Homenaje al 10 (Cuando la tatuadora es tu novia)

Homenaje al 10 (Cuando la tatuadora es tu novia)

(: LjTErAr10 :)

18/02/2022

Hace algún tiempo le comenté a mi novia que quería que me haga mi primer tatuaje, y que quería algo significativo. Descreyendo de mi interés ella me respondía, bueno dale, cuando quieras. Durante meses me senté a intentar diseñar algo para hacerme en alguna parte del cuerpo, también indefinida. Ella de reojo me miraba, veía mi constante frustración alegando frases de gran ayuda y motivación. No te lo vas a hacer nunca, no pierdas tiempo, insistía gozándome.

Un día ocurrió esa tragedia, esa muerte inesperada de Diego, esa condena eterna en la que nos vimos inmersos todos sus admiradores. Supe entonces que de alguna manera, debía rendirle homenaje y devolverle algo por todas las alegrías que le había dado al pueblo argentino. Sentí el deseo de sacarlo un ratito de mi corazón y de eternizarlo con algún símbolo que ilustrara mi piel. Así fue que estuve sentado en la computadora 4 horas seguidas un sábado a la tarde, hasta encontrar una mágica imagen que represente mis sentimientos. El primer paso estaba dado.

Era ya domingo, y tenía que ser un día épico. No había excusas. Mi novia y yo disponíamos de tiempo, la máquina estaba lista y el clima acompañaba. Fue ahí cuando descubrí el enigma. Ahí entendí el por qué había estado meses dándole vueltas al asunto. Estaba cagado hasta las patas. Me aterraba sentir dolor. Comprendí que las agujas eran las enemigas constantes de mi infancia (y de mi adultez). Obviamente que no lo hice. Y a partir de ese domingo comenzó la procesión de ir soltando miedos, conjuntamente con promesas dramáticas e incumplidas a mi novia. Mañana me lo hago, te lo prometo, le mentía descaradamente. Cada día recordaba las hazañas del astro, los tobillos hinchados, las fracturas expuestas, los golpes de la vida ¿Cómo pudo él aguantar tanto dolor, y yo acá rindiéndome al calvario de un simple pinchazo?

Habían pasado varios días y como seguía indeciso me pusieron los puntos. O te lo haces hoy, y dejás de dar vueltas, o no te lo hago nunca más, me gritó mientras regaba las plantitas del patio. Sabía muy bien que no había podido superar mi terror a la aguja, me di cuenta que los rostros de todas las almas tatuadas por esa mujer, se me venían a la mente con las peores muecas de dolor y sufrimiento. Tomé coraje, y no pretendan que explique si mi valor surgió impulsado por mis deseos sinceros de homenajear al genio futbolístico; o si, simplemente, me atemorizaba más la falta de paciencia y el tono con el que se dirigía mi novia cuando se hablaba del tema. La cuestión es que me decidí. Lo dibujó en silencio. Cuando lo estaba terminando me dice bostezando, no me vas a hacer dibujar esto al pedo. Ante esa amenaza sucumbieron las escasas dudas que me gobernaban. El reloj marcaba las 14 hs, me pidió que armara la camilla y me dio la sensación que me había mandado a cavar mi propia tumba.

Yo sabía que el gemelo es una de las partes del cuerpo que más duele, así que mi masoquismo es altamente alarmante, porque elegí ese lugar. Lo afeitó y luego lo roció con una mezcla de agua y alcohol. Al sentir un pequeño ardor, producto del contacto del rasurado inicial con el líquido, entendí que estaba en problemas. Si ya te arde eso, cómo pensás aguantar el tatuaje, me dijo con cara de muchos enemigos (y de esos que te quieren cagar a trompadas).

En ese momento mi hija salió de la pieza, me vio aterrorizado, sacó un par de fotos y se fue riendo. Al alejarse se oía su vocecita que gritaba “hacelo sufrir”, (en una clara señal de complot con mi novia por el solo hecho de que le había prestado ropa para ir a la plaza del centro).

Me acosté boca abajo, cerré los ojos, y mientras oía el ruido penetrante de la máquina recién encendida, pensé sonriendo, ojos que no ven, gemelo que no siente. ¡La pucha, si siente el gemelo! El primer pinchazo fue alentador y no me dolió tanto, pero a medida que la aguja iba surcando la piel, sentía un dolor aguantable, pero durísimo. Tenía mucho miedo todavía. Era miedo con dolor; era dolor con miedo (a que mi novia me retara si me movía). Y me entregué, me dejé hacer todo el daño que ella tenía planeado hacer conscientemente. Para empeorar esa escena trágica, en lugar de llamarme a silencio, comencé a hablar, y a hacer preguntas carentes de oportunismo.

¿Falta mucho? ¿Cómo va quedando? ¿Me dejás que camine un poquito? ¿Me sangra? Si y no, eran sus respuestas. Seca, distante, mala onda, gruñona, así estaba mientras me hacía sufrir (horas después confesó que su comportamiento era producto de la concentración).

En un solo momento de la sesión la charla se predispuso a un breve intercambio de pareceres, y es digna de que la relate textualmente:

-Yo: ¿Qué tal es mi piel?

-Ella: la verdad, es bárbara, marca bien y se nota bien pleno el negro.

-Yo: o sea que soy un lienzo ejemplar.

-Ella: ponele.

-Yo: al menos en algo no tenés que renegar conmigo.

Con un silencio furioso respondió mi último intento de ser chistoso en medio del calvario.

En un momento la máquina se detuvo, la apoyó en la mesa de trabajo y le pregunté si había terminado. Sí, me dijo, pero de marcar; ahora tenemos que pintar. Por ser novio de una tatuadora, sé que duele más el relleno que la línea, entonces tragué saliva y me aferré a la fe cristiana. Ya en ese momento un par de amigos eran testigos de mi sufrimiento, se reían, sacaban fotos y hacían menos pasable mi tarde.

No puedo explicar la sensación de sentir el puñado de agujitas rellenando, de color negro, aquel espacio virgen entre las líneas aún en carne viva. Era como si un puñado de fósforos se encendieran en mi piel. Como si un papel de lija, de grano 36, se moviera de un lado para el otro, apretado con la fuerza de un albañil que había tenido un mal día. Lo único que me sostuvo con vida, lo que me permitió evitar el desmayo (además de la vergüenza que me produciría contarlo), fueron las imágenes vivas de Diego en cada una de sus gambetas ¡Esto es por vos, esto es por vos! pensaba mientras contenía las lágrimas y acariciaba a mi perrita que sufría, viéndome así, pero que no se movía de mi lado.

En un intento por apaciguar mi llanto interior, la tatuadora (ya no la veía como mi novia), me pidió que relajara la pierna. ¡Encontrate con vos mismo y no vas a sentir tanto dolor! expresó. Un “hija de puta”, se me escapó sin querer. Como voy a meditar acá, esto no es yoga, me estás clavando 800 agujitas, exclamé. Sonrió, y fue la única sonrisa que le saqué durante horas, pero entendí que no había sido por mi astucia, sino porque confirmó, con mi pobre exclamación, que estaba sufriendo realmente.

Los últimos minutos fueron de mucho silencio. El final se veía venir. El sufrimiento era constante, pero me había acostumbrado. El dolor se sentía, pero ya era parte de mí. Ya los amigos se habían ido y mi hija no estaba. La perrita, cansada, había regresado a su cucha. Mi novia en ese instante solo generaba más dolor. Me sentí solo, me sentí desanimado, me sentí vencido; e imaginé que algo así podría haber sido, tiempo atrás, el final de la historia de un semi Dios que estuvo de paso por la tierra durante 60 años, y que ahora desde arriba, mirándome sufrir, seguramente le debe haber comentado al barba, codeándolo con la zurda, mirá a ese boludo, porque no se levanta de la camilla y se va al campito a jugar un picado.

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