Artemidoro. Grandes éxitos.

Artemidoro. Grandes éxitos.

Ernesto Parisi

07/11/2021

Inmediatamente después de que Ferrari tuviera la mala idea de lanzar entre los compañeros de oficina aquella tontería, para fanfarronear, o nada más que para hacerse el gracioso, se hizo un profundo silencio y noté que algunas miradas se cruzaban.

En aquel momento no entendí lo que para mí era una reacción desproporcionada a una nimiedad. Lo iba a entender el domingo siguiente, con Ferrari ya desaparecido, cuando Beltramino, por entonces mi jefe, me citara en su casa para conversar.

No recuerdo muy bien, si al fin y al cabo aquello había sido una banalidad, pero creo que Ferrari habría dicho algo como esto:

“Señores, habida cuenta de la sucesión de éxitos ininterrumpidos con los que la vida me ha venido obsequiando hasta el presente, y ya harto de tanto prestigio, me he propuesto firmemente que a partir de ahora mis próximos pasos serán una seguidilla de constantes fracasos.”

Intentó seguir el chiste unos segundos más hasta que el silencio y la seriedad del auditorio lo persuadieron de pasar, sin más, a otra cosa.

Si me resultó rara la reacción de los otros frente a la inocentada de Ferrari, más lo fue su posterior y abrupta desaparición, justo el día después de aquella broma, sin pistas ni explicaciones. Pero el colmo de todo fue el increíble relato que debí escuchar de la boca de Beltramino. Como dije, me citó el domingo siguiente, con el sigilo de un masón y el confeso propósito de abrirme los ojos de una vez y para evitarme mayores males, según me aseguró. Se iba a circunscribir a los hechos principales, me dijo, en mi caso iban a ser suficientes.

Me limitaré a repetir lo más fielmente posible lo que recuerdo de su relato; igual que algunas otras cosas, mi memoria me ha empezado a abandonar desde hace algún tiempo.

En el siglo II d.C. habría existido, en la zona del Asia menor, una secta pseudo-religiosa, de características muy extrañas, liderada por un tal Artemidoro, el cual no deberá confundírselo, me dijo, con el Artemidoro autor de la “Clave de los sueños”
y especialista en la llamada onirocrítica, una literatura tributaria de Nicóstrato de Éfeso, Paniasis de Alicarnaso, Apolodoro de Telmeso y otros.

Tampoco deberá darse crédito a quienes aseguran que el conocimiento de dicha secta nos llega de unos manuscritos compilados por A. J. Festugière y R. J. White durante la primera mitad de la década del setenta del siglo pasado, dado que, según nos consta, me advirtió, ellos habrían estudiado al auténtico Artemidoro, el ya nombrado autor de la citada “Clave de los sueños”.

Semejante introducción discursiva me alentó a pensar que en la empresa existían otros bromistas además del malogrado Ferrari. Debí descartar enseguida esa posibilidad; Beltramino, como un barítono entusiasmado ante un auditorio repleto, prosiguió, sin mirarme. De a ratos se levantaría y caminaría por la habitación para después volver a sentarse; yo sería un objeto más en aquel cuarto.

La secta de los derrotados, o de los predicadores del fracaso, como era conocida en la antigüedad, (los nombres que solemos ponerles a las cosas suelen ser imprecisos y hasta desmesurados, pero sirven para grabar a fuego en nuestras mentes al amigo y a quien no lo es) estaba formada por los seguidores del falso Artemidoro y tenía su evangelio propio. Viviendo como ascetas en medio del desierto y en estricto ayuno, dedicaban sus días con un fervor propio de santos a un único ideal: persuadir a la humanidad del sinsentido y la fatuidad de toda conquista. Algunos hasta le adjudican el penoso mérito de ser los verdaderos fundadores del nihilismo.

Según sostenían, las victorias cegaban las almas de los hombres hasta hacerlas perder irremediablemente en una bruma de falsas certezas, las secaban. Si un triunfo pasajero era engañoso, el permanente era letal. Cada nuevo logro, cada escalón ascendente alejaba más y más al individuo de la perfección. Con la suma de éxitos, de a poco el ser humano se iba vaciando hasta que el verdadero, el auténtico, terminaba convertido en la sombra del otro, el falso, el exitoso, quien terminaba viviendo realmente entre los demás, en sociedad.

Más que un método, la secta de los derrotados había hallado una forma de vida que hacía de la ascesis y del cuidado de sí la principal preocupación de sus miembros y que incluía extensas meditaciones y durísimos ejercicios corporales, imprescindibles para alcanzar el estado ideal. El método incluía sucesivas etapas hasta que por fin, al cabo de dos o tres años (podían ser más, dependiendo de la dedicación y de las virtudes del alumno) el discípulo ascendía al escalón último. Alcanzarlo significaba acceder a un estado de rotundo desinterés por todas las cosas y a un perpetuo abandono de las preocupaciones del mundo.

Recién entonces al egresado se le permitía reintegrarse a la sociedad, no sin antes realizar dos solemnes juramentos, el de difundir por el mundo la doctrina de la secta y el de no abandonar jamás los ejercicios espirituales y corporales aprendidos en el retiro del desierto, las únicas herramientas, aseguraban, que lo mantendrían alejado de los peligros del éxito, (el éxito sabe vestirse con el ropaje más engañoso, predicaban)

La secta habría tenido una vida muy corta, se habría disuelto hacia al siglo III d.C., presumiblemente por la tenaz persecución de estoicos y cristianos.

No obstante hay historiadores que atribuyen su desintegración a contradicciones intrínsecas a los propios fines de la organización: algunos miembros, viendo la notable expansión que había conseguido aquel proyecto en los últimos años, consideraron el hecho como un éxito, algo por supuesto inaceptable pues en sí mismo significaba una negación explícita de los objetivos perseguidos, y acto seguido renunciaron, sin más.

Finalmente hay un tercer grupo de estudiosos que plantea otra causa, más exótica aún, de disolución de la secta, y que nosotros rechazamos de plano por absurda. Se dice que algunos miembros de la secta del falso Artemidoro, lectores e intérpretes del Cratilo, habrían comenzado a sospechar que el éxito y el fracaso no serían más que simples nombres que les ponemos a las cosas, puros fantasmas que, como otros tantos creados por el lenguaje humano, no hacen más que confundirnos. También éstos habrían desertado de la secta, pero en este caso más por escepticismo que por otra razón.

Sea por el motivo que fuere, para el siglo IV sólo quedaban unos pocos discípulos descendientes de los fundadores, los que finalmente habrían terminado por desertar de su retiro en el desierto. El aislamiento y los cambios sociales y económicos asestaron el golpe definitivo a la secta.

La tarde del domingo había caído dejándonos en penumbras, apenas nos veíamos las caras y la voz de Beltramino ahora sonaba lejana.

Represento a una organización supranacional con alcances, Gómez, que usted jamás podría imaginar. Nuestra asociación data de muchos siglos. Ha perseguido desde siempre a los discípulos de la secta de Artemidoro. Estamos convencidos de que los escasísimos herederos que pudieron resistir siguieron operando en la clandestinidad desde entonces. Creemos que no son muchos, pero su número es suficiente para constituir un verdadero peligro para la sociedad (dijo esto y fue la única vez que lo noté exaltado en toda la charla)

Obran en nuestro poder manuscritos medievales, transliteraciones de copistas realizadas sobre la base de las escrituras originales de la secta que prueban lo abyecto de sus fines. Si esta secta recobrara sus fuerzas y se reagrupara nada salvará a nuestra especie del caos y la desintegración final (ahora Beltramino miraba el techo y respiraba agitado)

Hizo una pausa y achicó los ojos para mirarme fijo.

A propósito, en los últimos meses hemos venido advirtiendo que usted, Gómez, ha dejado de tener aspiraciones (eso me dolió un poco, pero lo dejé pasar). ¿Me equivoco, Gómez?

Hizo otra pausa como esperando mi reacción.

Como vio que no le respondía continuó: reconsidere su vida, Juan, (puso su mano en mi hombro mientras lo decía, y fue la única vez que no me llamó por mi apellido) El hombre, como el animal, no puede vivir sin una presa que acechar. ¿Cuál es su presa, Gómez? De una vez por todas, acabe con ese vicio que ha venido adquiriendo, el de escribir su vida con minúsculas. Dígame, ¿qué debemos hacer para abrir su cabeza? (y yo imaginaba un hacha descendiendo violentamente sobre mí)

La vida es asertiva, Gómez, hasta el yuyo más humilde busca el sol cada mañana (yo no entendía ni una sola palabra de lo que me decía pero por algún motivo lo comprendía perfectamente bien)

Una especie de instinto, de olfato animal, me hizo callar. Nos despedimos sin más.

Ferrari volvió al año y dos meses de desaparecido, con el pelo bien corto, muy delgado y sin ganas de bromear. Nunca contó nada acerca de su intempestiva desaparición y nadie nunca (ni yo tampoco) le hicimos pregunta alguna al respecto.

El día de su vuelta, Beltramino me miraba con cara satisfecha. Un éxito, la operación, pensé.

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