No recuerdo cuando llegué. Mis hermanas y yo disfrutamos del ajetreo de la jaula en la trasera de la furgoneta que se convirtió en todo un parque de atracciones. Una vez se detuvo nos transportaron al interior de un edificio de grandes vidrieras transparentes. Subimos en un elevador y salimos a un pasillo que finalizaba en una puerta doble. Al abrirla apreció una estancia. Era amplia, llena de pantallas, mesas, armarios y muchas más cosas que no llegué a reconocer. Era clara, el olor a éter y alcohol, intenso. Unas manos cubiertas con guantes nos presentaron nuestra nueva casa. Nos alojaron a dos en el primer estante y a las otras tres en el tercero. Estábamos expectantes ante aquel nuevo paisaje que se abría antes nosotras.
Pasados dos días serenos llenos de descubrimientos tras los barrotes, una mañana comenzó el ajetreo. La primera ocasión fue una, al día siguiente, otras dos. Ellas salían y entraban mientras parecían haberse olvidado de mi existencia. Y, al fin, llegó mi turno. Una enorme bata blanca completada con un enorme rostro con gafas se aproximó, abrió la portezuela y me tomó. Me sentí alegre al comprobar que vestíamos igual. Sentí el frío en su piel y su cierto temblor. Pensé que aquello era nuevo para los dos. Unas pinzas se posaron sobre mis delicadas patas traseras. Fueron cosquilleo al principio, que se fue convirtiendo en un molesto dolor. El tiempo se me hizo eterno hasta que un pinchazo acabó con la sensación. Desperté. Me sentía aturdida, extraña, algo se movía en mi interior. Fuera de mi recinto no había ninguna de aquellas batas, la noche estaba en silencio. Sentía que aquello que me había pasado no me gustaba, no era la misma. No entendía por qué, pero no estaba como siempre.
Al día siguiente, todo se repitió. Aquellas horas se me hacían interminables. La noche se convirtió en mi aliada, mi mejor amiga, con su llegada no sentía el peligro de sentir aquellas manos volver a cogerme. Quería que nunca volviera la claridad. Aquella paz me dejaba dormir bien acurrucada en uno de los rincones. Al despertar todo era actividad allí fuera. Pasados varios días, un despertar me alertó a mirar buscando a mis hermanas. No pude verlas, su jaula estaba vacía. Constatarlo me hizo sentir sola y desamparada. A la que permanecía conmigo no la habían devuelto la tarde anterior. Como una revelación, supe en aquel momento cual era mi condena, mi sentencia estaba dictada. Un escalofrío sacudió todo mi cuerpo. Iba a pensar un plan para escapar de allí, pues mis horas estaban contadas. Los aparatos, máquinas y utensilios que había sobre las mesas y que al principio se me antojaron divertidos, se me desvelaron como verdaderos elementos de tortura. Imaginé a mis hermanas sacudiéndose enérgicamente intentando escapar a su destino cruel. La pena que sentí me confirmó que no lo habían conseguido. Sabía que en aquella compañía nunca podría estar a salvo. La próxima vez que una mano abriese la puerta de la jaula la mordería para liberarme y huir. Pero todo intento fue en vano. La garra era siempre demasiado poderosa y casi me dejaba sin respiración. Eché de menos la inseguridad de quien me tomó la primera vez. Los otros guantes eran firmes y seguros, y mis posibilidades mínimas.
Todo estaba oscuro. Me sentí desorientada. No había sonidos, ni olores, nada se movía. Ello me desconcertó. La pequeña jaula me daba seguridad, era mi casa. Añoraba las noches de calma y de descanso. Ahora me sentía ligera como una pluma, satisfecha, aunque no recordaba la última vez que había comido. Cerré los ojos y vencida por un sueño extraño me convencí de que siempre viviría en aquel laboratorio. Nada podía hacer para detener aquella cuenta atrás. Abrí los ojos, todo era luz y silencio. Vi como venía hacia mí un pequeño ratón de extraña apariencia que me miraba curioso. En un instante, todo un grupo de ratones se me acercó, me daban la bienvenida. Mientras me explicaban la suerte de haber ido a parar allí, reconocí tras la muchedumbre a mis hermanas. Sonreí. Me sentí nuevamente arropada. Estaba finalmente en casa.
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