Para este fin de semana que se presenta otoñal, un relato lleno de melancolía.
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Por las noches, en la cama, se arrimaba a mí y me decía que tenía frío. Yo la abrazaba, la besaba suavemente y así nos dormíamos todas las noches. No necesitaba más, con eso era feliz y ella también.
Por las mañanas salíamos a pasear por el parque cercano a nuestra casa y rodeábamos el lago por el camino perimetral que discurre a la sombra de los cipreses y nos sentábamos en alguno de los bancos que lo circundan. Nos mirábamos a los ojos y sin palabras, sin necesidad de romper el rumor del suave discurrir del agua en el lago disfrutábamos el uno del otro. Si la brisa del lago la hacía temblar, yo la abrazaba y permanecíamos allí sentados, felices, hasta la hora de comer.
El verano era nuestra mejor estación. Íbamos a la casa de la playa y dábamos largos paseos bordeando la costa. No bajábamos a la playa, no nos gustaban las multitudes y preferíamos los acantilados situados al oeste de la casa. Nos sentábamos en una piedra que los lugareños llamaban la silla por su forma, orientada al mar y mirábamos las olas infinitas que una tras otra venían a morir en la costa. Algunos años nos quedábamos en la casa de la playa a la llegada del otoño, cuando los días son cortos, los veraneantes marchan a sus casas y la lluvia cae mansamente. Esos días nos quedábamos en el sofá viendo el agua deslizarse por los cristales de la ventana mientras leíamos un libro o escuchábamos la radio.
Fueron años felices, no necesitábamos nada ni a nadie. Los días pasaban con rapidez y nada nos preocupaba excepto nosotros. Los acontecimientos mundiales pasaban por nuestra vida sin tocarnos, sin rozarnos siquiera. No nos importaban las crisis nacionales o internacionales, no prestábamos atención al cambio climático ni a las guerras que abundaban en un mundo desquiciado y que nosotros veíamos extraño a nuestra realidad.
Nunca me atreví a confesarle que estaba muerta, muerta desde la gran gripe de hace cinco inviernos. Fue cuando nos confinaron a todos y la sanidad estaba colapsada. La gente moría en grandes cantidades, sin atención, aislados por los vecinos o la propia familia porque todos tenían miedo, no había medicinas y se perdió el sentido de la solidaridad.
Cuando cayó enferma yo me negué a abandonarla y los vecinos nos tapiaron la puerta y las ventanas y no había forma de salir. Ella murió y yo me quedé allí sentado al lado de la cama mirándola difunta, estaba aún más guapa que en vida, con aquella palidez que la hacía etérea, casi irreal. Ya no quedaban alimentos en casa ni agua, que también la habían cortado porque se pensaban que podíamos contaminar la que llegaba a los demás pisos. Al segundo día después de que ella hubiese muerto me corté las venas y me metí en la cama para desangrarme con ella.
Después dejamos de ser personas vivas y solo éramos recuerdos, recuerdos de nuestra vida anterior, una vida que había sido feliz y que ahora recreábamos una y otra vez. Al principio había muchos recuerdos de otras personas que habían muerto con la pandemia, pero no les decíamos nada más bien tratábamos de evitarlos. Solo ella y yo teníamos nuestros recuerdos en común. Con el tiempo los demás recuerdos se fueron perdiendo y entonces supe que había otra muerte después de la primera muerte. A partir del tercer invierno no volvimos a encontrarnos con otros recuerdos ajenos a nosotros, todos se habían borrado.
Solo éramos recuerdos, pero ella creía que aún vivíamos felices y no era consciente que los recuerdos nos mantenían unidos pero que era temporal. Algún día se disgregarían y ya nunca nos volveríamos a ver. Este pensamiento me hacía sufrir en la medida que los recuerdos pueden sufrir, pero siempre procuraba ocultarlo a su vista o habría que decir a su percepción porque no teníamos ojos, ni boca ni cuerpo. Solo recordábamos que los habíamos tenido pero cada vez el recuerdo empezaba a ser más borroso, más inexacto.
Mientras mirábamos el lago o contemplábamos las olas muriendo a la orilla me decía.
– A veces te veo como borroso.
Yo, para tranquilizarla le decía que tendríamos que ir al oculista, pero no hay oculistas en el mundo de los muertos. Solo éramos un recuerdo que empieza a diluirse. Yo lo notaba también porque cada vez éramos recuerdos más inconsistentes y lo mismo estábamos paseando al borde del lago y al instante siguiente estábamos sentados en el salón de la casa de la playa, pero ella no se daba cuenta de estas cosas y yo las sufría en silencio.
También recordábamos que dormíamos pero un día al despertar de los recuerdos de un sueño especialmente agradable ella ya no estaba en la cama, a mi lado. Busqué sus recuerdos por toda la casa y también por nuestros paisajes habituales pero no estaban.
Ahora estoy perdiendo la conciencia de mí mismo, muy rápido desde que falta ella y ni siquiera recuerdo como era o el color de sus ojos. Yo también desaparezco.
Imagen de Steffen Wachsmuth en Pixabay
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