Por: Deymer Estrada 

Los dados han sido lanzados y el destino está decidido. Sangre azul penetra en la virginidad hecha tierra, españoles desembarcan en la excitación más ofuscaste mientras las miradas de los “indios” palidecen perplejas la llegada de los dioses descendidos de la Pinta, la Niña y la Santa María.
Pupilas dilatadas, espíritus embelesados; aire templado, silencio confundido. Sueltos los murmullos al aire cargan el temor de los desconcertados… pobres almas perturbadas. ¡Divina equivocación! Empero, ¿es error si es designio de Dios? Era inevitable el encuentro. Vestigios, rastros idealizados en el sincretismo más endeble. Elevan sus cantos al Sol.
Aun así, el ideal de conquista trastorna el espíritu más noble y la prodigiosidad estigmatiza las almas más preparadas… quienes foráneos, dicen desembarcaron, no eran tales hombres. Porque la virtud no mueve carabelas y la prodigiosidad se revuelca en tronos de seda, desgraciados zarpan a la ventura mientras la nobleza cena lomos de plata. 

Miseria humana
La angustia flota entre el escorbuto y el mar picado. Amparados por las estrellas, su futuro es incierto. El horizonte es lejanía y la lejanía esperanza, porque mientras más lejos esté, más creemos en ello. Ciega fe. Pero al hombre le parece tan vacía la vida, que la pasión se ha convertido en su única arma. Atados a la maldita naturaleza de la racionalidad, persiste como recordatorio de nuestra alma mortal, hasta que tierra emerge del mar como la euforia es a ella. El cansancio es efímero cuando fuerzas brotan como cual último aliento de moribundo, y así, como quien está a punto de morir, alzan sus manos dando gracias al cielo.

Sublimidad: el milagro de lo inefable


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