La entrada no prometía mucho, pero era cierto que no era conveniente andar por ahí, bajo la lluvia, en busca de un restaurante en el que cenar. Empujó la puerta con desgana y entró en una sala abarrotada de gente. No había ni una mesa libre. Iba a darse la vuelta para mirar con una sonrisa cínica a su marido, que había entrado tras ella e intentaba hacer algo con el paraguas para evitar llenarlo todo de agua, cuando un camarero se acercó. “¿Dos?”, preguntó con desgana. Sin esperar la respuesta, cogió un par de cartas de la barra y echó a andar como quien está seguro de ser seguido, con lo que eliminó la opción de darse la vuelta y salir de allí. Fueron tras él hasta unas escaleras que bajaban a lo que debía ser el sótano. Ella se detuvo por un instante. “Abajo hay sitio, estarán bien”, les dijo el hombre, volviéndose a medias antes de continuar el descenso. Le siguió, después de mirar de reojo a su marido, que aún continuaba luchando para evitar que el paraguas le mojara los zapatos, tarea en la que había obtenido un éxito solo parcial.
El sótano era pequeño y destartalado. Había tres mesas, un aparador con platos y cubiertos, y una puerta junto a la escalera por la que no paraban de entrar y salir los camareros. Les acomodaron en la mesa del fondo, al lado del aparador, lo que les aseguraba ser testigos directos del trasiego constante del personal en busca de los útiles necesarios para montar las mesas.
–No se está mal aquí –comentó su marido, aliviado porque uno de los camareros le había arrebatado el paraguas y lo había colocado en un paragüero, al otro lado de la sala.
Le miró para ver si lo decía en serio, pero él ya había cogido una de las cartas que les habían dejado en la mesa y la estaba examinando con interés. Ella cogió la otra. El plástico que la recubría tenía un tacto grasiento y alguna de las páginas estaban pegadas entre sí. Las despegó con aprensión y comenzó a repasar los platos, pero al cabo de un rato desistió y le dejó la tarea a su marido. Él los iba leyendo en voz alta, uno por uno, haciendo comentarios sobre los que le parecían más apetitosos, cuando se dio cuenta de que ella no decía nada. Levantó la vista y la miró: algo debió leer en su cara, porque se enfadó.
–Ya sé que no es un restaurante bueno, pero está diluviando y no vamos a andar de un lado para otro buscando sitio– le dijo en voz baja, mirando de soslayo a los camareros que no dejaban de pasar en busca de cosas del aparador.
Se limitó a mirarle y a sonreirle, lo que pareció enfadarle aún más. Él le mantuvo la mirada un instante y luego volvió a la carta, ahora en silencio. Se demoró un buen rato, como si de repente hubiera dejado de estar seguro de lo que sería más conveniente pedir. De repente la cerró y levantó el brazo.
–¡Camarero, por favor!
Lo había dicho demasiado alto y el camarero aludido, que en ese momento pasaba junto a ellos en dirección al aparador, le dirigió una mirada torva.
–No hace falta gritar tanto, ahora ya verás lo que van a tardar en servirnos –le advirtió ella.
–¡Es igual, que tarden lo que quieran! No tenemos prisa.
Apartó la mirada de su marido y quitó un poco de polvo de la pantalla de su móvil, que tenía sobre la mesa.
–Tendríamos que habernos quedado en casa –dijo sin mirarle.
–Fuiste tú quien dijo de salir.
Sí, había sido ella. Estaba harta de estar en casa leyendo, como todos los fines de semana. Quería ir a algún sitio, cambiar de decorado, incluso aunque estuviera lloviendo a mares, que menudo diluvio, al salir le había sorprendido y se había arrepentido en parte, pero ya era tarde para decir nada. Sabía que era difícil que pudieran encontrar sitio en algún restaurante un poco bueno, pero podían haber buscado más, incluso a pesar de la lluvia, y no entrar en aquel, en el que encima les habían colocado en el último rincón del sótano. Echó un vistazo a su alrededor y todo lo que vio le produjo desagrado. El aspecto sucio de las paredes, al que contribuía un cuadro polvoriento con una escena de caza, los propios manteles, aquel aparador viejo, el charquito que había frente a la escalera. Era curioso, al bajar no había sido consciente de él. ¿Lo habría causado su marido con ese paraguas que parecía que nunca iba a dejar de soltar agua? ¿O se estaba filtrando por algún sitio el agua de la lluvia? Los camareros pasaban por encima, algunos esquivándolo, otros pisándolo con fuerza, como si chapotear fuera una forma de protestar por tener tanto trabajo en aquella noche tan desapacible. Su marido comentó algo de la carta y ella asintió sin escuchar. No podía dejar de mirar el charquito, le daba la impresión de que estaba creciendo poco a poco. Ya ningún camarero lo esquivaba, todos lo pisaban al pasar. Uno de ellos se dirigió hacia su mesa, era el que les había dirigido la mirada desagradable pero ahora, para su sorpresa, les trató con educación y tomó nota de su pedido rápidamente. Miró a su marido, que parecía haber trasladado al móvil la atención que antes prestaba a la carta.
–¿Puedes dejar el teléfono, por favor? –le dijo.
Él levantó la mirada.
–Es que parecía que estabas en otra parte –dijo con calma.
–No me gusta este sitio.
–Sí, ya me he dado cuenta.
–Ya sé que está lloviendo mucho, pero podríamos haber bajado un poco por la calle. Hay uno o dos restaurantes que seguro que eran mejores que este.
–No hubieran tenido sitio.
–¿Cómo lo sabes?
–Me lo imagino.
Lo había dicho con seguridad, pero cuando ella se le quedó mirando pareció perder parte de ella.
–Bueno, aquí tenemos sitio y seguro que no se come mal.
–Seguro.
Se volvió de nuevo hacia la puerta. El charquito ya se había convertido en un señor charco. Ocupaba todo el frontal de la escalera y llegaba casi hasta la pata de la primera mesa, donde una pareja joven comía y conversaba aparentemente ajena a todo. Los camareros continuaban pasando por encima de él, pisando con fuerza y salpicándolo todo, probablemente la pareja ya habría recibido alguna de esas salpicaduras, pero nadie parecía prestar atención a todo aquello. Le fascinaba el charco, no podía determinar de dónde venía el agua, por supuesto de la lluvia, pero, ¿por donde bajaba hasta aquel sótano?
–Ves, ya vuelves a estar ausente. Luego me dices que deje el móvil.
Miró a su marido.
–Me enervas.
–¿Por lo del móvil?
–Por tu falta de, no sé, de delicadeza. Ya sé que no tendríamos que haber salido, pero debería darte vergüenza simplemente el hecho de haberme traído a un lugar como este.
–Siempre me dices…
–Te conformas siempre con lo primero que te ofrecen, siempre vas a lo más fácil, ¿no te das cuenta?
Se dio cuenta de que había levantado un poco la voz, pero no le importó. Se estaba enfadando. En ese momento llegó el camarero con las bebidas y la primera ración. Pulpo a la gallega. El pulpo venía en su escudilla de madera grasienta, rodeado de sus patatas. El conjunto tenía el aspecto menos apetitoso que uno pudiera imaginar.
–Bueno, no nos vamos a poner a discutir a gritos aquí, para eso podríamos habernos quedado en casa, ¿no? Digo porque el tema es un clásico: siempre vas a lo fácil, eres un rutinario –remedó su marido con voz de falsete.
–¡Ya lo creo que es un clásico! ¡Mejor, el clásico eres tú!
–Te he dicho que bajes la voz, por favor.
La pareja de la mesa que estaba cerca de la escalera les miraba disimuladamente, pero no le importó. Aquel sitio era horrible, además el tamaño del charco al pie de la escalera ya era preocupante. El agua se había extendido hasta la mesa de la pareja, debía ya ocupar toda la parte de abajo, aunque ellos no parecían notarlo siquiera. Al otro lado de la sala había una familia con dos niños pequeños que comían casi en silencio, como si estuvieran deseando terminar cuanto antes y salir de allí. El agua también había llegado hasta su mesa, podía ver los pies del padre, cruzados y apoyados sobre la puntera de uno de los zapatos, que estaba metida en ella. Los cruzaba y los descruzaba, desplazando el agua cada vez. Pero no parecía reparar en la situación, ni él ni su mujer. Los niños debían tener los pies colgando y no haber llegado aún a tocar el agua.
–¡Vámonos de aquí, por favor! No soporto este sitio.
–Nos iremos cuando nos comamos lo que hemos pedido. Que, por cierto, está muy bueno. ¿No quieres probarlo?
Le contempló mientras pinchaba un trozo de pulpo y se lo llevaba a la boca. En ese momento se dio cuenta de que tenía hambre, y tal vez el pulpo no estuviera tan malo, después de todo, así que pinchó un trozo y se lo metió en la boca. Al menos, era comestible.
–Siempre eres el mismo –insistió en voz baja y en un tono más calmado–, siempre el mismo rutinario. Todos los días hacemos lo mismo, vamos a los mismos sitios.
–¿Y qué quieres hacer, a dónde quieres ir? Tú te pasas la vida quejándote pero no aportas nada.
–Pues a un buen restaurante, por una vez. No a está…, a estos sitios que me traes.
–En cuanto terminemos de comer, nos vamos –repitió él.
Se metió otro trozo de pulpo en la boca. Ella estuvo a punto de hacer lo mismo, pero se detuvo a tiempo: no quería terminar dándole la razón con tanta facilidad. Además, le preocupaba el agua. Ya llegaba hasta debajo de la mesa que ocupaban, si movía el pie podía incluso oír el chapoteo. Era curioso, el suelo de la sala parecía estar ligeramente inclinado hacia la escalera, allí la cantidad de agua era mucho mayor, tanto que los camareros, que seguían subiendo y bajando a toda prisa, cargados con bandejas (¡qué cantidad de bandejas, no le había parecido que hubiera tanta gente en el piso superior!), ya metían el zapato casi completamente en el agua. Pero parecía no importarles, con los pies mojados y todo seguían a su tarea. Y en la cocina, si es que la puerta que se abría junto a la escalera llevaba a la cocina, el agua también debía cubrirles los pies, pero quienes estuvieran allí (no podía verlos, a pesar de que la puerta se abría y cerraba constantemente) seguían trabajando a destajo.
En ese momento, llegó de nuevo el camarero de la mirada torva con otra ración. Ahora, de calamares. Su marido aprovechó para pedir dos nuevas cañas y el camarero se marchó chapoteando. Le hubiera gustado levantarse y dejarle allí plantado, con sus calamares y su pulpo, pero se sentía como si la lluvia y aquel lugar la hubieran dejado sin fuerzas. Pinchó uno de los calamares con desgana, ante la sonrisa de su marido.
–Ves como no están tan malos.
–Algo tendré que comer.
Y el agua. Había subido. A los camareros ya casi les llegaba por la pantorrilla. Ya no chapoteaban, cuando bajaban la escalera metían el pie en el agua casi sin salpicar y avanzaban por la sala como cuando en la playa uno se mete en el mar e intenta llegar andando hasta donde cubre. La pareja que estaba junto a la puerta seguía hablando tranquilamente, sin mostrar ninguna incomodidad por el agua. La familia de la mesa del fondo, sin embargo, se había marchado, aunque no tenía muy claro en qué momento había ocurrido. ¿Y ellos? Miró hacia el suelo, a su lado, y vio como el agua formaba pequeñas olitas junto a las patas de su silla. También tenían los pies en el agua, pero ella llevaba unas botas impermeables muy buenas y no la notaba. Por si acaso, apenas sí se atrevía a moverlos. Su marido, que llevaba zapatos bajos, debía tenerlos empapados, pero no parecía molesto. Había empezado a comentar algo de la oficina, no tenía muy claro el qué. Le pasaba mucho con él, comenzaba a hablar de algo que a ella le resultaba insufriblemente aburrido, tanto que no era capaz de prestarle atención. Luego se detenía y la miraba, como si esperara un comentario de ella. Y ella se azoraba, intentando recordar lo que apenas había escuchado. Pero aquel día decidió adelantarse.
–Eres un coñazo.
–¿Qué?
Tal vez se lo había dicho en voz demasiado baja. Lo repitió un poco más alto.
–Te había escuchado la primera vez –le respondió mirándola fijamente.
–No te aguanto.
–¿Y crees que yo te aguanto a ti? –ahora se sonreía con ironía–. ¿Sabes lo coñazo que eres tú? ¿Con tus aires de grandeza y tus restaurantes caros en los que te cobran un ojo de la cara por una mierda de plato?
La miraba con esa odiosa sonrisa de cuando discutían, una sonrisa que siempre le daban ganas de borrarle de la cara de una bofetada. Y aquel día se la hubiera dado si no hubiera estado preocupada por el agua, que ya les llegaba a las rodillas y se le estaba metiendo por la caña de las botas. Dejó de mirarle un momento y se dio cuenta de que la pareja de la mesa junto a la escalera ya se había marchado. Los camareros continuaban subiendo y bajando, completamente empapados ya y avanzando con dificultad por el agua con sus bandejas alzadas por encima de sus cabezas. Tenían que marcharse. Se lo dijo.
–¡No me da la gana! ¡Hasta que no nos acabemos la comida no nos movemos de aquí! –parecía no importarle ahora levantar la voz–. ¡No tienes ni idea de lo que valen las cosas, eres una niña pija, papá siempre te ha dado todo lo que querías, ¿no?, pues a mí no! ¡Yo me he tenido que ganar cada pedazo de lo que tengo!
–¡Deja de gritar de una puta vez! El agua…
–¡Qué mierda dices! ¡De aquí no nos vamos hasta que no nos acabemos todo!
Se levantó de la silla, pero perdió el equilibrio. El agua llegaba ya al plano de la mesa y había comenzado a cubrir la superficie poco a poco. Con expresión furiosa, su marido cogió el tenedor y pinchó un calamar. Se lo metió en la boca, pero cuando iba a coger un trozo de pan para acompañarlo se encontró con que el agua lo había convertido en una masa informe. Fue entonces cuando miró con sorpresa a su alrededor. De repente, los camareros habían dejado de pasar, estaban completamente solos en el sótano. La puerta de la cocina estaba cerrada, como si los cocineros hubieran echado la llave por el otro lado y salido por otra puerta distinta. Completamente empapada, comenzó a avanzar hacia la escalera, aferrando su bolso. Su marido seguía mirando a su alrededor, sin dar crédito a lo que veía, pero, en lugar de levantarse y seguirla, cogió un nuevo calamar, también empapado y se lo metió en la boca.
–¡Yo no pago chorradas, ni lujos idiotas! ¡No soy un pijo como tú! –le gritó con la boca llena.
Con mucha dificultad, puesto que algunas sillas habían comenzado a flotar y le entorpecían el camino, llegó hasta la escalera. El agua le llegaba al pecho. Comenzó a subir con alivio, cuando llegó al sexto escalón, ya con casi todo el cuerpo fuera de la extraña laguna, volvió la cabeza hacia su marido. Se había levantado de la silla y avanzaba por la sala, esquivando todas las cosas que flotaban, pero parecía aturdido, como si no supiera muy bien hacia dónde tenía que ir. Le llamó. Él levantó la mirada.
–¡Pija de mierda! –dijo.
Ella se dio la vuelta y continuó subiendo por la escalera.
El restaurante
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