El vecino obtuso

El vecino obtuso

Marcell Erde

26/02/2018

Cada día, a las 6 de la mañana seguía el mismo ritual, se levantaba por la parte izquierda de su cama, hacía 10 flexiones, 20 abdominales y musitaba frases ininteligibles que le daban fuerza para el resto del día del tipo «todo va a salir bien», «a quien madruga dios le ayuda»…daba un beso a su cadena colgada heredada de su madre y salía de su habitación diciendo «a por un nuevo día». Su dormitorio era pequeño, diáfano, apenas un armario empotrado, una mesita de noche antigua heredada de su abuela con una lámpara clásica y una silla donde depositaba su ropa perfectamente doblada cada noche al acostarse. Bajo la cama una escupidera para evitar tener que ir al baño cada noche y las paredes totalmente ausentes de cuadros ni de decoración pintadas de un blanco mate impoluto que de día laceraba la vista.

Miguel, que así se llamaba, tenía unos hábitos peculiares, pero claro, quién escudriña u observa los hábitos de tantos millones de personas en sus tiernos despertares y en su más absoluta privacidad, quizás nos sorprenderíamos si supiéramos que esa vecina tan correcta del tercero duerme como un palo y los labios pintados y se los repasa nada más levantarse, o que el frutero de la esquina cuando se despierta se da 4 cabezazos con la pared gritando «hoy no, hoy no», o que el profesor de matemáticas de tu infancia cada mañana desata unos zapatos especiales forrados de plástico repletos de ecuaciones y logaritmos con los que duerme cada noche. Todos personas muy respetables y cuerdas a priori pero que tienen sus particularidades, manías, y que al ocultarlas o no ser vistas no generan ni comentarios ni categorizaciones y permanecen en el cómodo anonimato de la normalidad.

En fin, que Miguel, con sonrisa infantil y animosidad latente, cada día, de Lunes a Domingo, hacía exactamente lo mismo, a la misma hora, y de la misma forma. Su obsesión manifiesta por seguir a rajatabla su horario preestablecido por él mismo, o quizás por una madre excesivamente protectora que sabía su hijo era un poco corto de entendederas, solo competía con su obtusidad. No es que fuera tonto, para nada, una vez comprendía algo, una vez memorizaba algo, lo guardaba como oro en paño en algún lugar recóndito de su cerebro. Pero era excesivamente lento en comprender, y como todo lo que no es común y está por debajo de la media, generaba pena pero inevitablemente también cierta aversión y el mundo mantenía una distancia manifiesta lo cual decía muy poco de ese micromundo que le rodeaba, y como a toda buen alma siempre había alguien dispuesto a aprovecharse de su persona. El problema radica en que cada cual vive en su micromundo, y desgraciadamente hay demasiados parecidos poco favorecedores entre ellos.

Los vecinos de Miguel eran, en gran parte, vecinos de toda la vida, en algunos pisos los primeros inquilinos ya habían fallecido y habían dado paso a nuevas familias, tanto propias como extrañas, y en otros casos algunos de los pisos se alquilaban a estudiantes. 6 pisos por planta, 8 plantas, salvo la primera planta donde había 8 pisos, algo más pequeños lógicamente que los de plantas superiores, todos estos de 2 dormitorios. En total había 50 hogares con sus correspondientes idas y venidas, sus problemas, sus trabajos, sus estudios, sus colegios, sus deportes, sus rencillas, sus odios y enfrentamientos que en toda buena comunidad son habituales de encontrar, en fin, la vida misma. Un microuniverso en sí, el que constituye toda comunidad de vecinos, donde malentendidos estúpidos enfrentan a generaciones enteras como si de las familias de Falcon Crest se tratara. Y que observados detenidamente tienen sus particularidades y su propia historia…

Miguel, a pesar de sus cortas entendederas, era proclive a una empatía y atención desinteresadas que no suelen ser propias del ciudadano de a pie. Cada mañana, salvo el Domingo, recogía el periódico local (el cual contenía noticias tan rimbombantes y curiosas en su extensa sección relativa a la ciudad como que un contenedor había ardido en la calle General Mendoza haciendo morir por asfixia a un gato siamés que estaba encerrado en el primer piso del edificio colindante o que 4 porteros de una conocida discoteca ejercieron sus necesidades al unísono y en plena hora laboral en un macetero público, permitiendo la entrada masiva y sin control de más de 300 personas que estaban agolpadas esperando en la cola causando un colapso en el establecimiento, y un largo etcétera…) y 2 barras de pan rústico, el primero para el solitario vecino del 1ºA y el delicioso pan recién horneado para la inválida vecina del 4ºB. Una vez realizada esta labor se acercaba a su puesto en las oficinas locales de administración de la ONCE donde ejercía como bedel, y al cual daba una notoria importancia. Los sábados, aunque cerrado de cara al público, acudía también y se dedicaba a ordenar papeles por orden alfabético y a ordenar las mesas de los compañeros. Y lo hacía francamente bien. Tardó años en crear un sistema que fuera lógico, fácil y que todo el mundo lo siguiera pero lo logró, y todos se adaptaron al MM (método Migue), ocurriéndosele de forma espontánea a un compañero el regalarle algo por esta labor desinteresada en agradecimiento, de forma que cada Sábado se encontraba en su mesa de recepción una bolsa grande de M&M’s la cual sin falta depositaba el último compañero en salir el Viernes. Los Sábados al llegar, abría la bolsa por una esquina con unas tijeras marrones que siempre tenía en el primer cajón de su escritorio, y se tomaba solo uno susurrando de forma imperceptible…»primero el trabajo, luego el placer». No podían imaginar sus colegas, que tampoco hicieron nunca por saber mucho más de él ni de incorporar a sus vidas, lo feliz que se sentía con ese leve gesto de agradecimiento, su corazón se henchía de alegría y gozo al ver esa bolsita de chocolatitos que era como si le dijeran «Migue, eres un tipo fenomenal y un gran amigo, te queremos», o así era como él realmente lo sentía. No obstante su trabajo era su vida, sólo que tenía 64 años y le quedaban pocas semanas para jubilarse. Su rutina, su quintaesencia de existir iba a desmoronarse, pero como era tan obtuso, no se daba ni cuenta, y lo peor es que nadie siquiera alcanzaba a imaginarlo.

Los Domingos que hacía buen tiempo, Miguel se preparaba temprano unos bocadillos, cogía una botella de agua, 1 plátano y unos caramelos de menta, se ponía su gorra y se dirigía a coger el bus para ir a la playa. Era un enamorado del mar. Se podía quedar horas y horas contemplando el mar, las olas, los turistas, las gaviotas, los barcos del puerto y se daba eternos paseos por la arena, con los pies descalzos, pero jamás se bañaba. Buscaba un lugar alto desde donde contemplar el horizonte que se dibujaba sobre la línea infinita del mar lejano. No sé en qué pensaba Miguel, pero era feliz en esos momentos de soledad paisajística, aún cuando estuviera rodeado de gente. Miguel, el obtuso vecino Miguel, no entendía los frenesís del mundo, no entendía el estrés de los que le rodeaban, ni tampoco entendía las burlas que muchos habían hecho sobre su corto entendimiento. Su madre le dijo siempre que era alguien muy especial, y que por ello los demás no le entenderían, que los «cortos» eran ellos, que les intentara comprender y apoyarles. Y así lo tomó.

Tras recoger y entregar pan y periódicos, nuestro querido Miguel se acercaba santamente al bar de la esquina justo a las 7’30 de la mañana, cuyo nombre «Bar La esquina» no decía nada de la creatividad de quien le puso el nombre por primera vez pero facilitaba sobremanera cualquier explicación sobre su ubicación. Había sido traspasado ya en 5 ocasiones desde que abrió por primera vez en 1965 pero era de los bares más antiguos de la zona, y tenía cierto aire vintage con una amalgama inconexa y aleatoria de muebles, objetos y decoración varia, posavasos pegados a la pared, y un sinfin de elementos muchos de ellos olvidados en el tiempo, si hasta tenía botellas de cristal vacías de la antigua marca Puleva o un cuadro con todo tipo de pegatinas de los antiguos «Bollycao», no faltaban posters de corridas de toros, posters con publicidad de conciertos de famosos de la copla o la típica decoración cortijera de objetos de bronce y elementos de labranza de madera. Uno podía pasarse horas entretenido mirando las paredes porque siempre descubrías algo nuevo o que no habías visto antes. Se tomaba un cortado con media tostada de aceite y oliva, pero siempre sacaba de su bolsillo derecho 5 dientes de ajo los cuales pelaba y cortaba en trocitos muy pequeños y los depositaba en la misma, estaba obsesionado con que el mejor antibiótico del mundo era sin duda el ajo, sino por qué demonios ahuyentaba a los vampiros decía…

Pepe, el último propietario del bar le atendía cada mañana y le dejaba una galletita en el platito del café, algo que no hacía con el resto de clientes. Miguel, aunque obtuso, entendía esto como un gesto de complicidad especial, de forma que nunca iba a otro bar que no fuera el «Bar la Esquina», era fiel hasta la médula con quien bien le trataba o con quien él creía que le trataba bien. De hecho, cuando llegaba del trabajo sacaba al perro de Pepe a dar un paseo al parque que había cerca, por el hecho de respirar un poco de aire puro antes de «darle a la pitanza» como decía siempre. Pepe le había ofrecido quedarse con el perro, un chucho negro, blanco y gris sin raza de tamaño medio que perdió un ojo de cachorrito, pero Miguel decía que las mascotas eran una gran responsabilidad y que él no estaba capacitado para atender de forma adecuada a un amigo tan fiel como «trotski», que así se llamaba el perrito (el dueño era fiel seguidor de Julio Anguita y de las premisas Marxianas, pero nunca jamás hablaba de política).

Miguel, el buen Miguel, se preparaba él solo la comida cada día, siempre lo mismo menos el Domingo que se daba sorpresas a sí mismo o se permitía el lujo de ir al bar de Pepe a comer. Lentejas los Lunes, Macarrones los Martes, Merluza los Miércoles, Judías los Jueves, Verduras los Viernes y Salmón con Spaguettis los Sábados. Eso sí, procuraba variar los acompañamientos. No se puede decir que Miguel comiera en absoluto mal, comía mejor que cualquier viudo o solterón que hubiera en la ciudad. Siempre preparaba comida para 3 puesto que en la segunda planta había un matrimonio donde él contaba con 92 y ella con 93 años, que hacía muchos años no cocinaban, y así podían mantener, como decía el buen Miguel, la forma y la salud, con sus estupendas comidas caseras.

Miguel, a pesar de que a veces le costaba incluso discernir los colores, y que cuando le llamaban pensaba siempre que llamaban a otro, era eso sí educado y correcto hasta no poder más, a todo vecino con quien se encontraba, incluso cualquier vecino del barrio, le saludaba con un «buenos días», «buenas tardes tenga usted» o «a la piltra por la noche, que descanse». No se salía de esas 3 frases a la cual siempre agregaba «¿está usted bien? ¿se le ofrece algo?» pero siempre con una sonrisa de oreja a oreja. Podía repetirlo 50 veces, o incluso 100 al día, pero lo particular que desencadenaba como tantas otras actitudes de tantos seres humanos sorna y risas, es que se paraba en seco y literamente un momento para decirlo, mirando siempre a los ojos y con un interés real en saber que quien se cruzara en su camino estaba realmente bien y no necesitaba nada de él. No le bastaba con saludar y seguir su camino, su madre le enseñó a que había preocuparse por los vecinos del barrio porque estos eran como una gran familia a la que había que cuidar si no querían que el barrio perdiera las buenas costumbres. Nunca se preguntó por qué los demás no lo hacían, pensaba, dado lo obtuso que era, que todos tenían problemas mucho más graves que él, y en el fondo, le daban mucha pena, que fueran tan infelices, cuando realmente nadie se preocupaba un ápice por lo que él podía pasar.

Por las tardes tras comer, se echaba una siesta de exactamente 15 minutos y salía a llevar a los crios de 3 familias del bloque a música, inglés o lo que fuera que en ese momento se les antojara a los padres de apuntar a sus hijos, porque en estos casos ni los hijos saben lo que quieren ni mucho menos los padres que van apuntando aleatoriamente a sus criaturas a clases de lo que estiman les podría servir o donde ellos mismos no pudieron acudir de jóvenes. Desde hacía muchos años se había extendido en el bloque que lo hacía por gusto, por estar ocupado y cuando cualquier matrimonio tenía niños en edad de llevar a cualquier actividad extraescolar no dudaban en presentarse ante la puerta de Miguel para preguntarle si quería llevar el curso a cualquiera de sus hijos. Muchas veces este paseo duraba hora y media, pero le hacían la ruta los mismos padres para maximizar su tiempo pero eso sí ellos conseguían quitarse una responsabilidad incluso 3 veces por semana. El máximo agradecimiento que recibió de unos padres fueron un par de garrafas de aceite de oliva virgen extra que recibieron estos también a su vez como regalo, «Oye, pero es de Jaén, del bueno» dijeron como si de oro en polvo se tratara cuando ni siquiera lo habían comprado ellos. Pero obtenía el cariño de los niños, que aunque muchas veces se metían con él, de lo poco espabilado que era, siempre le obsequiaban con historias de su día a día, con sueños mágicos que solo los más pequeños pueden imaginar y preguntas que en muchas ocasiones no sabía contestar. Había veces que algún que otro vecino le pedía que le sacara la basura, que cogiera paquetes si ellos estaban ausentes, que limpiara el ascensor, pasillo, escaleras o portal si en fin de semana alguien había ensuciado de una forma especialmente notoria, otras veces se acercaba a la farmacia para recoger medicinas. En definitiva era el hombre para todo, al que sin percibirlo todos acudían cuando algo necesitaban, siempre que fuera una tarea sencilla. Y todos le agradecían sus gestos con un «gracias», algo que para él era más que suficiente. Pero salvo los vecinos más antiguos, nadie se preocupó jamás por saber de su vida, cómo vivía, qué sentía, quién fue su familia, qué pensaba, nadie nunca entró en su casa para pasar simplemente un rato de cháchara con él, cuando él siempre lo ofrecía. Creo que Miguel, era en cierta forma un lacayo moderno, una especie de bufón para todo. Lo triste era que nadie lo tomaba en serio. Lo alegre que él era feliz en su mundo, o eso creía él, porque en el fondo estaba y había estado siempre, desde que murió su madre cuando él tenía solo 23 años, muy solo.

Varias semanas más tarde, un Jueves por la mañana, llegó la hora de su jubilación. Fue el segundo día más triste de su vida y el segundo más feliz que recordaba. Aunque jamás habían coincidido ambos sentimientos en un mismo acontecimiento. Los compañeros le hicieron una pequeña fiesta de despedida, algo que lo tomó como muy especial por un lado pero que le puso nervioso porque le trastocó su horario. No paraba de decir…»he de marcharme, llego tarde, llego tarde», pero sus colegas no le permitieron ausentarse. Una gran tarta repleta de M&M’s cubría toda su mesa de trabajo donde venía reflejada la frase «se Jubila nuestro MM, te echaremos de menos». Globos y una gran pancarta cubrían el Hall de la entrada con el lema…»MM, el mejor método, el tuyo, Migue». Fueron demasiados sentimientos positivos, abrazos, choques de mano, gritos, canciones, música, champán…Apenas 3 horas de celebración, la celebración en su honor más larga que jamás había tenido, 3 horas de elogios, 3 horas de emociones que le aportaron a Miguel más felicidad de lo que muchos siquiera acumulan en felicidad en toda su vida. Hubo fotos, varias de ellas hechas con una Polaroid que se había comprado el jefe, que fueron a parar a sus manos, las primeras fotos que tenía con nadie salvo su familia cuando era joven, cierto es que algún vecino y compañero se había hecho fotos con él pero con Wasap y él no lo usaba. Tras los saludos de despedida, Miguel marchó a casa sin saber lo que pasaba, como en una nube. Nadie se percató que nuestro personaje no sabía muy bien lo que era la jubilación.

De hecho al día siguiente volvió a su lugar de trabajo, y así cada día hasta pasado casi un mes cuando realmente consiguió entender que ya no tenía que volver, aparte de que al nuevo trabajador que había en su puesto ya no le hacía ninguna gracia verle cada día en un puesto que ya no le correspondía. Ese día, el primer día que Miguel ya no fue a trabajar, se quedó sumido en una especie de letargo o de estado onírico toda la mañana en la antigua mecedora de su madre que aún tenía los tapetes de punto de antaño mirando fijamente la ventana. No sabía qué es lo que tenía que hacer. No sabía qué pasaba ahora con él. Por primera vez, en toda su vida, se sintió realmente solo.

Pasaron los meses, y aunque por las tardes intentaba seguir los rituales que había creado así como por las mañanas antes de su antiguo horario laboral, el resto de horas por la mañana se sumergía en su mundo. Quizás no pensaba en nada, quizás pensaba en lo que había sido su vida. Pero como todo el mundo, Miguel, también tenía sus sentimientos, y su fortaleza que había sido el trabajo durante más de 40 años, había sido abatida y destrozada como los antiguos muros de Jericó.

Llegó el Verano, y como cada año, y dadas las altas temperaturas típicas del sur de España, la diáspora de vecinos fue un no parar, primero los profesores, luego los estudiantes, luego las familias con niños y por supuesto los ancianos con sus hijos que iban al pueblo o al cortijo familiar. De hecho prácticamente, salvo los que no tenían vacaciones (que solían estar o bien en Julio o bien en Agosto fuera), era Miguel el único que, salvo los mencionados Domingos, se quedaba en el edificio. Cuando trabajaba había renunciado a las vacaciones y estaba mucho más cómodo en el trabajo que en casa. Y Miguel se había acostumbrado en Verano a en lugar de hacer favores, visitar vecinos para ver qué necesitaban, o acompañar a los críos a sus actividades extraescolares a hacer paseos por el parque o simplemente a leer novelas del Oeste, que eran las únicas que leía, en «su» banco del parque hasta que la luz comenzaba a disiparse entre las innumerables hojas caducifolias de los plátanos orientales que copaban la zona del parque donde solía ir.

El buen y obtuso Miguel, no encontró su hueco en este nuevo mundo que se presentaba ante él, era demasiado obtuso para ubicarse y demasiado mayor quizás. Un Sábado de Julio, a primera hora de la tarde, su prima segunda Eulalia, el único familiar que aún tenía y que vivía en el pueblo de donde era su madre y donde él mismo nació y que le llamaba un par de veces al año (él le llamaba casi cada semana pero casi nunca ella le cogía el teléfono) pasó por casualidad por su casa ya que tenía que acercarse al hospital por culpa de las articulaciones, uno de los grandes problemas de la edad (de camino decidió quedarse con su marido en un hotel el Viernes para ir de compras y pasear un poco por la ciudad el Sábado, quería buscar algo especial para su hija que se casaba en Septiembre). Era la única que tenía llaves de su casa. Llamó al timbre, nadie contestaba, el calor era sofocante, no había brisa alguna y el edificio parecía abandonado, nadie entraba ni salía. Cogió sus llaves tras llamar 5 veces sin éxito y subió. Eulalia exclamó un grito mudo cuando abrió la puerta y se encontró a su primo segundo muerto en la mecedora de su madre en el salón.

El forense determinó que llevaba unas 2 semanas muerto y que la causa del fallecimiento fue un infarto de miocardio, nadie se enteró porque en Verano nadie acudía a su puerta. Casualidad fue que Eulalia pasara por allí. Pasó el calor de Agosto y llegado Septiembre, volvieron los vecinos a su hogar. Nadie veía a Miguel, no contestaba a las llamadas a su puerta, hasta que un día a mediados de Septiembre un vecino escuchó ajetreo en el piso de Miguel y curioseando, se acercó. Eulalia que estaba desmontando el piso para renovarlo y poder alquilarlo le informó de lo que ocurrió. Miguel, el buen y obtuso Miguel, se había marchado para siempre.

Fue curioso, sí, fue realmente curioso lo que pasó los meses siguientes. Todo el barrio, todos los vecinos, no paraban de hablar de Miguel, y comenzaron a echar en falta todo lo que, sin darse ellos cuenta, hacía cada día por ellos, sus sonrisas, su preocupación constante, no se habían dado cuenta hasta entonces de lo que ese hombre había por la comunidad. De hecho un vecino más joven, Javi, un estudiante de cuarto año de Biología al que Miguel le prestaba su trastero para poder guardar su bici (estaba prohibido subir las bicis por el ascensor), se acercó al pueblo de Eulalia y tras su muerte, quiso saber de su vida, quiso saber de Miguel. Eulalia le contó cómo su padre murió cuando él tenía solo 5 años de edad de un infarto, que su madre le crió junto a su abuela, que la familia de él había siempre tenido fama de buena gente, que habían ayudado a muchas familias del pueblo. Pero tampoco sabía mucho de Miguel porque hablaban pocas veces al año, aparte de que era algo obtuso, pero sí recordó que Miguel tenía unos cuantos cuadernos, y que creía que no los había tirado, que parecían una especie de diario. Los buscó entre varias cajas que tenía en el sótano y fue ahí donde Javi, al menos, descubrió a Miguel. Miguel era obtuso pero escribía sobre él y sobre lo que a los demás les pasaba. Descubrió como Miguel de una forma u otra sabía de los problemas de todos, y de la pena que le daba el estrés de vida que tenían y lo poco afortunados que eran.

Sus últimas palabras escritas hablaban un poco más sobre él mismo, decían…»ahora que el Verano está aquí y no tengo mi trabajo, siento que estoy un poco solo, no veo a mis compañeros de trabajo, no sé qué voy a hacer, pero no quiero quejarme, mis vecinos tienen muchos problemas más importantes, yo tengo que cuidar de ellos, me necesitan».

Miguel, el sabio Miguel, sabía de la infelicidad latente de los que le rodeaban. Sabía que sus vecinos no sabían apreciar lo que tenían. Ellos, con sus prisas, no sabían el valor de mirar las olas moverse con la brisa, el valor de pararse a preguntar «cómo estás», el valor de un «gracias», el valor de estar ahí para el prójimo sin pedir nada a cambio, el valor de una sonrisa, el valor de un «qué necesitas» o el valor de un detalle como el de los M&M’s de sus compañeros o el de la galletita que cada mañana Pepe le ponía. El vecino obtuso, aún a pesar de su manifiesta soledad, era el personaje más sabio del barrio. Solo que él no era obtuso en absoluto, los únicos obtusos eran sus vecinos, así que aprende de Miguel, la vida es un regalo, fíjate en lo que los demás necesitan, especialmente los que parece sean menos «normales» aparentemente y no seas nunca un vecino obtuso.

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