Las vueltas que da la vida

Las vueltas que da la vida

Fernando Monge

04/03/2022

Se me hacía raro volver a estar sentada en un patio de butacas. Fue en un teatro parecido donde descubrí a Julián con otra. Me había dicho que se iba a jugar al mus, así que, en el último momento, quedé con Candela para ir al cine. Llegamos tarde, con la película ya empezada. En busca de la felicidad, tiene guasa cuando lo pienso. ¡Qué película más mala! Ese final con el que dices, ¿ya está? Pues mira, por preguntar si ya estaba. Cuando encendieron las luces, el que estaba allí era Julián, en la fila de delante, mordiéndole la oreja a aquella tipa. Nunca unas luces encendidas me habían provocado tal apagón.

Me pasé meses sin salir de casa, viendo series y alternando palomitas con Prozac. Hasta Candela estuvo a punto de tirar la toalla. Menos mal que no lo hizo, y que me convenció para que tuviera mi primera clase de yoga con Roge. Me animé simplemente porque daba las clases en casa, y no me obligaba a pasearme con esas mallas y esa alfombrita de faquir moderna con la que se pasean las mujeres de mi edad los sábados por la mañana.

Cuando lo vi en el rellano de la escalera, con aquel pantalón que parecía un saco de patatas atado con una cuerda y la camisa abotonada hasta la mitad, dejando medio pecho descubierto, casi le cierro la puerta. Si no lo hice fue porque me quedé mirando el amuleto que tenía colgado con aquel cordel de cuero gastado. Al principio parecía un aro grueso y rugoso, pero al fijarme observé que se trataba de una serpiente que se estaba tragando su propia cola. Debí de estar mirándola un rato, porque cuando subí los ojos me encontré con los de Roge, sonriendo tras unos cristales apenas sujetos por unos alambres que supongo que él llamaba gafas, y mostrando aquella boca que parecía un piano a medio desguazar. Me recordó al viejo piano de mi padre.

Ya iban dos detalles de Roge que me impidieron cerrar la puerta. El tercero fue su voz. ¿Te puedes enamorar de alguien por su voz?, recuerdo que pensé. Lo siguiente que pensé fue lo poco que me gustaba el olor dulzón a Pachuli que dejó mientras entraba en casa. Durante los siguientes meses las sesiones semanales de yoga con Roge se convirtieron en mi terapia. De hecho, cada vez hacíamos menos yoga y más tertulia. A él le encantaba reírse de las frases que yo iba escribiendo en Postits y pegando por todas las habitaciones. Siempre se daba un paseíto por la casa, con las manos atrás e inclinando el cuerpo hacia delante, supongo que imitando a Ghandi, y volvía con uno o dos en la mano. Los leía en alto con sorna, empezaba a criticar las frases, y con la excusa nos poníamos a filosofar.

Poco a poco fui sintiéndome mejor, lo suficiente como para animarme a proponerle tomar algo al chico que trabajaba en el Súper. Supongo que el verle ateniendo en la caja, el único hombre, me hizo pensar que era vulnerable y me dio menos miedo lanzarme. La cosa no duró mucho porque rápido intuí que lo que necesitaba era una madre y no una amante, pero no importó, entre otras cosas porque pronto le siguió el rollo con el que vino a arreglar el piano. Aquél de vulnerable tenía poquito, pero verle allí manipulando las básculas y martillos de las tripas del piano me excitó lo suficiente como para ponerle una mano en el hombro. El sexo que siguió sonó como un órgano tronando en las bóvedas de una iglesia, pero en cuanto terminó, el restaurador de pianos salió de mi vida con el mismo silencio con el que había entrado.

Estos encuentros me hicieron rencontrarme con mi cuerpo, pero sobre todo me ayudaron a aceptar lo que ya venía sospechando, que de quien me había enamorado era de Roge. Porque sí, parece que te puedes enamorar de alguien por la voz. Roge era desgarbado y tenía una boca horrible, pero de aquel piano destartalado salía una música que me hipnotizaba. No solo era ese tono que sonaba a adicción superada – todo el mundo llega al yoga huyendo de algo-, ni siquiera lo que decía, bastante cursi cuando lo recuerdo, aunque quizá bajo el Prozac todo sonara distinto. Era sobre todo cómo decía lo que decía, ilustrando siempre sus reflexiones con imágenes de ritos védicos o cuentos de las antiguas civilizaciones babilónicas. Creo que me recordaban a los cuentos que me contaba mi padre de niña, tumbado a mi lado en mi pequeña cama, con sus piernas colgando por fuera. Mi padre, Mircea de Giro, era hijo de padre italiano y madre rumana. Tocaba el piano en una orquesta en la que conoció a mi madre. Siguiéndola a ella había venido a España, pero enviudó pronto, al nacer yo. Aquello lo pudo superar, pero cuando, jugando conmigo en un jardín, una víbora le mordió los dedos y se los tuvieron que amputar, se fue pudriendo por dentro. Decidió irse con una sobredosis de heroína.

Me sorprendí a mi misma contándole la historia de mi padre a Roge. Ni siquiera a Julián le había explicado cómo había muerto. Supongo que aún me dolía no haber conseguido ser motivo suficiente como para que mi padre decidiera no matarse. No es tu culpa, me dijo Roge, antes de acercarme su dentadura descompuesta. Y pude comprobar a qué sabía un piano roto mientras me besaba con sus labios resecos y su lengua pastosa. Confirmé que hasta de un instrumento averiado puede salir música, si una está dispuesta a escucharla.

De aquellas semanas recuerdo sobre todo el perfil inclinado, las manos atrás, de Roge cuando paseábamos por el Retiro a media mañana, y sus dedos como garras apretando mis caderas mientras me embestía en la cama, y su aliento de niño agradecido en mi cuello y mi oreja cuando se descargaba. Era primavera, y quizá por eso todas esas memorias tienen una luz especial, de promesa de algo que se abre paso tras el frio. Y quizá por eso no entendí que Roge desapareciera un día sin decir nada. Si esta vez no me dio tiempo a volver a caer en la depresión fue porque me puse a recopilar todos los Postits pegados por las paredes de mi casa de una forma frenética. Se me ocurrió escribir un libro con todas aquellas frases que tanto le molestaban a Roge. Lo escribí para vengarme de él, de Julián, de mi padre. Para convencerme de que una como mucho puede escuchar la música de un piano roto, pero no puede aspirar a arreglarlo.

Es por este libro por el que estaba sentada en esa butaca. Esperando a que anunciasen el premio del Primer Concurso Joseph Campbell de Libros de Crecimiento Personal. Y el primer premio es para… ¡Las vueltas que da la vida, de Amelia de Giro! Vi sorprendida la cara que apareció en la pantalla, mirándome. Era mi foto de LinkedIn, aquella que me sacó Julián tras varios intentos, contra la pared blanca del pasillo de casa, intentando que no saliera el antiguo piano de mi padre. Tan extraña se me hizo aquella cara, tan lejana, que Candela tuvo que darme un codazo para recordarme que tenía que salir a recogerlo.

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