Nací de Golpe

A mediodía del martes 11 de septiembre de 1973, dos aviones hawker hunter cruzan el espacio aéreo de la ciudad de Santiago volando de sur a norte en dirección a La Moneda. Esta maniobra militar es dirigida por el general Pinochet y su objetivo es consumar violenta y definitivamente el golpe de estado, bombardeando el palacio de gobierno donde aún ofrece resistencia el presidente Salvador Allende.

La osada estrategia de estos cazas exige romper la barrera del sonido en vuelo rasante, acción que realizan en arriesgada maniobra justo por sobre nuestras cabezas, donde irrumpen luego de un incierto recorrido y dejan tras de sí, un desgarrador estruendo que se proyecta en una serie de ondas que golpean y atraviesan con gran energía todo lo que encuentran a su paso. Yo, sin presentirlo siquiera y por estar justo bajo su trayectoria, recibí de lleno toda la potencia de su impacto.

Con sólo cuatro años de edad me toca absorber abruptamente la gran intensidad de este perturbador evento; ahora y después de analizarlo muchas veces, he llegado a la conclusión que debido a la magnitud de este fenómeno, el efecto provocado logró activar los mecanismos biológicos necesarios para que, en ese momento, madure mi conciencia. Me hizo asimilar la realidad en la que estoy inmerso, y por primera vez tengo el conocimiento manifiesto de mi y de lo que me rodea, siento que soy alguien, me reconozco como un sujeto pensante y de golpe nazco definitiva y plenamente a la vida.

Asimilada esta conmoción que despierta mi conciencia, puedo notar que mi memoria se hace continua desde ese momento en adelante. Recuerdo que estoy de pie, buscando algo en un viejo velador metálico al lado de mi cama, temeroso y algo confundido giro y miro tras de mí, donde observo un gran marco de luz rectangular que da forma a la puerta del cuarto donde me encuentro; imagen que es interrumpida abruptamente por la Lula, nuestra perra, que afectada también, entra corriendo, aullando y muy asustada se mete debajo de la cama. La habitación está muy oscura y aparte de la luz que entra por la puerta, se observan tenues líneas luminosas que a un costado dibujan un marco de ventana, y en la penumbra, sutilmente se logran distinguir las paredes, construidas por tablas en bruto, superpuestas entre sí y clavadas a un entramado de listones que dan cuerpo a la mediagüa que nos sirve de vivienda. Las rendijas en esta estructura filtran delgados haces de luz que atraviesan la habitación, en los que se reflejan oscilantes brillos del polvo en suspensión, brindando profundidad y una clara forma de este humilde espacio.

Cierro los ojos y respiro profundamente, hasta sentir cómo el intenso olor a tierra húmeda irrumpe en mi mente y logra evocar a mi madre; la recuerdo ese mismo día, más temprano, mojando el piso para luego barrer enérgicamente hasta el último rincón. Miro entonces el suelo desnudo muy compacto, limpio hasta los bordes, donde se asoman pequeños brotes de pasto fresco, los que se muestran como persistentes testimonios de la precariedad de nuestra vivienda. Levanto la mirada y veo al lado izquierdo cómo se balancean, en inestable equilibrio, cuatro pilas de cajones tomateros, arrumados hasta casi tocar las fonolas del techo, y al lado de la entrada, en un rincón cerca de la ventana, sobre una pequeña banca de madera, reposa un alto de historietas Disneylandia, ordenadas según su estado, esperando otra jornada de intercambio de revistas.

Muy asustado creo escuchar mi nombre y salgo rápido del cuarto, al cruzar el umbral, veo a mi madre, que viste una blusa estampada y un jeans de mezclilla, atuendo que debiera mostrar alegría u optimismo, pero en este momento se ve truncado por la tristeza que refleja su rostro. La noto llorar junto a la mesa, abatida y muy concentrada escuchando una pequeña radio. Me acerco e intento abrazarla, pero al verme, con frialdad me dice: ¡ve a buscar a tus hermanos!

Miro hacia la puerta, donde viene corriendo un niño algo mayor que yo. ¡Es mi hermano Orlando!, ¡lo sabía!, de prisa y sobresaltado entra y abraza a mi madre, yo hice lo mismo.

— ¡Llama al Daniel!, ¡llama al Daniel!, —gritó mi madre. ¡Mi otro hermano!, ¡el más grande!, también lo sabía.

—Daniel, antes que oscurezca, por favor, lleva estas cosas en la carretilla y tiralas al otro lado de la cancha, entre las zarzamoras, ¡ten mucho cuidado!, y ¡vuelve rápido por favor! —Mi madre le ordena.

Consciente de lo que ocurre, realiza con mucho sigilo la tarea, pero a pesar de ello, cuando se encuentra al otro lado de la cancha, aparece de la nada, a muy baja altura un helicóptero del ejército, disparando ráfagas de metralleta a todo lo que se moviera. Asustado corrí donde mi madre, pero ella salió de la casa como un rayo y alcanza a observar cuando la nave militar se aleja después de haber acechado por todos los rincones del campamento. De pronto, veo a mi hermano que vuelve corriendo a la casa. — ¡Tuve que esconderme debajo de la carretilla para que no me llegaran los disparos! —Exclamó muy exaltado y asustado.

El día se hace eterno y se convierte en una larga agonía, coronada por el intenso rojo del crepúsculo que marca el final de la jornada. Es la hora de once este momento, pero en vez de comer como de costumbre, nos quedamos reunidos alrededor del brasero, guardando silencio, escuchando los bandos informativos que emite por radio la recién instalada junta militar. Nos enteramos que se decreta estado de sitio y se instaura el toque de queda, con la orden perentoria de que todos deben volver lo antes posible a sus hogares y esperar allí hasta nuevo aviso.

La rojiza luz del ocaso poco a poco sucumbe ante la creciente penumbra y para evitar quedar a oscuras, mi madre enciende una vela, montada sobre una palmatoria de greda negra recargada de esperma, iluminando con esta tenue llama el estrecho espacio destinado a comedor. Sólo nos queda esperar que vuelva nuestro padre del trabajo, pero al poco rato, las tensas miradas que se entrecruzan entre nosotros consiguen que el Daniel se anime a buscar la guitarra para intentar atenuar la angustia de este trance; tímido le saca los primeros sonidos, procurando la aprobación de su impulso, comienza con una cuerda primero, luego verificando la afinación y paulatinamente tocando algunas notas, que al unirlas entre sí, las convierte en canciones, y con mucha propiedad entona algunas del típico repertorio de mi padre y las cantó en ese momento con orgullo para nosotros; recuerdo un par de ellas que me quedaron grabadas a fuego en la memoria:

♫ Quisiera ir a la luna y hacer una barricada con mi fusil engrasa’o y mucha bala pasada ♫

♫ Desde allí mirar la tierra sin descuidar la mirada… ♫

♫ y al que asome la cabeza: meta bala, meta bala.

Al que tortura a los negros: meta bala, meta bala.

Al que castiga a los indios: meta bala, meta bala.

Al que explota a los obreros: meta bala, meta bala.

Al que encarcela a mi pueblo: meta bala, meta bala. ♫ (1).

Esta milonga, intuyo que la cantó para que pudiéramos imaginarnos al menos que las balas que se escuchaban iban en la dirección correcta.

Luego de una silenciosa y no muy larga pausa, toca la siguiente canción:

♫ Vou cantando bem sozinho até o rancho onde ela mora, mas se encontro seu marido segurinho vou embora. ♫

♫ Voy silbando despacito, la luna me está mirando, y la noche me cobija pa’ pasar el contrabando.

♫ A lomo de mula llevo mis barriliños de caña.

Vi’ a llegar a Vichadero si la suerte me acompaña. ♫

♫ Vadeando el Paso Fundo con Gabinito y Espinosa, a eso ‘e la medianoche

a balazos fue la cosa. ♫

♫ Quebré un tostado precioso, regalo de mi compadre,

y a mí me salvó el oscuro

de la noche al emponcharme. ♫

♫ Me salvé en ancas de un piojo, perdí el chifle y el tabaco;

las garras y el esmísel

y un güíncher cuarenta y cuatro. ♫

♫ Contrabandista ‘e frontera, oficio ‘e macho, se sabe, que pan que niega el gobierno, a balazos igual se hace. ♫ (2).

Esta chamarrita, la entiendo como una plegaria, que mi hermano cantó esperando que nuestro padre pudiera emponcharse en lo oscuro y así salvar su vida en esta noche infausta.

— ¡Deja eso ya, Daniel!, ¡vas a despertar a la Chofi!, —dijo mi madre.

La Sofía, mi hermana menor, una bebé de un año que dormía en su cuna, ajena a la cruda realidad que en este momento nos sacude.

Sobre la silla de cabecera del comedor, en el rincón de los recuerdos y adornos, está doblado un suéter de color blanco y al verlo me acerco intrigado, lo tomo en mis manos, le hundo mi cara y lo huelo, ¡es de mi padre!, esta sola acción me permitió tener una muy clara imagen de él en mi mente, lo vi de frente, utilizando el mismo suéter, que a pesar del cuello de tortuga, igual se distingue el subir y bajar de su manzana de Adán, muy prominente y característica, veo además, cómo los lóbulos de sus orejas se asoman por sobre los escasos pelos que pretenden ser patillas y noto un dejo de tristeza en sus ojos almendrados, «como si supieran de antemano que la realidad que nos toca vivir es menos que una vida, que es sólo una ilusión, una provocadora intención que se transforma en una inexorable lucha». Lo veo sonriendo, viniendo hacia mí, esperando que me acercara a sus brazos para levantarme y abrazarme. Fue un momento de intensa y profunda alegría.

Desde el preciso momento en que los aviones irrumpieron en el cielo, de allí en adelante, toda la realidad se volvió gris, sorda y fría, como si todas las actividades cotidianas estuvieran envueltas por un manto de miedo, manto que hace sentir el lejano traqueteo del cabalgar de la muerte trayendo la desgracia, insinuando su presencia a través de persistentes ruidos, cortos y agudos, como latigazos, la mayoría muy lejanos, los cuales se fueron sintiendo cada vez más claros y cercanos mientras más avanzaba la noche. La angustia y los llantos duraron hasta muy tarde, y como nunca, mi madre durmió con todos nosotros; algunos disparos se sentían muy cercanos y nos despertaban, entonces ella nos abrazaba con más fuerza todavía procurando llamar al sueño. Mi padre no llegó a casa esa noche.

El alba del nuevo día se manifiesta con pálidos rayos de luz de tonos azulados que componen un marco triste y doloroso para esta fría mañana. Mi madre nos levantó temprano y nos vistió muy arropados, como si nos preparara para un largo viaje. Mientras ella se terminaba de vestir, llegó mi tío David, hermano de mi padre, y al verse, se abrazaron muy fuerte. Después de conversar a susurros un momento, nos dicen que deben salir un rato y que vamos a quedar al cuidado de nuestra prima Gloria, que justo llega en ese momento.

Al entrar, no pudo esconder su tristeza por lo que ocurría y nos abrazó con ternura. Lo primero que hizo, fue sacar el brasero, le puso una carga de carbón y encendió el fuego; una vez listo, nos sentó a todos a su alrededor, puso a hervir agua en la tetera, calentó unos trozos de pan en un tostador sobre el anafre y tomamos un amargo y silencioso desayuno. Luego de comer y mientras tomaba en brazos a Sofía, intentó explicarnos lo mejor posible lo que está aconteciendo, habló de aviones que bombardearon La Moneda, de militares por todos lados, balaceras y muchos muertos; que mi madre con mi tío fueron a buscar a nuestro padre que no volvió del trabajo. Él, en este momento, es el encargado del apresto y acabado en una fábrica textil, ubicada en el cordón industrial de San Joaquín, a pocas cuadras de nuestra casa.

No mucho rato después, un mal presentimiento nos invade, se sienten carreras de un lado a otro, vecinos gritando y llantos desgarradores. La Gloria se asoma y nos advierte de un gran alboroto que proviene desde el fondo del campamento, por donde cruza el Zanjón de la Aguada, canal de desagüe de la Quebrada de Macul y que en este tramo deslinda nuestra población por el oriente. Es tanto el estremecimiento, que mi prima, decidida, cargó a mi hermana en brazos y con todos nosotros tomados de la mano, fuimos hasta la orilla del zanjón a enterarnos de lo que ocurre. Para llegar, fue preciso recorrer un sendero peatonal de cien metros de largo, con una trayectoria ondulante y rodeada de mucha maleza de mediana altura, la que nos impide ver desde lejos, entonces nos obliga a cruzar por completo este sitio baldío, para enfrentar con gran dolor una imborrable y cruenta escena.

Un alborotado tumulto se agita conmovido en el lugar y a pesar del caos reinante, logramos distinguir entre la aglomeración a mi madre y a mi tío, los que estaban abrazados de rodillas en el suelo, muy cercanos al borde del cauce. Todos gritaban, lloraban y veían desconsolados desde esta orilla el trágico cuadro que se muestra al otro lado del zanjón, donde doce cuerpos con el torso desnudo, las manos atadas por la espalda y los ojos vendados, yacían abatidos, fusilados contra la pandereta que flanquea la orilla opuesta del canal. Después de cruzar con mucha dificultad entre el gentío, llegamos al lado de ellos y desde este lugar pudimos distinguir con total claridad, entre el grupo de ejecutados, el cuerpo sin vida de mi padre.

Así, en este pequeño confín de patria y al igual que en muchos otros lugares, se consuma tristemente la política de exterminio impulsada por el nuevo régimen y que es llevada a cabo con mucha eficacia por las fuerzas armadas y de orden, que componen la recién instalada dictadura militar.

—o—

(1) «Meta Bala», milonga perteneciente al folclorista argentino Atahualpa Yupanqui e interpretada en Chile por Ángel Parra.

(2) «Contrabandista ‘e Frontera», chamarrita compuesta por el uruguayo Pancho Viera.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS