¿Es importante compartir con alguien tanto la verdad como la vida? Es una pregunta que empecé a hacerme después de ver una película en los días de confinamiento. Kimi no Suizou wo Tabetai (Quiero comerme tu páncreas) y aunque disfruté de la película, olvidé muchas partes de la trama muy pronto. Otras urgencias me atraparon, por ejemplo, la convivencia con uno mismo; no resulta tan repulsiva como muchos lo manifestaron cuando pregunté sobre el tema. El encuentro con la monstruosidad propia es una aventura siniestra, pero es menos desagradable que obligarse a ver diariamente el rostro de una persona a la que dejamos de interesarle. A esto me han llevado las búsquedas de cariño que emprendí desde que tenía diez años.
No soy igual que la protagonista de la película, no me falla el páncreas, pero sí los afectos. Nunca tuve la habilidad de manejarlos, porque nunca pude leerlos. Todo este tiempo pensé que se trataba de cumplir deseos inmediatos, porque nunca nadie me dijo que cuando llegaban golpeaban con brutalidad el corazón.
Un día escuché a alguien decir que las relaciones sólidas se construían cuando nos hacíamos responsables de nuestros sentimientos. No recuerdo quién lo dijo ni en qué momento, tal vez se trataba de un día crucial en mi vida o tal vez fue en medio de una plática común caminando por un lugar cualquiera y, entonces, esas palabras sirvieron para ocupar el tiempo que no se detenía de todos modos, pero significaron un estigma para mí; traté de sujetarme a ese principio y procuré hacerme responsable de los míos, aunque fallé estrepitosamente.
Busqué entregar mi cariño a aquella persona que lo mereciera sin que eso significase contar la verdad sobre mí. Mantenía una división entre ambos mundos; la verdad, la mía, la de mi bestia interna, y la vida cotidiana a la que me entregaba para vivirla con alguien. Me parece que fue Kundera el que escribió algo sobre eso, el amor no es pensar con quién ir a la cama, sino el deseo de dormir junto a alguien todas las noches o por lo menos algo parecido; pues bien, esto lo llegué a saber muy tarde.
La primera vez que pasó la noche fuera de casa estaba tan molesta que al otro día no le pregunté dónde estuvo o siquiera exigí una explicación; tampoco me la dio, simplemente nos quedamos así, sin decir o hacer algo. Nos distanciamos porque estaba enojada y porque no hacía nada para evitarlo. Maldije su falta de responsabilidad para con el afecto que nos unía, pero con el paso de las noches, mientras yo iba a la cama y ella pasaba horas leyendo o viendo una película sin llegar realmente a dormir, me descubrí humillándole, saqué la enfermedad de su madre como pretexto para restar validez a sus argumentos que llamé pretextos. Insulté el trabajo al que se entregaba como peón, incluso la calidad de sus ropas. La bestia que era estaba saliendo a relucir en el momento que menos esperaba
Pareces otra, me dijo, y tenía razón, era otra. Estaba siendo otra y nunca lo confesé. No pensé que fuera necesario hacerlo. Lo lamento, tal vez debía compartir esa parte de mí, que soy una bestia iracunda que tiene miedo de ser dejada de lado en cualquier momento, una que no sabe que los afectos se comparten y no se dominan. Si me he quedado sola ha sido para descubrirlo, pero sigo sin saber si hay que compartirlos todos o no.
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