Las luces de la ciudad se encendían una tras otra y las ramblas quedaban iluminadas por escuetas bombillas, los perros ladraban en las casas de las mansiones del Barrio Alto, la luna se hacía presente poco a poco y completaba la iluminación de las calles, absorbiendo en sus entrañas los rezagos del día. El aire de agosto soplaba despacio, cálido y denso, no tenía prisa por irse, daba vueltas alrededor de todo y volvía al cielo, se revolcaba en el vuelo con los tordos que se preparaban para dormir y bajaba a la tierra para traernos el olor a libertad que tanto nos gusta.

Un hombre con traje marrón, sombrero negro y bastón de plata camina despacio, observa su reloj, afirma para sí, cojea, observa con calma los escaparates aún abiertos a esa hora, se detiene en uno, entra y escoge una bolsa Louis Vuitton roja, la dependienta se la entrega, el hombre paga con parsimonia, levanta un poco la vista de la bolsa, y con una mirada serena agradece a la mujer, sale despacio con ella en una mano y el bastón en la otra. En la acera de enfrente una niña que vive en la calle lo observa, cruza rápidamente la transitada y sinuosa rambla y se le acerca para pedirle un peso.

El hombre se dirige a una casa a las afueras de un pueblo donde lo esperan; una madre anciana, un padre bajo tierra, tres hermanas y cinco perros. Sube a su coche, un Mustang 2000 color rojo. Conduce despacio, saboreando con dulzura los lugares que se le engarzan en la memoria, cruza la ciudad y al llegar a los primeros grupos de árboles ve el letrero en el acceso que lo llevará a su destino, toma la desviación con parsimonia. El auto diseñado para correr, no está sediento de carretera, gorjea alegremente, esperando solamente un golpe en el acelerador para responder. Cuanto más se acerca al pequeño poblado, más siente latir su corazón, diez años han pasado desde la última vez que vio su pueblo y a su madre.

Para en la gasolinera, que se ve vacía de clientes, entra al baño y se mira al espejo. Todo valió la pena –Se dice en voz baja-, se moja la cara, sale cojeando ligeramente y sigue el trayecto. Le quedan treinta minutos para llegar al paso que va. En la entrada del pueblo ve frente a sí el letrero herrumbroso que señala que ha llegado a su destino, -Si mi madre y hermanas siguen la costumbre de años, ya deben estar dormidas a esta hora – Se dijo mirando nuevamente el reloj-, vio a la derecha un gran árbol, donde estaba un letrero perdido entre las hierbas que señalaban los frutos que este pueblo producía, decidió quedarse bajo el gran árbol a dormir un rato mientras se hacía de día –Para no molestarlas tan tarde- Se dijo. Las ramas del enorme árbol le hicieron recordar aquellas noches que jugaba con sus hermanas en la casa buscando figuras entre las sombras que producían las débiles luces de las veladoras, así, recostado, con el árbol entre él y la luna empezó a buscar figuras, ya no los monstruos de la infancia, ahora eran los recuerdos felices de él con su padre, la miríada de perros que tenían, los mansos caballos, todo aquello que le hacía volver con felicidad en el tiempo, al poco tiempo, se quedó dormido recargado en el asiento con el bastón y la bolsa a su lado.

La mañana lo despertó con los sonidos lejanos de los gallos cantar, con la fiesta de zanates entre los arrozales. Enciende el motor, el ralentí le da seguridad de que puede andar, maneja despacio, las huertas a los lados le producen una alegría insana, se siente jovial por momentos. Entra al pueblo lo que ve le hace fruncir el ceño. Todo parece desierto; las casas yertas carcomidas por el sol, los almendros dibujando sombras estrafalarias sobre el kiosco descolorido de la plaza. Un perro famélico se asoma por una verja al oír el carro pero pierde el interés y vuelve a meter la cara entre las patas y se sumerge en un sopor interminable.

Conduce más despacio, su paso va dejando una nube de polvo que aumenta a medida que avanza, algunas mujeres se asoman y salen a la calle de vez en cuando para enterarse de quien ha pisado el pueblo, volvían la cara al ruido del auto mirándolo con extrañeza, al poco rato el sol abrasador las hacía retroceder a sus chozas de adobe y se hunden nuevamente en el olvido de otros años.

2

El paisaje de ahora no es ni sombra de lo que un día fuimos, -Hablaba para sí, mientras conducía- Solíamos ser alegres y llenos de gozo, las fiestas más grandes de la región se oficiaban en este pueblo, pero todos nos olvidamos, todos nos olvidaron, desde el presidente municipal hasta el de la República, la pobreza se apoderó de los corazones de mi gente y ahora lo tienen vacío y el estómago también. El piso de barro húmedo que recordaba ahora luce como si hubiera envejecido.

El hombre estacionó el Mustang frente a una casa que le era familiar, pero que ya no conocía, era su antiguo hogar; al entrar solo encontró ruinas, la puerta se abrió sin dificultad, tenía miedo de que se desprendiera de solo tocarla, el techo de zinc desplomado por la tristeza del tiempo y es que hasta el tiempo se pone triste de ver como con su paso por el mundo destruye todo. Los guayabos con sus hojitas tristes y sus frutos secos lo saludaron. La casa estaba en penumbras, la luz del sol no penetraba ni un poquito. Escuchó el rechinar de la mecedora de su mamá, la encontró en un estupor triste, su mirada apuntaba a un lugar en la cima del techo, donde solo se podían ver las telarañas y las vigas vencidas por el peso del tiempo. El perro viejo, desdentado meneaba la cola sin fuerzas, emitió un sonido lastimero que interpretó como un ladrido.

  • ¿Quién anda por ahí?-dijo la voz temblorosa de una mujer-.

Sus ojos estaban ciegos de tanto llorar y de tanto leer la nota roja de los periódicos esperando ver el nombre de su hijo aparecer en ellas.

  • Soy yo, tu hijo –Le dijo el hombre-
  • Yo no tengo hijos, váyase de aquí.

La abrazó fuerte y le dio un beso en la frente. Ahora su perfume de lavanda se había convertido en un tufo rancio a sudor acumulado.

– Creí que habías muerto –Le dijo la madre sin mostrar otra emoción que un enojo mal dirigido-.

– Yo también madre, pero aquí estoy.

El chirrido de la puerta los sacó de la cavilación que el calor produce.

  • ¿Qué haces Fabián?, levántate que por aquí hay muchos alacranes.

No le vio la cara, pero supo que era Martha, su voz era la de otros años, áspera e imperante.

Salieron de la casa, afuera el sol era insoportable, así que lo guio hasta la sombra de un tabachin.

-¿Con quién hablabas allá adentro? –Preguntó Martha.

– Con mamá.

– Entonces ¿Es verdad que te volviste loco?

– No estoy loco.

– Mamá murió hace semanas.

– Entonces quizá si estoy un poco loco.

– Deberías irte ya. No esperes a que oscurezca, hay cosas malas que pasan aquí.

Visitó la tumba de sus padres, el panteón estaba lleno de tumbas con los nombres de su familia. Todos sus hermanos estaban ahí, en sus tumbas, ordenaditas, bien limpiecitas, incluyendo la de Martha, una tumba tras otra como una especie de olán. Quizá yo también haya estado muerto y no lo sabía, -Se decía- Por si muero pronto comenzaré a cavar mi tumba junto a la de mi madre, después de todo ella fue quien siempre esperó a que regresara.

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