Alma, corazón e intelecto, declinan en un estado de tristeza tan profunda, que parece no tener fin. Pesa el aire en los pulmones, el cuerpo se hace liviano y la vida que nos rodea se pinta de un color ocre oscuro y sabor amargo. Eterna se hace la noche y el cielo azul que horas antes brillaba en intensidad, adolece de magnanimidad.

¡Y el dolor cae a pedazos sobre la tierra árida! 

Nos vimos en el parque, una noche clara de diciembre, y allí, desgajó su inmensa tristeza, su enorme melancolía. La pesadumbre cargaba de impotencia su cuerpo extendiéndose inclemente en derredor suyo. Sus ojos enrojecidos exhalaban dolor, dolor de alma, dolor de cuerpo. De forma casi que ininteligible musitó: “Lloro porque siento, porque duele, porque no puedo más” 

¡Y enmudeció la vida y enmudeció el silencio! 

Cuando creí navegaba en aguas tranquilas, exclamó: “Ha muerto mi nene. No le veré más” El mundo a mis pies hizo un remolino que me halaba a un cataclismo sin retorno, y un nudo en la garganta ahogó la respiración. No supe qué hacer, qué decir. Las lágrimas en mis ojos vertieron a la tierra seca y un sudor frío sacudió mi espina dorsal. 

De la mano y en silencio sepulcral, deambulamos aquel parque en forma cíclica innumerables veces. ¡Como muertos! ¡Como locos! La gente detenida en extraño sortilegio, el viento arrancando las lágrimas que quemaban las mejillas y la hojarasca revoloteando sobre el piso en insólita complicidad. Y la noche, no era noche, fue un relámpago de fuego, un relámpago de amargura. 

Y esa noche…

Cargada de hielo y amargura

De llanto y sin sabores 

Esa noche…

Omnipresente y Crucificada

Me habitará, me poseerá por siempre 

*Imagen tomada del muro de Islam Gamal.

Luz Marina Méndez Carrillo/13052019 /Derechos de autor reservadosObra registrada en Cedro-España/ https://www.cedro.org/

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