Siendo las once pasadas de una noche helada de junio (un junio que ese año había venido especialmente terrible) sentado en el borde de la cama ojeó por última vez, en un papelito cortado como al descuido, algunas cuestiones a resolver en la ferretería por la mañana siguiente. Cuando llegó al tercero de un total de cuatro puntos hizo una mueca leve con la boca. Ver, anotó al margen. Apuró un tecito con limón ya frío (un ligero malestar estomacal, como un perro fiel, lo había acompañado todo el bendito día) Se quedó inmóvil mirando la mesita de luz algunos segundos. Suspiró. Comenzó a sacarse la ropa. Toda, hasta la ropa interior. La dejó sobre una silla. Tiritando fue hasta el baño dando saltitos. Se dio una ducha caliente y ligera. Se secó bien (odiaba quedar húmedo) Casi no mojó el baño pero igual lo secó. Fue hasta el dormitorio y se puso un pijama abrigado, suave, bien planchado. Volvió al baño, se cepilló meticulosamente los dientes (se le cerraban los ojos) Orinó. Defecó (fuera de programa). Se limpió. Se fue a la cama, una cama limpia y bien extendida, de sábanas humildes y bastante usadas pero aún suaves y bien cuidadas. Dejó sus pantuflas una al lado de la otra pero sin tocarse, paralelas a la mesita de luz, perpendiculares a la cama, del lado izquierdo, el suyo, el de toda la vida. Aunque nadie excepto él utilizaba la vieja radio-reloj despertador programada para las seis y cuarenta y cinco en punto de todos los días de su vida de todas maneras le echó una última mirada. Correcto. Correcta. Ahora sí. Se acostó, se extendió todo a lo largo de un colchón nuevo y duro como una tabla, impecable, adquirido con el último aguinaldo (una planificación financiera de casi un año, un éxito, otro más). Se tapó hasta el cuello. No, corrigió, se destapó un poco y se volvió a tapar solo hasta el vientre (demasiado calor). Extendió uno y otro brazo a los costados del cuerpo. Derecho, inmóvil. A ver. No. Corrigió otra vez. Cruzó las manos sobre el pecho, como un muerto en su féretro. Así está mejor. Casi medianoche, ni gotea una canilla ni rechina una ventana. Con la luz del velador todavía encendida, antes de dormirse aún tuvo tiempo de mirar por última vez un techo blanco y vacío, tener un último pensamiento (en nada) y sentir cómo sube y baja el pecho con cada respiración. Mientras iba perdiendo el conocimiento supo perfectamente, desde el fondo de un sueño que ya lo invadía, que faltaba apagar la luz. Sería necesario un último esfuerzo de su brazo izquierdo, un movimiento tantas veces meditado que habría de provocarle una molestia mínima, pero molestia al fin. Se sobrepuso (así es la vida, para el futuro había que planear una acción más cómoda pero ya habría tiempo para eso, ahora no quedaba otro remedio) y alargó la extremidad (la izquierda, insistimos) hasta la perilla de la luz. Presionó. Listo. Oscuridad total. Otra vez las manos cruzadas sobre el pecho. Duro. Recto. Pero ahora el sueño, tan lábil, se había alejado y debía volver a ser convocado. No importaba, él tenía sus técnicas. Pensó en algo agradable (tenía una colección de pensamientos escrupulosamente elegidos para dormir, los iba variando cada día para no aburrirse, mejor los tranquilizadores que los placenteros, demasiado gozo hace que el sueño no venga más y los días de semana laborables son un engorro, ya se sabe) Otra vez, ahora sí definitivamente y sin darse cuenta, como en un quirófano penetra la anestesia, fue entrando en una inconsciencia suave, dulce. Y a continuación procedió a morirse. O, digamos, para ser más precisos, justo al minuto y treinta y cinco segundos después de haber cruzado por segunda vez las manos sobre el pecho como un muerto se murió. De una vez y para siempre (su mujer, sus hijos y el dependiente de la ferretería sabían bien que a él no le gustaba repetir las cosas) Paro cardíaco. Fulminante. Silencioso. Prolijo. Moral. Mortal. Exacto. No pudo, pero de haber podido, Pascual le hubiera dado su aprobación. Excepto por un detalle: no fue planeado, lo mismo que la postrer evacuación que tuvo esa noche, la última vez que defecó, imprevistamente, antes de morir.
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(Te miro y no lo creo, Pascual. Ese rictus de dolor en tus labios, casi una mueca. La cara convertida en piedra. Qué frágil puede ser un corazón, qué extraño y ajeno puede ser un cuerpo. Y qué pesado, sobre todo cuando hay que levantarlo junto a dos empleados de una funeraria, tomados cada uno de las puntas de una sábana para subirlo a una camilla.
Ahí quedaron, tu mesita de luz y el reloj, tus pantuflas y el velador, como yo, sin saber qué hacer con las manos y estorbando el paso de los demás, de los otros que corren, inútilmente, a tu alrededor.)
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