El monovolumen
La puerta se abrió con el primer golpe de nudillos. Un hombre de mediana de edad, embatado y enzapatillado a cuadros, emergió del umbral café en mano y urgencia en el rostro.
El policía, sin tiempo para presentarse ni pedir la hora, fue urgido al interior bajo el ritmo trepidante de cinco “pase” que culminaron con el sonido de la puerta cerrándose a sus espaldas. Una multitud de cuadros amarronados en felpa lo guiaron por el pasillo en penumbra hasta la cocina. El agente de la ley quedó sentado y servido antes de haber oído el sonido de su voz en aquella casa.
—¿Le apetecen a usted unas galletas con el café? —preguntó el hombre—. Tenemos de todo tipo. Mi mujer insiste en que son el alimento del futuro y que tenemos que ir acost….
—Román Jiménez, supongo. —La severidad de aquellas palabras pareció provenir del uniforme más que del ser humano.
Román abandonó de inmediato la lucha por acomodar un exageradísimo surtido en la mesa redonda. Como sobre un globo mortalmente herido, tomó asiento con lentitud, sin apartar la vista de la chaqueta azul del policía.
—Sí.
—Tengo entendido que desea poner una denuncia por la desaparición de su esposa.
—Así es.
—¿Sería tan amable de confirmar que los datos que tengo son correctos? —Sacó una libreta de anillas del bolsillo frontal de la camisa y leyó de corrido—: Ana María Sánchez, un metro sesenta y cinco centímetros de estatura, complexión delgada, cuarenta y ocho años, ojos marrones y pelo ¿indefinido?
—Le gusta mucho teñírselo —respondió Román a modo de disculpa.
El policía frunció el ceño.
—¿En el momento de la desaparición?
—Negro… creo. —Y como leyéndolo en la rigidez del rostro que lo observaba—: Sí, negro. Seguro.
El agente tomó nota en su cuaderno.
—¿Podría determinar usted el momento de la desaparición?
—Nos acostamos a eso de las diez. Yo apagué la luz de mi mesita sobre las diez y media y ella seguía a mi lado, leyendo. A las tres, me desperté y ya no estaba.
El policía miró su reloj.
—Tres horas —señaló áspero.
—Imposible de saber —se defendió el otro—. Ya le he dicho que estaba durmiendo.
El agente emitió un leve carraspeo mientras garabateaba en su pequeña libreta.
—¿Algún familiar, amigo o vecino a quien haya podido ir a visitar?
—¿A las tres de la madrugada? No lo creo. De todas formas, la familia de Ana es reducida y vive lejos y nuestra relación con los vecinos es… cortés, no del tipo de las que hacen visitas. En cuanto amigos, mi mujer no tiene amigos. Opina que, en fin, que —y levantó dos dedos de cada mano para escenificar el conocido gesto del entrecomillado—, “diluyen” tu vida.
—Ya veo. —Más anotaciones—. ¿Algún problema de salud mental o físico que debamos tener en cuenta? —La duda pareció saturar los ojos del marido al punto de ceguera—. ¿Y bien?
—Verá usted, no hay ningún diagnóstico oficial. Ana es… digamos “especial”.
El policía no reaccionó.
—¿Algún problema de salud mental o físico que debamos tener en cuenta? —repitió, usando, de nuevo, la voz de su uniforme.
—Difícil de explicar —comenzó Román titubeante—. Le puedo poner ejemplos. —La última palabra quedó flotando entre ellos elevada por un ligero tono interrogativo.
—Por ejemplo —continuó el marido ante la dolorosa indolencia de aquel uniforme—, cuando conocí a mi mujer, ella viajaba con un loro.
El policía respiró profunda y cansinamente. Escribió “loro” en su libretita y le anticipó una línea a forma de guion.
—Nombre, por favor.
Román alzó los ojos al techo: «Auxiliadora».
—Una lora entonces —corrigió visiblemente molesto. Añadió un rabito a la o final y procedió a añadir el nombre.
—Según ella —continuó el marido—, la presencia del pájaro simplificaba sus viajes. Cuando necesitaba algo, solo tenía que acercarse a la persona que podía ayudarla y enseñarle el loro. Mi mujer asegura que se trata de una pulsión humana irremediable. Algo relacionado con el color de sus plumas vuelve a las personas incapaces de negarle nada.
—Al loro —puntualizó el uniformado.
—En efecto. Ella lo llama “éxtasis caritativo” y afirma que nunca tuvo que pagar por transporte alguno, comida o residencia porque todo le era facilitado, a veces incluso antes de tener que pedirlo con palabras.
—Facilitado… por el loro.
—Eso dice.
El agente hizo amago de anotar algo, pero el bolígrafo se mantuvo inmóvil sobre el papel.
—Mi mujer lo compara a un fallo en un programa de ordenador, pero en la psique humana.
—Ummmh.
—Un día le pregunté que de dónde había sacado semejante idea. Ella va y, muy seria, me contesta que es vox populi. Yo, atónito por semejante respuesta, le pregunto, ¿Pero tú sabes lo que quiere decir eso? y ella me suelta, pues claro todo el mundo lo sabe. —Román meneó la cabeza—. Si es que no puedo con ella.
El brazo que sostenía el bloc cayó en ángulo recto sobre la mesa.
—¿Alguna información sobre el paradero actual del loro? —inquirió en un tono de infinito desaliento.
Román lo miró como si le hablase en un idioma extranjero.
—Murió, hace años ya.
El policía tachó de su libreta las palabras lora y Auxiliadora con patente fastidio.
—Le cuento esto porque quiero que entienda usted mi preocupación. ¡Ana podría estar en cualquier sitio! ¡Haciendo cualquier cosa sin sentido! —y añadió—: incluso algo peligroso.
—Señor Jiménez, soy agente de la ley, no un consejero matrimonial. Le agradecería que se ciñese a los datos que puedan resultar de utilidad para encontrar a su mujer.
—Disculpe, no pretendía… —pero antes de poder terminar la frase, la diligente libreta volvió a la acción.
—¿Qué vestía en el momento de la desaparición?
—¿Pijama?
—¿Zapatos?
—Zapatillas… rojas.
—¿Sospecha de alguna razón por la que su mujer haya podido ser víctima de un secuestro?
—No lo sé. No lo creo. —Y se encogió de hombros.
El agente usó el extremo sin punta del bolígrafo para rascarse la cabeza.
—¿Le importaría, señor Jiménez, que hiciéramos juntos una revisión de su casa? —su voz desprovista de tono y emoción.
Román abandonó su silla de inmediato. «El dormitorio está en el piso de arriba», dijo ciñéndose el cinturón de la bata con esmero.
Recorrieron en la penumbra el pasillo de entrada a la residencia. Al llegar a la escalera, el policía sacó una pequeña linterna para inspeccionar el hueco. «¡Disculpe!», Román se apresuró a encender la luz, «es la costumbre». Comenzó a subir los escalones. «Ana piensa que la luz artificial obstaculiza la evolución natural de nuestra especie. Según ella, hace tiempo que habríamos adquirido la capacidad de ver en la oscuridad si no hubiese sido por este invento».
Una serie de cuadros, colgados en línea, acompañaban la subida al segundo piso. Uno por uno, el agente se paró a examinar su contenido y uno por uno no le ofrecieron más que la blancura de la pared de la que pendían. Al llegar al último, sin embargo, reparó en que el color del interior era azul. Con sumo cuidado, lo separó del tabique del que colgaba; un cuadrado, perfectamente alineado con los límites del marco, había sido pintado y rellenado en añil directamente sobre la pared. Volvió a dejarlo en su lugar y prosiguió su marcha escaleras arriba sin decir una palabra.
Al llegar arriba Román se acercó a la primera habitación: «Este es el dormitorio». Una cama doble abría su abrazo en dos hileras de sillas que, desde la cabecera, bordeaban la habitación; pequeños y grandes montones de ropa (de todas formas, tamaños y colores) se apilaban sobre los asientos de las mismas y colgaban sobre sus respaldos; entre las cuatro patas de madera de cada una, aguardaban zapatos, zapatillas, botas y sandalias como centinelas dedicados a un turno de guardia. El agente accedió a la estancia, mientras Román le hablaba desde el umbral: «Ana rechaza los armarios y, por extensión, cajones y muebles que los contengan». El discurso del hombre seguía la espalda del funcionario mientras éste (linterna en mano), efectuaba un avezado “cuerpo a tierra” para inspeccionar los bajos de la cama. «Alega que es el camino lógico para lograr la “verdadera liberación” ya que, si el primer paso fue salir del armario, ahora tenemos que eliminarlo». Tras un cuidadoso escrutinio de la pelusilla bajo la cama y una breve inspección de las sábanas, el policía abandonó la estancia.
La habitación contigua tenía la puerta cerrada. «Es la sala» aclaró el dueño de la casa, «televisión, sillones y poco más». El agente se abrió paso sin remilgos. Román tenía razón. El mobiliario del cuarto se limitaba a una televisión de pantalla plana, que descansaba sobre un mueble de madera con baldas; dos sofás de dos plazas, rojo burdeos; y una mesita de té, también de madera, a juego con el mueble de la televisión. De todas maneras, el uniformado apenas reparó en todo esto. Con mano vacilante se acercó a la pared más cercana y tocó uno de los cartones de huevos que revestían por completo tabiques y techo. «Ana es hija de militar», de nuevo la voz pesarosa del hombre a cuadros, «los militares tenían sus propios médicos, dentistas, usted sabe. El caso es que para los quince años mi mujer tenía todas las muelas empastadas, no por su afición a los dulces, como podría usted pensar, si no por la “misión” encomendada a aquellos dentistas de instalar transmisores en las muelas de los niños». Román se encogió de hombros, «Ana leyó en algún sitio que “esto”» y señaló la habitación con un movimiento difuso de apertura, «obstaculizaba la señal emitida por sus… muelas. Es aquí donde se empeña que vengamos a discutir cualquier tema que considera pueda ser de interés a … “ellos”». El policía dio un paso atrás para observar las paredes desde cierta distancia. Había cartones de dos colores: verdes y crema; y dos tamaños: docena y media docena. Usando estas variables y con gran habilidad la mujer había compuesto la palabra safe en una pared y room en la opuesta. El agente se volvió al dueño de la casa y, por un momento, pareció a punto de decir algo. Permanecieron un rato en silencio.
—¿Entiende usted ahora mi preocupación?
—¿Garaje? —Fue la contestación del policía.
—Por aquí. —Señaló la escalera y se quedó atrás para dejar cerrada la puerta de la sala.
Al pasar de nuevo por los marcos vacíos Román comenzó a hablar de nuevo: «Ana opina que es injusto el modo en el que los cuadros…». Pero el policía levantó la palma de la mano en señal de “alto”. «¿A la izquierda?», preguntó al llegar al último escalón. Román, molesto ya por tanta displicencia, tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el tono cortés: «Sí. Siga usted por el pasillo, la puerta está en la cocina».
«Ve usted, el coche sigue aquí», indicó tan pronto se hizo la luz. Un monovolumen de un verde metalizado ocupaba el centro del garaje. A su alrededor, una multitud de estanterías abiertas cubrían las paredes de cajas y bártulos de todo tipo. El aguerrido representante de la ley se disponía a comenzar su inspección de los bajos del vehículo, cuando la puerta trasera se deslizó en parsimoniosa apertura. Una señora de mediana edad, en pijama y con el sueño aún fresco en pelo y ojos, hizo su aparición.
—¿¡Por qué has encendido la luz!? —protestó haciendo una visera con la mano. Luego, observando al uniformado—: ¿Román?
—¿¡Ana!? —exclamó éste dando un paso hacia su mujer antes de que el agente se impusiese en su camino.
—¿Ana María Sánchez? —Con presteza felina, el policía había canjeado la pequeña linterna por bolígrafo y libreta menuda—. ¿Puede usted confirmar su identidad?
—¿Se puede saber qué ocurre?
Un amago de intento de explicación por parte del marido quedó interrumpido, de nuevo, por la impecable profesionalidad del policía.
—Su marido, Román Jiménez. Ha puesto una denuncia por su desaparición.
—¡Román! —clamó con indignación.
—¿Pero se puede saber qué hacías durmiendo en el coche? ¡Por el amor de Dios!
Ignorando la reclamación de su marido, Ana se dirigió al uniformado.
—Lo siento muchísimo caballero, mi marido… en fin. —Lanzándole una breve pero torcida mirada—. Lamento que haya usted perdido su valioso tiempo…
—Es por la forma —dijo el policía poniendo la mano sobre el techo del vehículo—. La forma oval de la carrocería.
Aquellas palabras captaron la atención del matrimonio por razones absolutamente dispares: la confusión en el marido, que convirtió su rostro en un crucigrama en blanco; el delirio en la mujer, que halló, por fin, la razón de su existencia. «¡Exacto!», exclamó ella bajo su aliento.
—Las ondas cerebrales del sueño rebotan con el perfil curvo de la carrocería. —El discurso arrojó sobre el agente un vistoso talante intelectual—. Para, de este modo, volver a ser reabsorbidas por el sujeto. El resultado es la obtención de un sueño profundo y relajado.
Román no daba crédito. Los ojos de Ana brillaban como los de una rana recién salida del agua. «Y son naturales y orgánicas, ¡como que son tus propias ondas cerebrales!».
—¡Por supuesto! —agregó el agente esbozando la primera sonrisa que Román le había visto desde que lo hiciese entrar por la puerta—. Le aseguro que la hubiésemos encontrado mucho antes si su marido se hubiese dignado a comunicarme que eran propietarios de un monovolumen.
La mujer se dirigió a su marido abriendo los brazos con exasperación, «¡Román!». Los ojos de él tan abiertos que competían en tamaño con los cuadros que cargaba en su bata.
—De todas formas —continuó ella devolviéndole la sonrisa al uniformado—, este hombre es siempre así, rápido en actuar, siempre haciendo, haciendo y haciendo. Si hubiese esperado un poco antes de llamarles a ustedes yo misma se lo hubiese explicado todo. Estoy cansada de decírselo, oficial, ¡algunas veces lo más sencillo es no hacer nada!
«”Algunas veces”», le recalcó a Román su mente anonadada.
—¡Ay! —suspiró el funcionario—. Ni se imagina usted lo importante que es eso en mi línea de trabajo.
—Permítame que le acompañe a la puerta, no me gustaría malgastar más de su preciado tiempo.
—Muchas gracias, aún tengo que redactar el informe de la noche. Un trabajo tedioso pero —se detuvo para asentir mientras se golpeaba la sien con el índice—, tengo un método.
—Cuénteme, no me deje en ascuas. —Ana abrió la puerta que daba a la cocina y se apartó para dejar paso al agente.
—El método terminal.
—¡Ah! ¡Lo conozco! Se trata de empezar por el final, ¿verdad?
—¡Correcto! —exclamó él mientras cruzaba triunfalmente el umbral abierto—. ¡Imposible dejar un trabajo inacabado!
Román quedó inmóvil oyendo el eco de la alegre conversación alejándose dentro de la casa. Su cabeza sumida en una densa niebla de irrealidad; consideraba las similitudes entre insensatez y locura, el cerebro humano y el de un perro o una hormiga y tantas otras premisas sin remedio ni provecho alguno. Abrumado por meditaciones tan enrevesadas no se percató de cómo, abatido por la ofuscación y la falta de sueño, su propio cuerpo lo conducía a hurtadillas al asiento de atrás del monovolumen y cerraba la puerta.
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