Hoyo. Agujero orificio abertura brecha boquete falla rotura perforación cavidad hueco fosa oquedad buraco socavón fauces.
Primero en los rancheríos del sur, después por todas partes, de la noche a la mañana a las medianeras de las casas les nacían unos boquetes incomprensibles, insólitos, como si un cañonazo silencioso los hubiera abierto de una forma repentina y brutal. Hasta que toda la ciudad fue tomada. Entonces nos dimos cuenta de la magnitud del problema. Pero ya era tarde.
Al principio fue el desconcierto y la desesperación. Después (uno se acostumbra a todo) aprendimos a vivir con eso. En adelante, enamorarse, copular, desenamorarse, evacuar y soñar hubo de hacerse ante la presencia ominosa de un agujero irrevocable en la pared, de un hoyo mudo, inmóvil, observándonos.
El hecho inevitable de tener un boquete ahí, al alcance de la mano, sumado a ese aburrimiento que arrastrábamos de siglos, nos hizo venir un deseo incontenible de pasar. Pasamos. Primero la mano, después un brazo, la cabeza y al final, todo el cuerpo del otro lado.
Uno empieza tanteando, como un ciego. Acariciando, pasando con precaución, con temor, la yema de los dedos. Después palpa. Después rasguña, aprieta. Y ya no para: golpea, desgarra, penetra y sangra. Las superficies desconocidas y ajenas despiertan el tacto: supimos de alfombras mullidas del otro lado, de cuchillos de un filo quirúrgico y (cómo olvidarlo) de una piel suave y tersa, y también ajena.
Oler, olernos, se nos hizo costumbre. De más allá de aquellas cavidades no venían olores nuevos. La comida del vecino, flores exóticas en jarrones aún más exóticos, desinfectantes para pisos, las medicinas de los que iban a morir, los muertos, las velas, todo olía. Y el peligro y el amor, el rencor, la tristeza, el desencanto, el tedio. Hasta las palabras mismas. No podría precisarlo, pero cuando oíamos oblivion se olía a jazmines.
Pudimos ver. Cosas insólitas, quiero decir. Cuerpos desnudos desfilaban ante nuestros ojos a través de esas roturas. Los bellos y los otros. Como los de los mutilados, por ejemplo: nos dimos cuenta de que una pierna, un brazo, un ojo, una oreja y otras partes cercenadas de los cuerpos eran disimulados en la calle con la ropa u otros dispositivos de ocultamiento. Una cabellera, una piel chamuscada por el fuego, cráneos sin cerebro rellenos con bollitos de papel o aserrín. Costaba reconocerlos adentro, en la intimidad de sus casas, desnudos.
Y vinieron más. Ahora nacían agujeros en los cuerpos mismos de la gente, como aquel enorme boquete en la barriga de una niña. Por un agujero en la pared mirábamos a la criatura, y a través de la abertura en su abdomen veíamos más allá a su padre, sentado, quieto, mirándonos.
Agujeros en las cosas, agujeros por todos lados, objetos que quedaban inutilizados de la noche a la mañana al nacerles perforaciones de la nada. Hubo que tirar todo un juego de platos de una finísima porcelana inglesa antigua, picado de múltiples orificios, herencia de un antepasado que nos miraba horrorizado desde un retrato acribillado a orificios.
Nos contaron (nosotros nunca lo vimos) el caso de un hombre que fue tomado de forma tan completa y brutal por una de aquellas oquedades que llegó a convertirse en un hueco caminando. Solo por sus contornos podía adivinarse que venía.
Se podía asistir a todo a través de los boquetes. Aunque hubo cosas que nunca quisimos ver: las infinitas veces en que un hombre le fue arrancando de a poco la piel a una mujer hasta despellejarla por completo; la única vez (no hizo falta más) en que ella lo acuchilló en la garganta.
De la profundidad de esos hoyos nos venían los rezos de los desesperados, las risas vulgares, algún jadeo, Beethoven y el tango. Una sola vez, el siseo de una serpiente al reptar.
Al principio no escuchábamos más que el entrechocar de ollas y el arrastrar de muebles, pero después percibimos hasta lo más sutil. Como ese te quiero susurrado por un hombre que, lo sabíamos, vivía solo. El silencio que sobrevino después fue ominoso. Estamos seguros de haber oído una noche a una pareja de amantes planificar el asesinato de un marido que fue enterrado, con bastante buena salud, un año después. A veces no era fácil saber de dónde venían los ruidos, algunos parecían haber atravesado miles de agujeros para llegar hasta nosotros. De a poco nos acostumbramos a hacer silencio, a dormirnos por las noches con un arrullo lejano a niños que nunca conoceríamos. Casi dejamos de hablar.
No hubo casa sin boquete. Enormes perforaciones conectaban prostíbulos con comisarías, iglesias con casas de cambio, escuelas con mataderos y frigoríficos de animales, fábricas con consultorios psicoanalíticos, bibliotecas con locales de venta de electrodomésticos, edificios del gobierno con hospitales psiquiátricos, salas velatorias con salones de baile.
Empezamos a cortar camino, a ir y venir de todos lados atravesando cocinas pobres, enormes piletas llenas de un agua fresca y azul rodeadas de bellos jardines iluminados, habitaciones en penumbras que olían a sufrimiento y a falta de fe, salones de juego clandestino y enormes estadios de fútbol aptos para montar recitales de música. Y todo en un brevísimo tiempo.
Un hombre se enamoró perdidamente de una mujer que leía poemas en voz alta del otro lado del muro, una mujer a la que nunca se animó a verle el rostro. Un día tras otro, a la misma hora, él se sentaba frente a una pared blanca, horadada, los ojos entrecerrados, las manos sobre las rodillas, inmóvil, esperando que un poema brotara de un hueco. El mismo poema, siempre. Pero no fue correspondido. Ella a su vez estaba loca de amor por la voz de un hombre que rezaba en voz alta en la casa siguiente. Ninguno de los dos sabía (cómo podrían) que aquel hombre le rezaba a una muerta, que llevaba ya diez años muerta.
Lo difícil es dormir. Un quejido, un elástico que rechina, una bofetada, una oración, un dame, una guitarra, un grito después de una pesadilla hacen muy raras las noches sin el sueño entrecortado.
Más difícil se nos hizo poder estar solos. Quizás el último refugio que nos quede sea la muerte. Todavía, gracias a Dios, morir es una cosa que podemos seguir haciendo en soledad.
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Porque morir
(lo que se dice morir)
se muere solo la propia muerte.
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Es que entrar se entra solo.
Atravesar el Leteo
llegar a esa región de la que no se vuelve
eso
se hace de a uno.
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Mi muerte será mía.
Acaso lo único
lo indubitable
lo propiamente mío.
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