Hay momentos y situaciones en que buscamos orientar el corazón o el espíritu más allá, anclarnos para abrir los ojos y mirar de frente al mundo. Es entonces cuando elevamos la mirada y la dirigimos a la profundidad de esa línea recta o curva que delimita el perfil entre lo terrestre y lo celeste. Es el horizonte, allí donde confluyen la superficie planetaria y el cielo, unión que observamos desde un punto alejado.
Existe el real, el aparente, el óptico o el geográfico, según el plano que se considere. Está vinculado a la curvatura del planeta y a la refracción, que provocan que cuanto se halla en él pueda quedar oculto total o parcialmente.
Es, además de un paisaje, un lugar, un límite, término que determina la relatividad general para referir la frontera entre tiempo y espacio. Puede ser, por otra parte, un periodo temporal previsto o las perspectivas vinculadas a un asunto.
Todos, en algún momento, nos convertimos en viajeros absortos que buscamos su belleza y su paz, su equilibrio y su libertad. Depositamos en él deseos y anhelos, pesares y preocupaciones. Él nos devuelve una respuesta muda con destellos de luz y claridad, orden y sosiego, adorno de colores que calma y reconforta, afirmación de lo que en verdad habita en nosotros.
Es un abismo inalcanzable, infinito en el mar o en el desierto, hendidura del cielo que acaricia lo humano, vuelo a una línea pura, orilla del mundo, gigante, eterna. Su hechizo nos sostiene, nos acoge. Podemos perdernos en él, desaparecer, mirando ese final. Lejos o cerca, no cobija sombras ni olvidos.
Horizonte, dueño de pensamientos y derrotas, espejo de nuestra fragilidad que perpetuo se dibuja bello, limpio y silencioso.
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