Hay personas que seducen, que atrapan. Berta no. A Berta nadie se acordaba de invitarla a un cumpleaños o a una cena. Nadie recordará si estuvo en tal fiesta o si participó en tal reunión. Casi nadie recordaba su nombre a la primera, y casi siempre la llamaban Rita, por alguna extraña razón, como si Rita y Berta tuvieran algo que ver.

A Berta todo esto no le importaba. O si le importaba, se había quedado tan enterrado, que ya no era más que un sedimento invisible de su personalidad. Su sonrisa no llegaba nunca a iluminar su cara, pero siempre estaba allí. Quizá esa frase era la que mejor definía a Berta, siempre estaba ahí. No como esas personas que brillan, como la llama de una cerilla, para apagarse justo después. Cáscaras que cuando una por fin las abre para comerse la yema, están vacías. Incluso podridas.

Conocí a Berta en mi clase del Colegio de las Hermanas Trinitarias. Decir conocí es rizar un poco el rizo. Siempre me pareció que habíamos venido al mundo juntas, aquellas cuarenta niñas. Yo no recuerdo la emoción del primer día, ni el momento en el que nos conocimos, ni nada por el estilo. Mis compañeras de clase son parte de mi vida desde que tengo memoria. Debí conocer a Berta en aquel Colegio de mucho hábito y poca broma, pero, en realidad, para mi Berta ya era tan parte del paisaje como la calle empedrada por la que iba saltando todas las mañanas, acompañada de mi cuidadora, Esperanza, de camino al cole.

A Esperanza por ejemplo sí que la conocí, porque recuerdo cuando mi madre nos anunció a mi hermana Vera y a mi que Marimar ya no iba a trabajar más en casa. También recuerdo cuando mi madre entrevistó a Esperanza. La recuerdo sentada en el salón de nuestra casa, frente a la chimenea. Mi madre, muy recta, con las manos sobre la falda, con aquella sonrisa que buscaba tranquilizar, pero que solo asustaba. Esperanza estaba muy nerviosa, se frotaba mucho las manos y se veía claramente que exageraba su sonrisa cuando nos miraba.

De aquella época me acuerdo más de las manos que de las caras. Sobre todo, me acuerdo de las manos frías y huesudas de las monjas del cole. Me acuerdo de aquellas manos porque las hermanas nos tocaban. Nos tocaban para empujarnos hacia clase, sujetarnos el brazo y evitar que saliéramos antes de tiempo, o para arreglarnos el pelo o meternos la camisa por dentro de la falda.

De las manos de Berta no me acuerdo. Creo que no hablé con ella hasta finales de primaria. Quinto quizá. Había estado en casa una semana con anginas y cuando regresé al cole, Berta se acercó a mi y me preguntó cómo estaba. Se ofreció a venir a mi casa para explicarme las lecciones que me había perdido. Recuerdo que tomamos chocolate, porque derramé un poco sobre el libro de matemáticas de Berta. Intenté limpiar la mancha rápido, pero solo conseguí extenderla más. Cuando se secó, el libro se quedó acartonado. Crujía, produciendo esa sensación que producen los tratamientos de belleza, cuando el barro de la cara se seca y te tira de la piel. Por un momento pensé que Berta iba a recoger sus lápices perfectamente afilados y la goma Millán verde claro y que, metiéndolos ordenadamente en el estuche, iba a cerrar la cremallera y se iba a marchar. Hasta el día de hoy juraría que los ojos de Berta, cuando vieron el chocolate sobre su libro, brillaron de una forma que anunciaban ganas de dar un portazo. Lo juraría, pero lo dudo, porque Berta muy rápido sonrió, como ella sonríe siempre.

Berta se quedó a ayudarme con la lección, y desde aquella tarde nunca faltó su llamada de felicitación de cumpleaños, cada tres de septiembre. Al principio era una llamada a casa, luego un mensaje de texto, últimamente un Whatsapp. Año tras año, Berta consiguió ser la primera en felicitarme. Daba igual si yo estaba preparándome para emborracharme a base de chupitos en vasos de plástico rojos en el campus de Georgetown, tomando infusión de coca en uno de los bares de Huaraz con los compañeros de UNICEF, o apurando una Leon bien fría bajo alguna sombrilla de Arugam Bay. En estos 35 años desde aquella mancha de chocolate, Berta siempre ha estado ahí.

Por eso me extraña tanto su ausencia, ahora que la necesito más que nunca. Mi pequeño ático en la calle Zabaleta ha sido mi refugio desde hace dos años, y apenas he salido del barrio. Ni siquiera en verano, cuando todo el mundo huye de Madrid. De hecho, quizá sea en verano cuando más he sentido que este barrio era mi refugio. Una puede guarecerse del sol si sabe por qué acera andar en cada momento del día, y bajo qué plátano sentarse en la plaza de Prosperidad. El silencio que trae el sopor compensa con creces esos pequeños esfuerzos diarios por mantener la temperatura de la sangre a raya. Berta me ha acompañado en mis únicas salidas, al Hospital de la Paz, donde me he estado tratando de los dolores de espalda. Tras los pinchazos y sesiones de rehabilitación, me traía a casa en su Opel corsa marrón, pero nunca se quedaba a cenar, y eso que Berta no tiene hijos, ni marido, ni padres a los que atender.

Ahora es cuando más necesito a Berta. Con el final del tratamiento se terminaron las esperas en los pasillos del hospital. Ya puedo ir al Retiro a dar paseos, salir a cenar, y hacer alguna excursión a Segovia o los pueblos de la Sierra. ¿Habrá cambiado mucho la Hiruela? Aún recuerdo sus callejuelas que, terminado el pueblo, se convertían en caminos entre colmenas antiguas, desembocando en las campas donde hacíamos picnics con los pies metidos en las aguas frías del Jarama.

Berta no se mostró muy emocionada con mis planes, pero pensé que estaba preocupada por si yo no me recuperaba. Quizá no le apetezcan demasiado, aunque no me parece que sea motivo para desaparecer así. Desde la última sesión de rehabilitación a la que me acompañó, no contesta a mis mensajes. Le escribí para proponerle que fuéramos juntas a ver la exposición sobre Celestino Mutis en el Jardín Botánico.

Al principio leía los mensajes, pero ahora ni eso. Nos perdimos la exposición del Botánico. Me hubiera gustado recordar mis tiempos en Colombia, subiendo en aquella precaria lancha por el Magdalena, el río de chocolate en cuyas orillas esperaban los niños nuestra ayuda humanitaria. Me hubiera gustado contarle a Berta aquella historia, y recordar con ella aquel otro chocolate, el que derramé sobre su libro de matemáticas.

Hoy por la mañana la he llamado. Me han hablado muy bien del Hayedo de Montejo y creo que sería genial poder visitarlo y luego visitar la Hiruela. Parece que hay un sitio en el que se come muy bien pero que hay que reservar. También para visitar el Hayedo hay que comprar las entradas por adelantado porque hay aforo limitado. Además, necesito saber si puedo contar con su coche para ir.

Vuelvo a llamar a Berta. Apagado. De verdad, hay gente que no se pone en el lugar de los demás. Si queremos ir tenemos que planearlo con un poco de antelación. Estamos a miércoles ya. Insisto. Salta el buzón. Berta, hola, soy yo. ¡Dónde andas! Creo que te has quedado sin batería. Avísame por favor si te viene bien que vayamos a la Sierra este fin de semana. Cuando escuches este mensaje llámame por favor para poder organizarlo todo, que esto no se puede improvisar. Venga, anda, un abrazo.

Quizá debería reservar, total, seguro que Berta puede venir. No creo que tenga mucho plan los fines de semana. La verdad es que no lo sé. Berta no habla mucho de su vida.

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