por los demás.
Eugenia corrió a la huerta y dirigiéndose a la planta verde-marrón cantó y cantó. Y, mientras cantaba el suelo empezó a temblar fuertemente y los espíritus que habitaban en el maíz, el fréjol, la alverja, las rosas y las demás las plantas, comenzaron a cantar junto a Eugenia, hasta que el tallo canela que parecía tallarín golpeado comenzó a engrosarse y adquirir un tono verde esmeralda. Las hojas, antes verdes-marrones con puntos negros, se revistieron de violeta, rosa y azul, y las flores que aparecieron se asemejaban a grandes mariposas blancas llenas de luz. Y la planta verde-marrón, ahora, estaba llena de color. Y desde las raíces emergió una suave y angelical voz tan conocida para Eugenia, y susurró:
-Las palabras son mágicas, Eugenia. Tienen el poder de cambiarlo todo si son dichas con amor-.
Y Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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