Violeta acababa de cumplir siete años. Se habían reunido en casa de su abuela con toda la familia para celebrarlo. Antes del pastel, su madre le dijo que esa edad era importante.
―A partir de ahora ya se considera que tienes uso de razón, cariño ―le dijo acariciándole el pelo.
Violeta la miró extrañada. La madre siguió:
―Eso significa que ya eres capaz de entender cosas que hasta ahora no entendías. Ya no eres una niña pequeña. No te gustarán los mismos juegos, ni hablarás de lo mismo. Tus preguntas cambiarán y tus respuestas, también ―aclaró la madre mientras cogía el cuchillo para cortar el pastel―, así que sopla bien fuerte para dar la bienvenida a esta nueva etapa ―concluyó. Y le dio un beso en la cabeza. El resto de la familia rodeaba la mesa y la miraba con atención y cariño.
Ella sopló las velas más confundida. Y pensó que su madre se había olvidado de recordarle que pidiera un deseo. Empezaba los siete con menos alegría.
Luego le dieron los regalos: un monopatín, un ajedrez, cromos de su última colección, un albornoz amarillo, unas bambas para hacer deporte y un diario con llave.
Después de dar las gracias, fue a jugar con sus primos a la otra punta del piso al escondite. Ella decidió esconderse debajo de una mesa camilla. Allí por fin encontró un momento de intimidad. Se miró las manos. ‘Tengo siete años. Deberían ser distintas, pero yo las veo iguales. ¿Qué es lo que tengo que entender?, yo no quiero ser mayor. Yo quiero seguir jugando a lo mismo y reírme igual. Pero quizás sí que tiene razón mamá. No me apetece estar jugando a esto, prefiero estrenar el diario’.
Cuando la encontraron, se volvió a mirar las manos y les dijo que a la próxima no jugaba. Salió un momento a buscar el diario y volvió a su guarida. Las voces de sus primos, como si fueran un enjambre, iban y venían despreocupadas. ‘Por fin sola, ahora igual sí que puedo entender esas cosas de las que hablaba mamá’. Pero al cabo de un minuto, oyó a sus tíos hablando en la habitación de al lado.
―Perdón, ¿vale? Te lo tengo que repetir hasta el infinito, ¿o qué? Ya sé que te lo prometí, pero es una reunión importante. Ve al teatro con tu hermana. ¿Piensas que me apetece trabajar un sábado? ―susurró su tío.
―No me sirve que me pidas perdón. Cancela la reunión. No me vengas con excusas. Dime que no te apetece y punto ―contestó la tía con un tono de voz más elevado.
Violeta se quedó reflexionando sobre la palabra infinito. Recordó lo que le habían explicado en clase la semana anterior. ‘Solo existen los números del cero al nueve, el resto son combinaciones hasta el infinito. El infinito es algo eterno, que no tiene fin, que no acaba, por tanto, que nadie conoce’. Entonces no lo entendió, pero ahora quizás sí que podía. Volvió a mirarse las manos. Empezó a escribir los números en su diario. Con tantas páginas, seguro que llegaría hasta el infinito. Llenó cuatro. Cuando iba por el mil trescientos sesenta y siete, su madre subió la tela de la mesa camilla y, agachada, le dijo:
―¿Qué haces aquí, cariño? Te estaba buscando. ¿Por qué no estás jugando con los primos?
―Ya soy mayor, mamá. No me gusta jugar al escondite. Estoy escribiendo todos los números hasta llegar al infinito ―contestó con el diario abierto encima de las piernas cruzadas―, pero tengo miedo de quedarme sin páginas para escribir otras cosas, ¿me podrías decir por favor cuál es el número que va justo antes? así solo tendré que sumarle uno y ya lo sabré ―preguntó cerrando levemente los ojos.
La madre sonrió. Luego le dijo que saliera, la cogió en brazos, y, mirando cada una hacia un lado, contestó:
―Sí que te has hecho mayor, sí. Ahora ya puedes entender que hay preguntas sin respuesta.
Violeta volvió a mirarse las manos. Ahora sí las vio diferentes.
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