El dolor en los tiempos del covid
Procede como Dios que nunca llora,
o como Lucifer, que nunca reza,
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua y no la implora.
Pedro Bonifacio Palacios (“Almafuerte”)
Hace un par de años, yo era nuevo en el barrio. Tal vez por eso nunca la había visto o, si la había visto, no había reparado en ella, tal vez porque siempre andaba enfundada en uno de esos uniformes que usan las guardabarreras del ferrocarril.
Pero ese día sí que me llamó la atención.
Es que mientras conversaba con un vecino, médico, doctor en psiquiatría, ella pasó y le espetó sin más: ¡doctorcito, le rompo el culito!
Yo no salía de mi asombro al ver como mi vecino, con una sonrisa, le respondía: ¡Hola Carmen, cómo estás!
Tal vez por la extrañeza e indignación que habrá percibido en mi rostro, el doctor se apresuró a explicarme:
—Es Carmen, tiene el síndrome de Tourette, pero es una buena mujer.
Yo no salía de mi asombro.
—Ese síntoma, el de decir groserías, se llama «coprolalia». Muchos que padecen ese síndrome lo tienen, pero no todos.
Me despedí del doctor pensando qué cosa tan especial somos los seres humanos, cuán delgada es la línea que separa lo que podríamos llamar «normal» de lo patológico.
Pasaron unos meses y un día, mientras tiraba unos trastos viejos en un contenedor de basura se me acercó Carmen. No me dijo ninguna barbaridad, se ve que reprimía su «coprolalia» ante los desconocidos. Me preguntó si podía llevarse algunas de esas cosas que yo estaba tirando y le contesté que sí.
Nada más, no le comenté que sabía su nombre ni que, incluso, conocía su «problema».
Pasó el tiempo y tras cruzarme un par de veces con ella y saludarla, tal vez sintió que ya podía dejar de reprimir sus «instintos coprolálicos» y al alejarme la oí decirme: «dejá de tirarte pedos».
Ya pertenecía a su núcleo, al círculo de aquellos ante quienes podía no reprimirse. A partir de ese momento, cada vez que nos cruzábamos, como una suerte de mantra, lo repetía:
—Hola Carmen, cómo va. ¿Qué día feo, ¿no?, se pudo ventoso.
—Sí, ¡qué le vamos a hacer! ¡Dejá de tirarte pedos!
Me di cuenta de que, con el tiempo, uno se acostumbra, que llega un momento en que oír esas palabras es como oír llover, ya no nos producen nada. Así entendí la indiferencia con que el doctor había reaccionado aquel día ante lo que para mí era una increíble falta de respeto.
Y es que, fuera de eso, Carmen era una buena mujer, querida por todos, en especial porque siempre estaba de buen humor. ¡Justo ella, que vivía en una pequeña casilla al lado de las vías de la estación Villa Luro!
¿Se puede ser feliz siendo tan pobre, viviendo una vida «marginal», juntando algunos pesos por vender cartones?
Uno creería que no, que cualquiera que se viera obligado a vivir en esas condiciones sufriría de una depresión crónica.
Pero ella no, Carmen parecía feliz, siempre dispuesta a oír los problemas de otros, siempre de buen ánimo.
Y nunca pedía. Jamás.
Pero los vecinos, al tanto de su precaria situación, le daban de todo: comida, ropa, incluso medicamentos. Es que, tal vez como consecuencia de su trastorno, parecía vivir fuera de este mundo, como si lo material no importase, ¡bendito síndrome si tiene el poder de hacernos mejores personas, más espirituales!
Es que, bien pensado, en este mundo estamos de paso y todo el tiempo apurados, sin un momento para interesarnos por las angustias que padecen nuestros semejantes.
Ella era distinta, sabía, por ejemplo, por qué tal vecina jamás cruzaba las vías del tren: su marido había muerto cruzándolas y ella se juró jamás volver a ver un tren en su vida.
Y así, muchas otras historias por el estilo.
Una tarde, cruzando el puente peatonal oí su «dejá de tirarte pedos».
Tomaba mate junto a su casilla. Volví sobre mis pasos solo para preguntarle si necesitaba algo del supermercado, yo iba para allá y no me hubiera costado nada comprarle algo.
Ella, como de costumbre, me dijo que no, a pesar de que, por lo que pude ver, en su casilla parecía no haber nada. Le dije, tal vez por haberlos visto en las góndolas una semana antes, que le traería un postre de arroz con leche que había salido nuevo.
¿Arroz con leche?, me preguntó extrañada, ¿por qué arroz con leche? De todas las cosas del mundo solo hay una que no comería: arroz con leche.
Pero, ¿por qué?, le pregunté.
Cuando era chica, mi papá preparó arroz con leche, lo recuerdo bien. Y esa misma noche, se suicidó.
Por eso, es extraño que de todas las cosas que hay en el mundo me ofrecieras arroz con leche, ¿será una señal?
Y luego de un silencio me preguntó:
—¿Creés en Dios?
Tal vez mis lecturas de Bertrand Russell hayan influido en el tiempo que me tomé para responder esa pregunta.
Creo que ella tomo mi vacilación por un no.
—Yo no sé. Mi papá algo sabría. Poco antes de lo del arroz con leche, me dijo que si un día él no estaba, que mirara al lucero, que allí estaría.
¿Vos crees que puede ser cierto?
Creo que, nuevamente, tomó mi silencio por un no.
La saludé y seguí mi camino.
No sabía entonces que esa sería la última vez que la vería.
Tal vez fue un mes después que me encontré con el doctor:
—¿Qué me decís de lo de Carmen?, me dijo apenas me vio.
—¿Qué pasó con Carmen?, le pregunté preocupado.
—¿No te enteraste? La encontraron muerta en su casilla.
—¡No lo puedo creer! Pero, ¿cómo?
—A la chica de la barrera le llamó la atención el que no fuera a saludarla por un par de días y fue a ver. Estaba muerta en su cama. La autopsia no dejó dudas, fue el covid.
—Pero ¿nadie se dio cuenta de que estaba enferma, no dijo nada?
—Viste cómo era ella, estaba para todo el mundo pero no quería molestar. Se habrá sentido mal y pensó que se le pasaría descansando. Pero no fue así. Es el maldito covid.
La noticia me dolió, realmente me dolió, porque recordé lo que habíamos hablado esa tarde, en ella que, tal vez en su fuero interno, seguía siendo esa niña que soñaba con ver a su padre en una estrella.
P.D.
Pasó un año de su muerte y aún seguimos padeciendo este maldito covid. Ayer volví a pasar por el puente peatonal y no pude evitar mirar hacia su casilla. Estaba totalmente a oscuras, lo cual me llenó de una tristeza inexplicable.
En el cielo de la tarde brillaba el lucero y no pude evitar detenerme a contemplarlo. Pensé, ¿quién sabe?, tal vez decía la verdad el padre de Carmen. Quizá ella esté ahora allí, feliz junto a él.
¿Por qué no?
Mirando al lucero le pregunté: ¿Carmen, era verdad? ¿Estás con tu papá?
Y ¡cuánto me hubiera gustado oír su voz una vez más, aunque solo fuera para decirme «dejá de tirarte pedos»!
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