Clara llevaba todo el mes buscando ofertas de viajes y restaurantes en Internet. Quería darle a Alfredo todo hecho, porque este era de natural despistado y poco práctico en los negocios de la vida diaria. Solo era eficiente en el laboratorio de la Universidad, donde su trabajo de investigador del departamento de Química parecía absorber todas sus energías.
Clara era de otra pasta. Era comercial de una empresa financiera y le gustaba vender, comprar, organizar y administrar.
Pero solo faltaban diez días y pensó que no podía demorar más darle la sorpresa. Había seleccionado un viaje de fin de semana en un hotel de cuatro estrellas situado en la costa del Cantábrico y ya tenía escogidos los restaurantes, los sitios a visitar y hasta las heladerías situadas cerca de la playa para comer una de esas frías delicias mientras paseaban alegremente a la orilla del mar.
– Alfredo, ¿qué vamos a hacer para celebrar nuestro décimo aniversario? Ya sabes que es dentro de diez días.
Clara sabía cómo conseguir que el creyera que escogía lo que ella ya había decidido. Era, como se dijo, una buena comercial.
Alfredo, que estaba pensado en una interesante línea de investigación que estaba iniciando, pero cuyos procedimientos se le resistían, no se acordaba del aniversario y como no había escuchado más que el final de la frase, pensó que Clara se refería al éxito de su investigación. Y por supuesto que en diez días era imposible que avanzase de modo significativo.
– No hay nada que celebrar
– No se celebran los fracasos – añadió distraídamente.
Clara sintió como si le hubiese dado una puñalada en el corazón. Ella ya lo encontraba últimamente distante y siempre como pensando en otra cosa, porque siempre fue distraído pero ahora pasaba noches enteras en la habitación que usaba como despacho, leyendo aquellos extraños libros de química orgánica y emborronando folios con aquellas fórmulas extrañas.
– Seguro que hay otra mujer y es alguien del trabajo – pensó mientras fregaba los platos de la cena y se sorbía las lágrimas que le resbalaban por la cara.
Alfredo siempre le decía que en su equipo de investigación eran tres hombres y una mujer que estaba ya cerca de la jubilación y que había sido su profesora en la carrera.
– A saber cuántos años tendrá en realidad y seguramente él fue su profesor en vez de ser al revés. Y los experimentos que hacen, serán para mayores de dieciocho años.
Marchó a la cama y cerró la puerta por dentro. Tenía la esperanza de que pronto subiría Alfredo, picaría a la puerta, le pediría perdón, harían el amor y dentro de diez días estarían felices en el hotel de la costa.
Alfredo, que pensaba que había encontrado una posible solución al problema que tenía bloqueada la línea de investigación se metió en el despacho y conectó el ordenador a la web de la Universidad. Pasó toda la noche trabajando en el problema y cuando consiguió articular la solución y redactó un pequeño informe para el equipo, se sintió cansado.
Miró el reloj. Eran las diez de la mañana y pensó que tendría que dormir dos o tres horas antes de ir al laboratorio. Entonces se dio cuenta que Clara se había marchado a trabajar sin despedirse y le extrañó un poco.
– Claro, reflexionó. Me metí en el despacho y ni siquiera le di las buenas noches. Soy un desastre.
– Pero esta noche me disculparé –reflexionó- La llevaré a cenar a un restaurante, le regalaré unas flores y cuando volvamos a casa haremos el amor y olvidaremos el enfado.
Y entonces se acordó.
– Dentro de unos días es nuestro décimo aniversario. Lo celebraremos anticipadamente y buscaremos algún sitio agradable donde escaparnos ese fin de semana.
Así que antes de acostarse reservó mesa de un restaurante que había inaugurado recientemente y del que había oído hablar a alguien, no recordaba a quien. Después llamó a una floristería que buscó por Google maps y les encargó una ramo de 12 rosas rojas, que eran las preferidas de Clara, para que lo entregaran antes de las nueve de la noche en el restaurante.
Pagó las flores y la reserva con la tarjeta de crédito y se fue a la cama. A la una de la tarde despertó y fue a la Universidad a continuar trabajando en el proyecto. Era viernes y quería dedicarle el fin de semana a Clara, que bien lo merecía. De tan obsesionado que estaba con los avances de su investigación, hasta se le olvidó encender el teléfono móvil.
Clara había llegado a trabajo enfadada, cansada porque no había dormido y con unas enormes ganas de llorar. El director, que era un hombre todavía joven, guapo y siempre considerado y amable, notó nada más verla entrar que algo le pasaba, pero de momento no le dijo nada. Le dio los buenos días con su habitual sonrisa que hacía sentirse a cualquiera como si fuera un cliente millonario y volvió a sus quehaceres.
Clara estaba enfadada, pero a la vez sentía mala conciencia por haber marchado sin despedirse y toda la mañana estuvo mustia y decaída. A la una y media no aguantó más y le llamó al móvil, y le extrañó que lo tuviera apagado, así que llamó directamente al teléfono directo del Departamento de Química. Una voz masculina le dijo que hoy no había venido a trabajar y cuando se identificó como su esposa, sintió que dudaban al otro lado de la línea y le daban una confusa explicación. Colgó y el ayudante que había cogido el teléfono y desconocía el motivo por el que Alfredo no había ido al despacho, tuvo miedo de haber sido indiscreto y haber metido en un lío a su jefe. Él estaba con un contrato y no quería problemas, así que decidió callarse y no contar nada sobre la llamada.
Clara estaba a punto de explotar y en mala hora se le ocurrió entrar a mirar la cuenta de Alfredo a ver si los movimientos de la tarjeta le daban alguna pista de donde podría estar. Cuando vio que había comprado flores y que había reservado mesa en el restaurante Ébano, el que habían inaugurado el mes pasado y que todo el mundo contaba que lo frecuentaban las parejas furtivas, se enfadó aún más. Recordó con amargura que precisamente hacía poco se lo había comentado a Alfredo.
No pudo aguantar ya y rompió a llorar. Roberto, el director, se dio cuenta y la hizo pasar al despacho, cerró la puerta y la dejó que se desahogara. Él podía entender a Clara, precisamente se había divorciado hacía tres meses por un asunto similar.
– Lo mato y me mato – lloraba Clara como desahogo, aunque no tenía ninguna intención de cumplir con la amenaza.
– Clara, por favor, no digas eso. Sabes que tienes buenos amigos y espero que me cuentes entre ellos. Todo tiene solución en la vida.
Al cabo de un rato y varias llantinas parecía haberse calmado. Estaban solos en la Oficina, porque los compañeros ya se habían marchado, que los viernes todo el mundo tenía prisa.
– ¿Qué vas a hacer? – le preguntó él con simpatía.
- – No lo sé, Roberto – y volvió a llorar.
– Mira, tranquilízate, lávate un poco y vamos a comer y me lo cuentas todo con detalle.
Clara necesitaba hablar y desahogarse. Fueron a un restaurante cercano en el que solían comer durante la semana y que disponía de mesas discretas donde se podía hablar con tranquilidad. Comieron y Clara le contó sus sospechas, el desapego que últimamente le mostraba Alfredo y lo de las flores y el restaurante y la ayudante que Alfredo decía que era mayor pero ella pensaba que era joven y por eso nunca se la había presentado.
Roberto que se encontraba muy solo desde el divorcio, le contó a su vez sus penas y sinsabores mientras tomaban varios chupitos de crema de wiski para sentirse mejor.
A las cinco cerraban el restaurante, pero todavía Roberto no le había terminado de referir sus desventuras conyugales y Clara quería contarle como había conocido a Alfredo y la forma en que la había hecho creer que estaba enamorado de ella. Así que Roberto la invitó a tomar una última copa en su casa que estaba a dos manzanas, sabiendo que en aquellas circunstancias hacía mal en invitarla a subir y ella aceptó sabiendo que hacía mal al aceptar.
Y casi sin darse cuenta se tomaron la última copa, se contaron todas aquellas cosas y como era previsible acabaron en la cama, llorando los dos mientras hacían el amor.
Cuando volvía a casa ya pasaba de las once de la noche. Clara se sentía avergonzada pero creía que la culpa era de Alfredo, por pegársela con aquella golfa que tenía de ayudante. Al abrir la puerta, Alfredo la abrazó muy nervioso y a la vez aliviado y le contó que llevaba tratando de localizarla desde las siete de la tarde, pero el móvil le contestaba que estaba apagado o sin cobertura. Ella lo sacó del bolso y vio que se había quedado sin batería.
Después Alfredo le contó lo de las flores y el restaurante y ella se echó a llorar y entre sollozos y lágrimas alcohólicas le contó lo que había pasado. Se sentía sucia y mala.
Alfredo no dijo nada y se marchó. Durante varios días dormía en su despacho del laboratorio y solo volvía a casa a ducharse y poner ropa limpia dura en las horas que Clara estaba trabajando, para no verla.
Clara trabajaba sin ganas, sin ilusión y cuando volvía a casa, se hartaba de llorar mientras lavaba los calzoncillos sucios de Alfredo.
El día del aniversario esperaba que Alfredo la llamase, ella de pediría perdón y todo se olvidaría. Pero se pasó la tarde llorando mientras comía nerviosamente pipas de girasol y por la noche vomitó varias veces, indigesta de pipas y de tristeza.
No había vuelto a hablar con Roberto, salvo por temas de trabajo y ambos se sentían incómodo, en presencia uno de la otra. Al día siguiente cubrió una solicitud de traslado de Oficina y al final de la jornada pasó a entregársela para que la tramitara, ya que tenía que llevar el pertinente informe del director de la Oficina. Este leyó el formulario, lo rompió delante de Clara y le dijo, entre avergonzado y un poco triste.
– Clara, siento mucho lo que pasó, no debería haberte invitado a subir a mi casa. Estaba muy solo y tu eres una buena amiga…
- – Roberto, yo tuve tanta o más culpa que tú. Pero creo que si algún día consigo rehacer mi matrimonio, no puedo seguir aquí porque Alfredo no soportaría que nos viéramos todos los días.
– No hace falta que pidas el traslado. Ayer me llamaron de Personal, me ofrecieron un buen ascenso, pero tengo que desplazarme a una capital de provincia del sur. Todavía no puede decirte a donde, hasta que sea oficial. Pero es muy lejos, nunca me volverás a ver. Y de verdad que lo siento.
Aquella tarde llamó a Alfredo y le pidió que se vieran para hablar sobre lo sucedido. Y hablaron toda la tarde. Aquella noche Alfredo durmió en casa, pero lo hizo en el sofá. Pasarían todavía unos días antes de que volvieran a compartir la misma cama.
Con el paso del tiempo recuperaron su vida normal aunque lo que había pasado era una sombra entre los dos que siempre los acompañó.
Nunca olvidaron su décimo aniversario.
De mi blog: Relatos en tiempos del Caos
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