EL
ENCANTADO
Cuento
por Luis Caraballo. 2022
A
la distancia aún podía verse el casco central del pueblo de Casanay
con la iglesia, la plaza arbolada y varias casas de alrededor. La
vieja casona y tienda del Sr. A. V , ubicada en una esquina,
resaltaba con sus brillantes paredes pintadas de un rojo escarlata
que deslumbraba con el sol mañanero y los muchachos podían ver la
mayor parte de la calle del pueblo que conducía al caserío Las
Varas. Ya habían subido un largo trecho desde Las Varas, por la
empinada y angosta carretera que llevaba a la aldea de Cedeño de los
Negros; la vía avanzaba circundando un costado del cerro, por eso el
pueblo aparecía y desaparecía de la vista cada trecho mientras
subían cerro arriba. Finalmente, después de unas curvas y casi en
lo alto del primer cerro, ya no lo volvieron a ver. A partir de allí,
el estrecho camino carretero subía y bajaba culebreando a medida que
los chicos coronaban las colinas de la serranía al este del pueblo.
Ese sábado no tenían clases como les correspondía dos veces al
mes, alternándose con el turno escolar de la tarde en la escuela
donde todos ellos acudían. No iban a ningún sitio en particular ese
sábado de marzo, una semana antes de la Semana Santa, simplemente, y
al igual que muchos fines de semana anteriores, los cinco amigos
decidieron ir al monte de “cacería”. Cada cual tomó su “arma”,
unos las gomeras o “chinas” fabricadas con una horqueta de
guayaba y jirones de gomas rotas de la cámara de aire (tripas, le
decían) de una bicicleta; otro un pequeño rifle de aire o flover,
algún otro llevaba arco y flechas elaborados por él mismo. Al rato
dejaron la carretera y tomaron un sendero que se adentraba en unos
matorrales donde abundaban cujíes, cardones y de tanto en tanto se
apreciaba el estallido amarillo de los araguaneyes en plena
floración. No se preocupaban por alimentos ya que aunque era la
temporada seca del año, cuando los bosques deciduos se desnudan
mostrando sus esqueletos de ramas, en esos parajes abundaban los
deshojados arboles de ciruelo con sus ricas y moradas frutas en
sazón, las rojizas pitahayas en los espinosas tunas y cardones, y
ocasionalmente, en los canjilones, aparecían arboles de mamón y de
cotoperíz, cargados de frutos a reventar, apenas ocultos en sus
densos follajes siempreverdes. No faltaban los guamachos con sus
grandes espinas protegiendo su carga de dulces frutos. Además,
habían visto algunos conucos cercanos donde maduraba el apetitoso y
amarillo melón, listo para la cosecha. No tendrían problemas.
Llegaron
a un promontorio de piedra donde avistaron un pequeño conejo, poco
protegido por la escasa vegetación de los arbustos y la hojarasca.
Decidieron separarse y sigilosamente buscaron acercarse al
desprevenido conejo. Antonio, el menor de los chicos, se alejó dando
un rodeo y bajando la senda tras un peñasco perdió de vista a sus
otros compañeros. De repente, dío un respingo sorprendido al ver a
una linda niña acompañada de un niño en una bifurcación del
camino. Por supuesto, se extrañó al principio porque, si bien
habían algunos ranchos desperdigados por esos cerros, sabía que
ninguno estaba cerca de allí. Se detuvo dubitativo mientras los
niños se reían en voz baja y lo señalaban como burlándose de él.
Trató de acercarse pero los niñitos, sin dejar de mirarlo y de
reir, se alejaron por uno de los senderos, como jugando a las
escondidas. Llamó a sus amigos pero no recibió respuesta o no
escuchó, quizás se había alejado demasiado y además, el viento
veranero soplaba en su dirección llevándose su voz. Decidió
adentrarse en el caminito siguiendo a los niños que avistó,
mientras les llamaba para que se detuvieran, sin lograrlo. Cada vez
más los dos niños se internaban escondiéndose, y mostrándose mas
allá, en el bosque seco, riendo y haciendo señas con sus pequeños
dedos, retándolo para que los encontrara. Pronto, Antonio se
encontró en el borde de un lugar con altos arboles de un follaje
verde oscuro y densa e intrincada maleza en su piso; creyó haber
visto a los dos niños internarse en ese bosque extrañamente
frondoso, verde y con densa penumbra, especialmente para esa época
del año y a esa hora cercana al mediodía cuando el fuerte sol
calcinaba los montes; ahora no podía verlos, pero escuchaba sus
risas y sus llamados, pidiendole que se les uniera. A punto estaba de
meterse en la penumbra cuando a lo lejos escuchó los gritos de sus
amigos llamándolo en la distancia. Se detuvo a ver de donde venían
los llamados y se encaramó en un pequeño tope pedregoso de una
colina, mirando en la dirección de donde provenian los llamados,
desde alli dominaba una buena parte de la ladera por donde habia
bajado y gritó a su vez llamando a sus amigos. Finalmente, logró
verlos y les hizo señas para indicarles donde estaba; antes de
encaminarse a su encuentro volvió la vista hacia donde había visto
el oscuro bosque que escondía a los niñitos. Para su sorpresa, por
mas que miró y remiró hacia todos lados, no vió más que los
mismos bosques secos de siempre con montículos pedregosos, aquí y
allá. Sintió un escalofrío, y algo confundido, en veloz carrera
subió el corto trecho del cerro para unirse a sus compañeros.
Sudoroso
y totalmente pálido llegó adonde estaban sus amigos, quienes le
acribillaron preguntando sobre que le había pasado, que donde
andaba, si se había perdido, porque mostraba esa cara de susto.
Antonio sólo quería alejarse lo más pronto que pudiera de ese
sitio, así que le dijo a los compañeros que era mejor irse rápido,
que ya les contaría en el regreso al pueblo. Rapidamente alcanzaron
la carretera, donde Antonio, mirando hacia atrás cada tanto, pudo
relajarse un poco y les contó acerca de los niños que vió, la
persecución y el bosque donde se internaron. Tres de ellos se
miraron entre sí y hacia el camino que dejaban atrás algo nerviosos
y aceleraron el paso poniéndose a la cabeza del grupo. Sin embargo,
pronto se tranquilizaron cuando vieron algunos ranchos y una bodega
con unas personas sentadas a la sombra de un angosto corredor,
conversando y protegiendose del ardiente resplandor del sol de
principios de la tarde. Al voltear una curva del camino comenzaron a
ver las primeras casas del pueblo y, casi alegres, bajaron silbando
una canción de moda mientras retomaban el camino a sus casas.
Antonio
casi había olvidado el incidente una semana después. Ya se
preparaba el pueblo para la celebración de Semana Santa, con los
arreglos en la iglesia, vestir el Nazareno con el morado tradicional
y tener listos las andas para las procesiones de rigor. Esa tarde del
Viernes de Concilio, Antonio iba cruzando su atajo habitual por un
solar donde sólo quedaban los antiguos restos de una casa a medio
construir, cubiertos de malezas y algunos matorrales; para salir a la
calle Colombia y enrumbarse a la plaza del pueblo, donde se
encontraría con sus amigos. A mitad de camino se detuvo de
improviso, sus ojos lo traicionaron, pensó, pero no estaba seguro,
juraría que dentro de la vieja “fábrica” habían dos niños
jugando: una niña muy bonita y un niño. Y para su mayor sorpresa
eran parecidos, si no los mismos, a los dos muchachitos que había
visto en el monte el sábado pasado. Apresuró su paso buscando la
seguridad de la calle, mirando de hito en hito hacia las ruinas y,
sí, para su desconsuelo, efectivamente no se equivocaba: allí
estaban los dos niñitos mirándolo desde la penumbra de una manera
extraña, riendo quedamente y haciendo señas para que los
acompañara; no vió que le hablaran, no obstante creyó escucharlos
invitandolo a jugar y divertirse, que querían ser sus amigos por
siempre. Antonio se vió tentado a ir hacia ellos, algo lo impulsaba
a seguirlos, no sabía porque pero le parecía que eran agradables y
simpáticos y quería quedarse con ellos. Ya se encaminaba hacia
donde estaban cuando dos hombres, vecinos de su calle, que pasaban
casualmente por allí, lo llamaron, “Epa, Toñito, ¿Qué haces en
esa fábrica? ¿Pa´donde vas?”. Antonio volteó a mirar como
saliendo de un trance y luego miró a las ruinas, pero ya los niños
no estaban. Asustado, pregunto a los hombres si habían visto a unos
muchachitos por allí, dentro de la fábrica, pero ellos le
respondieron que no, que no habían visto a nadie y le dijeron,
riendo, que saliera de allí porque salen espantos a veces en ese
lugar y que mejor se fuera con ellos hacia la plaza, cosa que el
muchacho hizo sin demora, mientras empalidecía y sentía que su
corazón se desbocaba.
Ya
en la plaza buscó a sus amigos y apresuradamente, tembloroso con la
voz entrecortada, les contó lo que acababa de pasar, allí mismo, en
el pueblo. Juan José, el mayor de todos, dijo que según un tio suyo
esos casos no eran extraños en esos parajes, que ya habían ocurrido
montones de veces, casi siempre por la época de la semana santa,
justo como ahora; también le dijo que esas visiones, especialmente
en el monte, eran duendes que vivían en sitios desolados y se le
aparecían a los muchachos que se aventuraban por sus predios, con la
intención de hacer que se perdieran y apropiarse de sus almas.
Además, le comentó también que los duendes pueden enamorarse de un
niño, sí, eso dijo su tío, enamorarse, por eso se presentan como
personitas lindas, inocentes y simpáticas, y desde entonces se le
aparecerán en cualquier lugar, cuando estuviera solo, para tratar de
llevárselo a su tierra de duendes y desaparecerlo de la faz de la
tierra. Para siempre. Y que cuando esos duendes visitan, o se le
aparecen, varias veces a alguien tiene que cuidarse, ya que esa
persona sufre un encantamiento, y para protegerse nunca debe quedarse
solo y necesitará un amuleto o escapulario de Tierra Santa.
Antonio
nunca más comentó si se le volvieron a aparecer o no las visiones
de los niños duendes, pero a veces se quedaba callado y ensimismado,
con la boca abierta, lánguido como soñando despierto o quien sabe
que; nunca dijo nada, pero desde ese entonces todos empezaron a llamarlo «Toño el
encantado”.
WPB 2022
OPINIONES Y COMENTARIOS