El sonar de la campana era motivo de felicidad en el Instituto Catamarca. Las campanadas se volvieron un satisfactorio ruido que se encargaba de notificar a todos algo fundamental: la hora del recreo. ¿Quién odiaba el recreo? Nadie, bueno, nadie además de mí. No porque me gustaba estudiar sin detenimiento, yo también necesitaba ese descanso tanto como los demás, y más aún por mi holgazanería.

Del recreo no tenía escapatoria. Ningún alumno podía quedarse en el salón, obviamente yo no era la excepción. Me caracteriza la timidez, un chico introvertido en su totalidad. Saludar era un reto, a veces lo lograba, pero a más de eso no llegaba. Era inevitable sonrojarme hasta el punto que mi rostro parecía un tomate, en ese breve instante padecía un calor particular, insoportable, acompañado por una comezón insistente en mi nuca.

Claro que muchos intentaron tener un vínculo conmigo por más simple que fuera. Tanto niños como adultos intentaron llegar a mi, pero cuando creían resolver el laberinto que les presentaba, planteaba otro aún más difícil, de modo que nunca llegasen al destino.

Si mis ingeniosos laberintos fallaban, existía una barrera infalible que ni el más insistente podría romper. A esa barrera yo le llamaba «papá». Mi padre fue un maestro muy querido por todos, principalmente por sus estudiantes. De hecho, siempre admiré la relación que se formaba entre alumno y maestro. La barrera actuaba como un mecanismo de defensa inmediato, no me hacía falta ni hablar, pues mi padre hablaba en mi lugar.

Ninguno, ni el más ingenioso, podía llegar a mi; sin embargo, no estaba satisfecho. En algún recóndito lugar en mi interior se alojaba el deseo de relacionarme con todos ellos, de saludar cuando ellos me saludaban, de jugar cuando me invitaban, de… mostrarme tal como soy, sin importar lo introvertido que pueda ser. Innumerables veces me incitaron a admitir ese deseo, pero la decisión siempre fue mía.

Uno de mis compañeros se me acercó. Como de costumbre, yo me encontraba con papá. El niño primero miró a mi padre dedicándole una sonrisa nerviosa, luego me miró a mí. Yo lo conocía de haberlo visto algunas veces, se llamaba Juan Cruz. En él se hallaba una inocencia igual de pura que la mía. Entre sus manos sostenía unas cartas de Dragon Ball, era un mazo entero. ¿Jugamos?, preguntó sin presentación alguna. Al principio lo vi complejo, pero al final solo hizo falta un sí para resolver ese inextricable dédalo para siempre.

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