El lápiz mágico

Aún recuerdo claramente:

Era en noviembre cuando me llevó, casi a empujones, a aquella escuela. —Tienes que ser un gran pintor, como tu abuelo— decía él, casi diariamente, desde que tengo memoria.

Yo jamás había trazado en mi vida una sola línea que pudiera cumplir con parámetro estético alguno. A decir verdad, no me interesaba. Pero mi padre siempre fue un hombre intransigente y autoritario.

Al llegar, contemplé aquella escuela. Se trataba de un edificio de aspecto colonial, con una plazoleta flanqueada por amplios corredores que vendría a constituir mi nueva cárcel. Al centro de la plaza, una fuente sin agua. A juzgar por las manchas en el concreto y el moho, hacía ya varios años que había dejado de ejercer su labor.

Entramos a un salón de iluminación dudosa. Un haz de luz entraba como una puñalada desde un ventanuco situado en la pared del fondo, justo debajo del techo. El polvo en el aire tomaba forma bajo la insidencia del rayo de sol, lo que le añadía señorío.

Nos recibió una dama con la apariencia de una bruja sacada de un cuento de los hermanos Grimm. No creo que llegase a superar los cuarenta años, pero su delgadez le hacía aparentar más edad de la que tenía. Lucía un vestido largo, negro, con una falda ancha y de tela ligera con muchos pliegues. Iba ataviada con collares de piedras de numerosos colores y unos pendientes de plumas. Su cabello era crespo, muy largo, tanto que alcanzaba llegar a su cintura, negro, con mucho volumen y, a simple vista, sucio. Mi institnto me llevó a atrincherarme asustado detrás de las piernas de mi padre.

Ella se agachó, apoyó unas manos huesudas sobre sus muslos e inclinó ligeramente su cabeza hacia la derecha intentando establecer contacto visual. —Bienvenido— dijo mientras sonreía. Papá se apartó y tras colocar su mano en mi espalda me empujó, obligándome a dar un paso al frente. Ella miró a mi padre, le ofreció un gesto amable y acto seguido, me tomó cariñosamente de la mano y me llevó al último caballete disponible. —Este será el tuyo— sentenció —¿Cómo te llamas?—. Bailando entre el miedo y la timidez le respondí.

—Julio— dije.

Ella me sonrió y se dirigió al centro del aula. Todos los estudiantes la rodeábamos de pie frente a nuestros lienzos.

—Soy la señorita Diana. En esta clase aprenderemos a dibujar—.

Dadas las instrucciones preliminares, la profesora nos pidió elaborar un dibujo libre, para hacer un «diagnóstico» de nuestras habilidades.

Los resultados fueron los esperados. Como no podía ser de otra manera, mi dibujo era ridículamente horroroso. Para evitarme la vergüenza frente a mis compañeros, me sumergí en mis pensamientos, cavilando la manera de decirle a mi padre que aquel no era mi lugar. Dejé que mi vista se perdiera más allá de la puerta del aula.

En eso estaba, cuando noté que en el patio había un hombre de apariencia no menos extraña que la de mi profesora. Era un señor mayor. De cabellera y barba blancas. La barba bien cortada. Vestía un traje color café. Parecía venir del siglo pasado. Estaba sentado en un banco junto a la fuente.
De pronto, la profesora pronunció aquellas palabras tan perfectas, que en ese momento no hubiese sabido como describir lo que sentí tras oirlas —Niños, terminamos. Hasta la próxima semana— dijo.

Feliz salí y, tímidamente, pero esta vez sin miedo, me senté en el mismo banco en el que estaba sentado el caballero del traje, a la espera de mi padre.

El extraño profesor me miró e hizo un ademán con la cabeza a modo de saludo. Leía el periódico. Al cabo de unos minutos cerró el rotativo, lo acomodó sobre sus piernas, volteó hacia mí e inclinándose hacia adelante afirmó —Lo estás haciendo mal.

—Lo sé— respondí bajando la mirada.

Él sonrió al mismo tiempo que meneaba la cabeza —No entiendes… Tu problema es que no sabes enfocar—. Sacó de su maletín un lápiz y me lo entregó. —Esto te ayudará. Cuídalo. Necesitas sentir antes de hacer— y sin más, se levantó y se fue.

Para ser honesto, no entendí lo que había pasado. Me encogí de hombros y guardé el lápiz y en unos minutos iba en el auto de mi padre de regreso a casa.

Durante el camino no di mayor detalle a sus preguntas. Resopndí con monosílabos a cada una de sus interrogantes. Finalmente llegamos. —Ya te gustará— dijo él aumentando su tono de voz para que le oyera, mientras yo subía las escaleras hacia mi cuarto.

Había dejado de pensar en el asunto hasta que, el siguiente jueves papá, con una emoción casi infantil, preguntó —¿Listo para dibujar?— ¡Dios! Lo había olvidado. Arrastrando los pies, sin argumento que valiera y sin escapatoria, busqué mi mochila para regresar a prisión.

Apenas entrar al aula, note al centro una mesa dispuesta con botellas.
—Hoy dibujaremos naturaleza muerta— dijo la señorita Diana. Con desgana abrí la mochila y vi dentro el curioso lápiz. Era tornasolado y, cuando la luz lo tocaba en un ángulo específico, tomaba un tono azul metálico que me encantaba.
Lo saqué y comencé trazar líneas.

Mi gran sorpresa se dio cuando noté que mi mano parecía ser independiente y se movía con una soltura inimaginable. ¿Qué estaba pasando?

Al ver mi dibujo terminado, la profesora me miró atónita. Al parecer, el claroscuro utilizado de esa forma, daba cierta sensación de tristeza y rabia.

«Perfecto», fue la palabra que utilizó para felicitarme. Yo estaba completamente desconcertado. Y esta pertinaz sensación se prolongó durante toda la semana, puesto que había decidido no volver a tocar el lápiz fuera del salón de clases.

El siguiente jueves, tomé el grafito con curiosidad y un poco de escepticismo. Al terminar, la apreciación de la profesora sobre mi obra, vendría a describir exactamente lo que yo estaba sintiendo.

Esto ocurrió una semana tras otra y aquel singular instrumento, extrañamente, seguía sin desgastarse. Finalmente fui el estudiante más sobresaliente de la clase.

Con los años y la complicidad de mi lápiz mágico, terminé interesándome por el dibujo. Me convertí en un excelente retratista. Uno de los mejores a decir verdad.

Tomé por costumbre pasear por la plaza los domingos después de misa y un día, durante uno de esos paseos, presencié una escena que se me antojó hermosa. Era una madre amamantando a su bebé. La ternura del momento era interminable y decidí que debía dibujarlo. Los miré bien durante un rato tratando de guardar en mi mente cuanto pude, para llevar la escena lo más intacta posible a mi taller.

Al retirarme, justo en una de las entradas de la plaza, estaba aquel curioso profersor, al cual no veía desde que me entregó el lápiz y que a semejanza de este, el tiempo tampoco había hecho mella en su humanidad. Posó su mano sobre mi hombro, sonrió y dijo: —Ahora si. Ya entendiste— y se fue.

Al llegar a casa, entré a mi taller y abrí la primera gaveta del solitario escritorio de caoba que custodiaba el recinto en mi ausencia. Busqué el lápiz, pero ahora este aparecía completamente desgastado. Tanto que me era imposible sostenerlo. Pensé que todo había terminado para mí y mi carrera como retratista. Entonces recordé: «Necesitas sentir antes de hacer». Fue lo que me dijo cuando me obsequió el lápiz. Y yo sentía poderosamente en mi pecho la tenura de aquella mujer velando por la vida de su indefensa criatura. Así que tomé un lápiz corriente y comencé a hacer trazos. Finalmente, terminé por crear el retrato más hermoso y emotivo que he podido hacer en mi vida.

El arte, en cualquiera de sus manifestaciones, es un milagro.

Milagro que reside dentro de cada uno y se despierta desde el entorno. Sólo debemos aprender a mirar la realidad más allá de lo aparente, aprender a vivir, a amar…

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