Cuando vuelvas a la tierra

Cuando vuelvas a la tierra

Angel Trejo

25/11/2021

Comenzó con mi cabello. Recuerdo la almohada cubierta de finas hebras negras que se deshacían al toque, me hizo pensar en el otoño. Pensé que se debía al maltrato, que el tiempo y los químicos lo habían vuelto quebradizo y frágil. No lo pensé mucho. Aunque me encantaba mi cabello largo, llevaba un tiempo queriendo regresar a un estilo más corto. Quizá me hiciese ver más joven. Así que esa tarde fui por un corte nuevo. Me sentí fresco, nuevo, como la primavera. Esa noche bebí, fumé, bailé y reí. A la primera luz del siguiente día, el resto de mi cabello se había convertido en polvo negro.

Recuerdo que llamé por teléfono a mamá para contarle lo que había sucedido. «Se me cayó el cabello, má» Le dije mientras vertía el café en la taza de porcelana. «No, nadie en la familia es calvo. Quizá del lado de tu papá, pero ya ves.» Dijo ella. Busqué a tientas en la bolsa de la chamarra. Mierda, tendría que bajar a comprar más cigarros. «Sí, más tarde paso al doctor a ver qué me dice, no te preocupes» Pero no lo hice. En cambio, bebí una segunda taza de café y, luego de alistarme y ponerme un gorro sin reparar en que era pleno agosto, fui a comprar más cigarros.

Comencé a preocuparme unos días más tarde, cuando mis pestañas, cejas y uñas resbalaron por el lavabo como la suciedad de las manos luego de un día largo de trabajo en el campo. Me quedé un rato viéndome al espejo, perplejo. Qué horror. Era como ver una versión macabra, editada, de una foto mía. Ese día fui a trabajar con unos lentes oscuros que encontré en algún cajón. Por la tarde me percaté que no había tomado café en todo el día y me sentí aletargado, por lo que pasé a comprar uno y, después, fui al doctor. Sentí que el estómago me daba un vuelco y deseé con fiereza fumar cuando le escuché confesar su desconcierto. «Nunca había visto algo así. Necesito hacerle más estudios.» Pensé que quizá era una de esas enfermedades sin cura, esas que te dejan viviendo en una cama de hospital por el resto de tus días. ¿El tabaco habría vuelto al fin a cobrar lo que le era debido? Quizá no era nada, me intentaba decir, pero la otra voz era más fuerte. Esa que me gritaba desesperanza.

A partir de ese día comencé a desmoronarme con la celeridad del castillo de arena cuando la marea intenta alcanzar a su amante nocturna al llegar la mañana.

Lo siguiente fueron los dedos. Sufrí el horror de verlos convertirse en polvo lentamente durante el día. Me reporté enfermo en el trabajo, pues no había forma ya de ocultar mi malestar. Mis dedos eran cada vez más parecidos a meras protuberancias brotadas de mis manos, y noté que lo mismo les pasaba a mis pies. No sentía dolor, pero ver el polvo caer y ser llevado por el aire me provocaba arcadas y hacía que mi respiración se acelerase. Pensé que era una buena idea ir de nuevo a ver al doctor, que quizá podría recetarme algo para mi mal; pero para ese momento mis dedos ya no eran capaces de abrir la cerradura de la puerta con la llave. Estaba encerrado en mi propia casa.

Me alegró un poco saber que aún podía hacer café. Por la tarde comí y bebí tanto café como deseé. Incluso fui capaz de usar mi encendedor para prender un cigarro, aunque con mucho esfuerzo. Ese fue el último que pude fumar. Al día siguiente, mis brazos y piernas habían sido reducidos a la mitad.

Durante varios minutos estuve observando fijamente mi celular y su cargador, completamente incapaz de conectarlo. Lo había escuchado sonar desde la cocina y me había arrastrado tan rápido como me era posible para contestar, pero al llegar, como si me hubiese estado esperando, la batería se agotó. No fui capaz de leer el contacto, o el número, para el caso. Podría haber sido mi mamá, tal vez mi jefe, que debía estarse preguntando por qué llevaba ya tanto tiempo sin reportarme al trabajo. Tal vez fuese el doctor, a quien había dejado mi contacto. «Tal vez un amor, preocupado por no haberme visto en estos días» Pensé, y un sentimiento de nostalgia me nubló como un apagón en la noche de tormenta. Nunca tuve un amor que valiera la pena recordar. Siempre vi el sentimiento como algo que solo sucedía en la ficción, un capricho para quienes tienen el suficiente tiempo y entereza para soportarlo y cultivarlo. Algo que yo no tenía. O, si lo había tenido, o había sido capaz de verlo, y, en consecuencia, ahora nadie me ayudaría a conectar el maldito cargador del celular.

Me las arreglé para servir dos tazas grandes de café con mis menguantes extremidades. Lo había dejado preparado en la cafetera la noche anterior, y se había encendido automáticamente al llegar la hora programada. Mi cuerpo seguía deshaciéndose, por lo que supe que no sería capaz de levantar la taza para tomar el café, así que se me ocurrió algo. Puse un popote en cada taza. Me bebí una de ellas, con cierta alegría, la poca que se puede tener en una situación como aquella, y la otra la dejé preparada para la noche.

Me desmoroné en llanto cuando, al caer el sol, mis labios habían desaparecido. Ya no podía sorber el café por el popote. Mis párpados, mi nariz y parte de la piel de mi cara ya se habían deshecho también, y de mis extremidades ya solo quedaba el recuerdo, pero no podía pensar en otra cosa que no fuese mi taza de café. ¿Qué haría ahora? Ni siquiera podía bajarme de la silla para buscar una solución porque sabía que, de hacerlo, no tendría forma de volver a subir. Tampoco me era tan fácil acercarme, pues no tenía mis piernas para apoyarme, y mi torso estaba lleno de espacios donde la carne quedaba al descubierto, y dolía horrores. ¿Qué podía hacer, pues, para beber mi café?

Lloré durante horas mirando la taza llena de líquido marrón. Aunque no sé si se pudiese llamar así, pues las lágrimas solo salieron unos cuantos minutos, y después de eso mi cuerpo estaba tan seco que solo me quedó sollozar y gemir. Pensé en mamá. Tuve recuerdos de aquellos que son como verlos desde una ventana en un sexto piso. Recuerdos de mi infancia más temprana, cuando no era consciente, cuando aún me alimentaban. Casi la vi acercando una cuchara llena de ese café negro a mi boca. Quise gritar por ayuda. Solo en ese momento, en el que no era más que un trozo de carne que se deshacía cada segundo, quise gritar por ayuda. La crueldad, o tal vez la razón, me acarició el hombro cuando me di cuenta de que no podía hacerlo.

Vi la calma en la superficie del café y la envidié como unca nada había envidiado. Fue la ultima imagen que pude observar antes de que mis ojos se convirtieran en polvo. La guardé y la reviví tantas veces como me fue posible en mi memoria. La calma. Anhelaba esa calma. Pensé que, quizá, era por eso por lo que el café nos resultaba tan exquisito, tan necesario a algunas personas. Quizá transmitía esa calma al igual que se transmiten los nutrientes, o las emociones, o las sensaciones. Quizá podía curar. Tenía cierto sentido, pues, había quienes promulgaban todo lo bueno que el café puede aportar para el cuerpo. Memoria, energía, pureza, prevención de enfermedades. Nada de eso me había importado nunca. ¿Sería ahora el momento? Quizá, pensé, este café que debía estar ahora frío, amargo y espeso sería lo que me curase.

Tenía que beber.

Deseaba beber.

Con un gemido que era a la vez de dolor y de tristeza, hice un último esfuerzo que sentí descomunal y me lancé hacia donde sabía que estaría la taza. Mordí el borde con fuerza, y me lancé hacia atrás, cayendo al suelo.

El café se volcó sobre mí.

Lo sentí empapando el poco cuerpo que me quedaba, lo que ya no me atrevía a llamar torso. Lo sentí escurriendo entre las fibras de la carne descubierta de mi cara. Lo sentí cayendo lentamente por mi garganta. Lo poco que aún era se desmoronó con rapidez, tal como había comenzado, aunque esta vez pude anticiparlo. Pasé mis últimos momentos sonriendo bajo el manto del café, que fue entonces como un abrazo tierno de alguien sin rostro ni voz. Y descubrí, para mi sorpresa, que aún estaba tibio.

MB

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