Aquel reloj formaba parte de mi vida. Lo que antes odiaba se había convertido en algo intrínseco a mí. Conforme pasaba el tiempo, desde que asomé por primera vez al mundo, llegando a aquella fatídica noche, el artefacto contaba cada una de las horas, minutos y segundos que conformaron mi vida. Hasta que se detuvo.

No siempre había odiado ese reloj. Al principio era un mueble más de la casa, de aquella mansión que había pertenecido a mi familia por generaciones. Mi cárcel personal, mi purgatorio, sin saberlo, desde que era una niña sin pecar. Cómo adoraba mi hogar. Aquellas habitaciones interminables, los pasadizos secretos, las escapadas a la cocina donde la cocinera, la dulce y cándida Gretchen, me dejaba robar uno o dos pastelitos que irían derechos al comedor principal.

El comedor principal, qué maravilla. Adoraba esa lámpara de araña, el color verde de las paredes, la chimenea, majestuosa y sofisticada, sencilla, con el fuego crepitando. Los minutos en los que todo estaba dispuesto; la vajilla colocada, las servilletas lisas e impecables, la calma antes de la tormenta.

‒ ¡Violet!

La llamada de madre significaba que ya era hora. Solo en una ocasión tuvo que llamarme dos veces. Irónicamente, fue la última vez que lo hizo.

La voz que pronunciaba mi nombre, con aquella entonación firme y melodiosa era la señal. Ella ya casi estaba lista, lo que significaba que a mi madre solo le quedaban las joyas por poner y mi padre ya estaría camino a la sala donde recibían a los invitados. Tenía que esconderme.

Al principio pensaba que era un juego. Así me lo hicieron creer. Las reglas eran simples:

1. Esconderse.

2. No hacer ruido.

3. Morir.

Todo empezó a mis cinco años. Justo se acababa de morir Toby, mi cachorro. Estaba jugando con él. Yo era un pirata y él mi rehén. No pretendía tirarlo de verdad por la borda, cuya función cumplía la ventana de mi cuarto, pero ocurrió.

No recuerdo lo que sentí, simplemente ya sabía lo que podía esperarme antes de asomarme y ver el mejunje negro y rojo aderezado con los pelos marrones que formaban lo que antes había sido el pelaje de Toby.

Tampoco sé decir lo que me llevó a ir hacia la caseta donde el jardinero guardaba sus herramientas, coger la carretilla, la pala y sentarme al lado de la gran mancha que era el perro. Lo que sí sé es lo que pensé al intentar quitarlo del pavimento con la pala. Pesaba demasiado, todo era demasiado laborioso, así que con unas manos de muñeca de porcelana que tenía por aquel entonces, y que sigo teniendo, pues si algo me llevo de mi privilegiada vida es el no haber trabajado ni un solo día, empecé a arrancar trozo por trozo a mi antiguo compañero de aventuras y ponerlo en la carreta. Solo recuerdo el olor. Un olor que bloqueaba cualquier otro, que me llenaba las fosas nasales y me hacía querer vomitar, pero, impasible, yo solo quería acabar y llevarme a Toby conmigo.

Recuerdo reírme en un momento. Uno de los ojos estaba perfecto. Era curioso verlo, y más curioso era el tacto, gelatinoso, tan gelatinoso que, después de que se me resbalara, apreté el puño y explotó. Me asusté, y aquel susto me hizo reír.

Cuando acabé mi misión cogí la carretilla y me dirigí a la puerta principal, donde por casualidad pasaba el ama de llaves, Anne. El primer grito que provoqué. Creo que era demasiado pequeña para saber lo que sentí en aquel momento. Si tuviese que definirlo en estos momentos creo que me decantaría por… satisfacción. Sí, satisfacción al ver la cara de horror de Anne. En un segundo, sus facciones, antes tan planas, sin emoción ninguna, se transformaron en un cuadro de Caravaggio. Yo hice eso. Tenía un poder sobre los demás.

Claro está en ese momento no me percaté. Esa sensación de poder desapareció tan rápido como vino, pues a partir del grito todo fue un ajetreo tras otro esa tarde. Mis padres me miraron horrorizados, pero no emitieron sonido alguno. Lo que hicieron fue mirarse, como confirmando algo que ellos dos sólo sabían. Ninguno me dirigió una palabra mientras mi niñera, que no debía haber sido muy buena en su trabajo ya que no recuerdo dónde se encontraba en el incidente con Toby y, francamente, no recuerdo su nombre, me llevaba a bañarme. Me quitó los restos de entrañas y sangre que habían acabado por todas partes, incluida mi boca. Supongo que, a pesar de todo, no me quedé sin merendar aquella tarde.

Dos días más tardes me explicaron el juego.

A partir de entonces se celebrarían muchas cenas en mi casa, pero yo no estaría presente en ninguna. Me dijeron que debía ser como Toby, quien ya no existía en este mundo. Yo no existía más allá de esas paredes y límites de la propiedad, yo era lo que Toby era ahora, un fantasma. No puedo evitar reírme ante la ironía.

Pero ya no me rio como antes, y menos aquí, donde mi castigo comenzó. Ya no está el reloj. No recuerdo dónde lo dejé.

El maldito reloj. El bendito reloj…

Siempre había estado presente en mi vida, sobre todo después de esas fiestas, cuando llegaba el momento. Sin embargo, no fue hasta que cumplí los doce años que me fijé en él, en sus manecillas, que marcaban el tiempo tan lentamente mientras sentía el escozor, resquemor y dolor de aquel que me lo afligía, a la vez que él se deleitaba en el placer de mi espalda arqueada, mi sexo húmedo y mi pelo negro como el carbón formando una coleta entre sus manos. Una niña jugando a ser adulta, un adulto jugando con una niña. Así es como sobrevivía, jugando.

No siempre fue así. Dos semanas después del incidente con Toby, ese hombre alto, erguido, no muy musculado, pero fuerte, con el pelo negro parecido al mío y con una línea encima del labio que le servía de bigote, empezó a tomar el hábito de hablar conmigo después de cada fiesta. No era muy mayor, aunque a esa edad a mí me pareciese más un tatarabuelo que un amigo de mi padre. Me hacía reír, jugaba conmigo, a las muñecas o cualquier otro juego que se me ocurriese. Me lo pasaba muy bien. Lo único que me pedía a cambio de jugar conmigo era tocar aquel trozo de carne con pelo que le colgaba cuando se bajaba los pantalones y que, como pude descubrir más adelante, sabía fatal, como a filete rancio metalizado.

Por aquel entonces no podía explicar por qué me parecía una petición extraña, pero simplemente tenía que tocar por poco tiempo y luego eran cincuenta y cinco minutos de juego continuo. Además, él era agradable y simpático. Me caía bien.

Todo cambió cuando cumplí siete años.

Había pasado una semana desde mi cumpleaños y, como antes de que finalizase cualquier otro evento, unos minutos antes me colé cuidadosamente en mi habitación y, la que fuera mi niñera, cuya tarea pasó a ser de Viviane, mi dama de compañía, unos años más tarde, me arregló y me dejó impecable, solo con mi ropa interior y pintalabios rojo. Mi madre llamó. Como siempre, me acompañó hasta la puerta del comedor, dónde me esperaba él. Así, me dejó en la puerta. Entré y ella, con un leve gesto de asentimiento que respondía al hombre, cerró con llave la puerta del comedor y dejó que ese hombre abusara de mí durante sesenta minutos exactos.

Claro está, ese hombre llevaba abusando de mí siete años, pero aquella noche fue la primera que me forzó.

Es curioso como notamos el cambio en la atmósfera antes de una tragedia. Noté el cambio desde el principio. Antes de ese día siempre empezaba preguntándome cómo me encontraba y, después de darle una respuesta, me preguntaba a qué quería jugar.

Desde esa noche, él elegía el juego. Siempre el mismo.

Me pidió, ordenó, que me pusiese de rodillas. El sabor de la carne rancia mezclado con la sal de las lágrimas, pasados unos días, se fue, pero ya nunca me abandona por completo.

Ese día empezó mi verdadero purgatorio. Con el tiempo me hice creer que sería por lo que le había hecho a Toby, y al no conocer otra cosa, me dejaba usar. Nadie comentaba nada, pero todos lo sabían. Sabían que cuando era pequeña tenía que tocarle su cosa para que él jugase conmigo y sabían que a partir de los siete años me usaba a su antojo.

No hicieron nada. Ni mi madre, a la que grité desesperada una vez que él se fue tras aquella primera fatídica noche, que simplemente me dijo que tenía que hacer lo que ese hombre quisiera. Ahí me di cuenta de lo sola que estaba. Una familia, sirvientes, una mansión, pero la soledad absoluta.

Ni mi madre, ni mi padre, ni Anne, ni mi niñera, ni Viviane, ni Gretchen, ni ninguno de los que vivían y trabajaban en esa casa hicieron nada. Jamás. Así que me encargué de devolverles el favor.

Pasó el tiempo. Encerrada, escondida, olvidada, violada. Ya no me dejaban salir al jardín. Pasaron los años y solo la biblioteca se había convertido en mi refugio. Quien antes me daba dulces, ahora me ignoraba. Por vergüenza, por dolor. No importaba.

Aquel día, diez años más tarde de esa primera noche, me recuperaba de un aborto espontáneo. Era el tercero y, tras dos hijos muertos, estaba al borde del colapso. Por desgracia, se había hecho algo rutinario. Tenía diecisiete años. Había intentado huir tres veces, pero todas las puertas y ventanas estaban cerradas. Lo que antes había sido un mundo mágico de juegos y aventuras en el jardín, se quedó sin su princesa al cumplir los siete años. Debía haber sido yo la que se hubiese caído por la ventana y no Toby.

Él era muy meticuloso, nunca había cambiado de postura. De esta forma, el reloj se quedó para siempre en mi memoria. Lo curioso fue que, un día, mientras él hacía su rutina, me di cuenta de que nunca había tocado el reloj. En un impulso alcé la mano y al tocarlo… se movió. No sé porque siempre había pensado que era parte de la chimenea. Inamovible. Me odié por no haberme dado cuenta antes.

No fue hasta que rayé el suelo con el pico del reloj, lo que significaba que ya había atravesado cráneo y cerebro, cuando me pregunté: ¿Cómo me lo hacía teniendo enfrente un arma para poder defenderme? Y, con su miembro flácido manchado de carne, piel y sangre, con la cabeza abierta, sentí rabia al saber que era porque él se sentía seguro. No tenía nada que temer. Él tenía el poder y yo no conocía otra cosa, no había salido de estas cuatro paredes. Me reí. Él no contaba con que, teniendo una biblioteca como la que hay en esta casa, no hace falta salir.

Con el reloj en la mano, la sangre cayendo y con su ropa desgarrada en el suelo, empezó mi venganza.

No fue algo estudiado, simplemente estaba ahí. La rabia, el dolor. Puedo decir que lo hice sin pensar, que fue el arrebato del momento, casi como ocurrió con él. Pero no, una vez que comencé, supe que no podía parar.

Recorrí la habitación con los ojos. Hacía menos de dos horas que esa habitación estaba llena de voces, emoción, comida, risas y joyas. Mientras, yo era un fantasma que andaba por la casa. Me senté en el cabecero de la mesa, dándole la espalda al cuerpo que yacía delante de la chimenea. Me imaginé a mí misma como la anfitriona. Todos los invitados en mi honor. Lo que pudo ser, lo que no fue y lo que jamás será.

¿Por qué?

No me hacía muchas veces esa pregunta, pero sabía que estaba ahí. Siempre, latente en mi cerebro.

¿Por qué?

Una heredera esclava. Podía protagonizar mi propia novela. Un libro que otra chica, en otra casa, en otra biblioteca, pudiese disfrutar. La piel de gallina imaginándose como él me tocaba, como él la tocaría. Una sensación vertiginosa que desaparecería al cerrar el libro y volver a su idílica vida. Una vida que podría haber sido mía.

No obstante, esa no era mi vida y había llegado la hora de hacer pagar a todos los que hicieron la mía posible.

Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío. La mía fue rápida, caliente y satisfactoria.

Me levanté de la mesa, escupí al cadáver al pasar a su lado. Aún recuerdo la saliva resbalando por su cerebro. La cara desfigurada del hombre que hacía media hora me estaba penetrando. Tanto dolor, tanto tiempo y un segundo para acabar con todo.

Caminé despacio. Me recreé en cada cuadro, cada antepasado, cada jarrón, cada obra de arte. Las paredes, las lámparas. Por mucho dolor que hubiese recibido, me encantaba mi casa y más de cien años después el sentimiento no ha cambiado.

Llegué a la habitación de mis padres. Nunca había entrado en ella y, cuando los vi allí, dormidos plácidamente, cerca el uno del otro, no abrazados, pero con la mano de mi padre encima de la de mi madre, me di cuenta. Dormían mientras a mí me violaban. Diez años. Doce, si contamos los años anteriores al juego principal.

Mi padre no se enteró.

Sentí placer al hincar la esquina del reloj en su ojo. Me recordó a Toby. La sensación gelatinosa entre mis dedos, ahora en combinación con el crujido del cráneo de mi padre. El grito de mi madre, recién despierta, desorientada, asustada… y su cara de espanto. Me recordó a la que puso aquel día cuando llevé los restos de Toby a la entrada principal.

La pobre no tuvo tiempo de reaccionar. Antes de que se diese cuenta de qué estaba pasando le estampé el reloj en la cabeza y cayó de la cama. Tiró el mueblecito que estaba a su lado y los papeles que en él se guardaban acabaron revueltos por la habitación, manchados de sangre, que provenía de la cabeza de mi madre.

Tirada en el suelo, aún no estaba muerta. Me miraba, observaba. Ya no veía miedo en sus ojos, era aceptación. Como si supiese que este día llegaría. Murmuraba algo.

‒Tobias.

No lo entendí, hasta que vi la foto que señalaba con el dedo. Estaba encima de unas cartas. Aunque el cristal del marco se había agrietado, la foto se veía claramente. Entre cristal y color carmesí se distinguía a un niño. Debía tener unos dos años. Me sonaba ese niño, lo había visto antes.

Pesaba demasiado, todo era demasiado laborioso, así que con unas manos de muñeca de porcelana que tenía por aquel entonces, y que sigo teniendo, pues si algo me llevo de mi privilegiada vida es el no haber trabajado ni un solo día, empecé a arrancar trozo por trozo a mi antiguo compañero de aventuras y ponerlo en la carreta.

Ahogué un grito. Mi madre me miraba fijamente. Ya sabía el porqué. Había matado a su hijo. Había matado a mi hermano. Había jugado con su ojo. Me había reído jugando con él. Explotándolo. No tuvieron cuerpo que enterrar, solo una masa amorfa deformada por su hermana.

Aun así, no había excusa para el infierno que me habían hecho pasar. Me acerqué al oído de mi madre, manchado por la sangre que corría por su cabeza. No sabía si podía oírme, pero ya quedaba poco tiempo.

‒ ¿Sabe que es lo mejor, madre? Ya jamás le verá. Toby está en el cielo y usted se pudrirá en el infierno.

Dos cosas escaparon de madre al oír estas palabras: un gemido y una lágrima. El gemido no pude detenerlo, pero cogí esa lágrima. La posé sobre mis dedos y la mezclé con la sangre al poner mis manos sobre su cara, taponando la boca y la nariz. El reloj habría sido más rápido. Podría no haber hecho nada, se iba a morir de todas formas. Sin embargo, de no haberlo hecho no habría visto como intentó luchar, como se aferraba inútilmente a la vida, como esta se le iba poco a poco, abandonando su cuerpo, sus ojos. Aquellos ojos que ya no miraban, pero posados sobre mí.

No se los cerré.

Desnuda, llena de sangre y restos que no pude identificar, me debatía sobre si leer aquellas cartas y cuadernos desperdigados por el suelo, o seguir con mi venganza. No podía pensar en Toby.

Fue rápido. Todos dormían, menos Viviane, quien estaba muy ocupada con el chófer. Tenía el aguante para acicalar y preparar a una adolescente para su depredador, pero no pudo quitarse encima a Tom antes de sentir todo el peso del reloj en su frente.

Creo que Tom estaba aún dentro de ella cuando recuperaron los cadáveres.

Así fue como esa noche el fantasma mató a todas las personas que habitaban esa casa. Me deleito a veces recordando el chasquido de los huesos rotos, el olor a óxido, los ojos que me llevé para jugar, explotándolos uno a uno mientras paseaba por mi jardín. Era Eva, había matado a Adán, la serpiente estaba muerta y yo me comía la manzana mientras le arrebataba el paraíso a Dios.

Era libre.

No fue hasta el amanecer que me acordé de los papeles en el cuarto de mi madre. Me había pasado toda la noche sentada en la hierba, cerca del lago, pensando en Toby. Recordando.

Era una niña, estaba jugando. No sabía que estaba pasando, al menos eso quiero creer. Ya nunca podré saber si fue un accidente, o si era un monstruo que merecía lo que le había pasado. Pero me engañaba a mí misma. Solo había que ver lo que había hecho esa noche. No era un monstruo, solo sobrevivía. Pero Toby se colaba en mi cabeza.

¿Por qué?

Ya sabía el motivo del castigo, pero no por qué hice lo que hice. Mis padres tenían razón en encerrarme, pero lo de él, fue un castigo desmesurado. Necesitaba ayuda y ellos me tiraron a las tinieblas.

Monstruo o no, me senté alrededor de las cartas y las fotos. Lo que leí, fue mi historia:

Mi nombre es Violet Evergreen. Hija de la familia Evergreen, una de las más ricas de Inglaterra por aquel entonces. No llegué a saberlo hasta la noche en la que maté a las personas que me raptaron y a todo el servicio que trabajaba para ellos. El apellido con el que yo siempre me había criado fue uno muy diferente. Ya lo he olvidado.

Mi padre era un empresario de éxito. Mi madre, su hija.

Al parecer, él tenía una predilección por las mujeres de su misma sangre. Comenzó con quince años, cuando su hermana y él se enamoraron. Lo llevaron en secreto, claro está. El nacimiento de su hija se hizo pasar por la hija de una criada que había muerto en el parto y que, como buenos hijos del Señor, adoptaron y criaron como suya.

La madre, hermana y amante de mi hermano, murió al poco de dar a la luz. Fue un embarazo complicado y el parto no ayudó mucho. Pero eso no detuvo a mi padre para no buscarse otras amantes. Entre ellas, su hija.

En las cartas y diarios de la que fingió ser mi madre no se detallaba a qué edad empezó mi abuelo, o mi padre, como bien se prefiera, a abusar de mi madre. Basándome en mi experiencia, no fue muy tarde, ya que con diecesiéis años me tuvo a mí y, asustada, pidió ayuda a unos amigos de su padre. Sabía que podía confiar en ellos. Así fue, dos días después de nacer yo me llevaron de la casa de mis padres a una mansión oculta, donde nadie sabría de mi existencia. Hasta el incidente con Toby.

En su diario, la que yo creía mi madre, no paraba de hablar del dolor, de la rabia y del pecado. También del arrepentimiento. Se arrepentían de haber llamado a mi padre, pues eran conscientes de que lo que estaban permitiendo era una abominación. Estaban cegados por el dolor y el odio. A sus ojos yo era la razón de que su hijo y su amiga estuviesen muertos.

Así es, mi padre, al enterarse de mi secuestro, mató a mi madre. Según el diario, fue un suicidio. Se colgó de la viga del sótano.

Por desgracia, yo conocía la maldad de mi padre. La había visto muchas veces. Las veces que me intenté rebelar. Las muñecas doloridas, mis partes traseras en carne viva, el pezón que ya no estaba. Los insultos, la degradación.

Nunca más.

Mis captores eran unos cobardes. Siguieron viviendo en esa casa, bajo la orden de mi padre, quien les dejaba en paz siempre y cuando celebrasen aquellas fiestas y les dejase una hora para mí. Así era más fácil. Nadie sabía de mi existencia. Yo era un bebé al que habían robado y nadie había encontrado. Una desaparición que llevó al suicidio a mi madre y a una vida de vicios a mi padre. Una tragedia familiar.

Mi captora se esperaba lo que les vino. No sabía cuándo ni cómo, pero ella sabía que había maldad en mí. Lo menciona en su diario. Muchas veces. Demasiadas. Desde que era pequeña lo vio en mis ojos. Nunca actúe fuera de lo normal, pero ella lo sabía y Toby se lo confirmó.

Se sentía mal por lo que hacía él. No era más que puro egoísmo. En el fondo, ella se alegraba de que recibiese un castigo. Yo era un engendro. El Mal en la Tierra.

Así, esa era mi historia.

Rodeada del desorden, mis captores muertos, pudriéndose a mi lado, junto con todos los demás cuerpos que se descomponían en la casa, tuve que admitir que quizás tuviese razón.

No me importó. Si lo era antes de Toby, jamás se podrá saber. Ellos me alimentaron. Ellos se lo buscaron. Empezó un nuevo capítulo.

Por fin.

Los días pasaron. La policía vino. Se llevaron los cadáveres. Hubo una investigación. Nunca me encontraron. Yo había sido siempre el fantasma de mi casa. Nadie la conocía como yo, y así sigue siendo.

Cerraron la casa. Jamás la volvieron a poner en venta. No después de aquella noche. No después de todos los asesinatos que vinieron después.

Mi captora tenía razón: tenía el Mal en mi interior. No podía ocultarlo más. Puedo decir que me arrepiento, que no quiero ser así. Mentira. Me adoro, me quiero y soy muy feliz. Quizás no me rio como antes, pero a lo mejor, antes no sabía lo que era la auténtica felicidad.

Pasaron días, años, décadas… Vivía de lo que recogía en el bosque cercano a la mansión, de los animales que se colaban, del agua de lluvia. Por fuera seguía abandonado, pero por dentro hay partes que las hice acogedoras, me apoderé de ellas. Era mi casa, mi santuario. Mi prisión se convirtió en mi celebración. Yo era la reina en un reino alejado del mundo. Por eso no podía dejar que nadie del exterior se apropiase de él.

No mato a todos los que entran. No mato sin razón. Parejas enamoradas, chicos inocentes en un reto de iniciación, personas curiosas, y demás solo vienen a apreciar mi hogar. A ver con sus ojos la famosa «mansión del reloj». Por lo que oí, así se la llamó.

Muchos vienen a buscar el reloj, que nunca se encontró. Ni yo misma me acuerdo de dónde está. Otros vienen a verme a mí, a la hija, la asesina, el fantasma. Tuvo que pasar un tiempo, pero ahora todos saben mi historia. Algunos me tienen pena, otros no tanta. A la mayoría les soy indiferente, solo vienen por el morbo. No tienen nada que temer. Solo aquellos que vienen a destrozar e interrumpir mi paz merecen mi odio.

Lo mejor de ser un fantasma es que la gente no espera encontrarse una persona de carne y hueso. Una chica delicada, flacucha, enferma. Es el elemento sorpresa el que me permitía hincarles el cuchillo, dejar que se desangraran y, antes de morir, arrancarle los ojos y jugar con ellos. Explotarlos.

Hace unos días, unas niñas vinieron aquí. Eran de la universidad, chicas simpáticas y divertidas, aunque con unas ropas… Solo me podía imaginar que haría él si las hubiese pillado. Me regañé por ello. No me permitía pensar en él.

Las chicas dijeron que la leyenda dice que lo último que escuchas antes de morir en mi casa es la risa mientras exploto tus ojos. Es cierto. Todo lo que se dice es cierto. Incluso lo del fantasma.

Pasaron muchos años. Una cantidad considerable de víctimas. Al final llegó mi hora. Un estúpido accidente. Allí sigue mi cuerpo, en la biblioteca. No lo moví de allí. Puedo tocar y mover cosas, pero ya no entierro los cadáveres. No siento nada, no huelo nada. Me gusta estar rodeada de aquellos que me permitieron sentir mí poder. Como con Toby. Como los de aquella noche. Solo me permito jugar con sus ojos. Me divierte, me relaja…

Ya no tengo apellidos. Soy y he sido siempre un fantasma. No sé cuánto me queda aquí. No tengo prisa, no me quiero ir. La casa tampoco quiere que me vaya. Este es mi hogar. Mi paraíso. Mi reino. No me quiero ir. No dejaré a la voluntad del hombre esta casa. No sin antes encontrar mi reloj.

Ese reloj. Maldito reloj. Bendito reloj…

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