No imitarás
“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.
J. L. B.
Antonio Carrizo entrevistaba a Borges y el diálogo transcurría más o menos así:
—Dígame Borges, ¿cómo es este momento de su vida?, ¡son ochenta años!
—Y bueno, ¡qué le vamos a hacer!, prefiero decir, como Groussac, que cumplo cuatro veces veinte, «quatre-vingt», suena más liviano, ¿no?
—Claro, cuatro juventudes, es más poético.
—Sí. Los franceses prefieren decirlo así, aunque, a decir verdad, los ingleses también decían cuatro veintenas para decir ochenta, «fourscore», por ejemplo Pepys en su Diario.
—No lo sabía. Ahora, si me lo permite, quisiera tocar un tema que no sé si le va a gustar. Me refiero al Premio Nobel. Son muchos los que creen que con usted, la Academia Sueca ha cometido una injusticia.
—No se vaya a creer, ¿eh?, la justicia, la injusticia, es algo rarísimo. Alguien comete un pequeño error, digamos, girar en una calle en lugar de otra, y eso le cuesta la vida. Siendo así, podemos decir que un pequeño mal paso ha dado lugar a un castigo desproporcionado. Por eso creo que está muy bien la Biblia cuando dice que, por comer de cierto fruto, una pareja condenó a la humanidad entera. Es muy realista.
—Pero, ¿cuál estima que fue su error, su mal paso, para ser condenado a no recibir el premio Nobel?
—Bueno, «condenado» suena un poco fuerte, ¿eh?, yo no lo considero una condena. En todo caso, con este tema ocurre algo curioso. Cada año, para esta fecha, la gente se me acerca para consolarme por el supuesto desaire de la Academia Sueca. Y se asombran ante mi resignación. No comprenden que sería una frivolidad de mi parte lamentarme por no recibir algo tan vano como un premio, cuando he debido resignarme a perder algo tan precioso como la luz. Hay veces que sueño, tal vez no debería decirlo, que he recobrado la vista, que por una especie de milagro, he vuelto a ver. Entonces yo, niño otra vez, corro emocionado a la biblioteca de mi padre. Y luego despierto con lágrimas en los ojos, lágrimas que no sé si atribuir más a la alegría o al dolor.
—Comprendo. Ahora, si me disculpa, hay una pregunta que quiero hacerle: ¿no hay algún escritor nuevo que le parezca digno de mención?
—Lo que ocurre, es que de joven, leí. Ahora, prefiero releer. Pido, no sin cierto pudor, que me lean algo de Conrad, de Schopenhauer, de Kipling en fin, de autores que conozco, pero a los que con cada lectura, vuelvo a descubrir. Porque releer es redescubrir.
—Y así los textos son infinitos y siempre se están renovando, como el río de Heráclito.
—Claro. Pero no solo el río cambia, también nosotros. El hombre que bajó al río ayer, no es el mismo de hoy.
—De acuerdo, pero fuera de sus autores preferidos, ¿no hay algún argentino que le llame la atención?
—Como usted bien sabe, Carrizo, en la Grecia helenística, a los gobernantes de los territorios conquistados por Alejandro Magno se los llamaba epígonos. Tenían sus reinos, pero se conformaban con no perderlos, eso era todo.
—¿Está diciendo que las nuevas generaciones lo imitan?
—Bueno, hace poco María me estaba leyendo algo y pensé, ¡caramba! ¿cuándo he escrito eso? ¡Se me ha olvidado por completo! Le pregunté entonces, de qué página mía era aquello, y me dijo que no, que eso no era mío, que pertenecía a alguno de mis tantos «epígonos».
—¿Y eso le molesta?
—¡Pero no, para nada! ¿Por qué habría de molestarme? Lo considero un homenaje, como dicen ahora. Además, creo que imitamos sólo aquello que, de un modo secreto, ya era parte de nosotros. He llegado a creer que solo podemos admirar lo que admiramos porque existe en nosotros algo capaz de vibrar por simpatía al son de esa ajena luz. Verá, en cierta ocasión he dicho que debemos ser muy cuidadosos al elegir a nuestros enemigos, porque es probable que terminemos pareciéndonos a ellos. Pero ahora, en los lindes de mi vida, creo haber entendido que no es así, que no terminamos pareciéndonos sino que, secretamente, ya éramos parecidos a ellos y solo por eso pudimos elegirlos como tales. Así, con más razón, es probable que entre mis epígonos y yo haya una íntima comunión, algo como lo referido en mi cuento «Los Teólogos», ¿lo recuerda?
—¡Cómo olvidarlo! ¡Aún recuerdo esa parte, hacia el final, en que Aureliano descubre que Dios lo ha confundido con su odiado Juan de Panonia, a quien él, por envidia, había condenado a la hoguera!
—Claro, pero Aureliano es consciente de que Dios, en su infalibilidad, no pudo haber cometido un error. Entonces comprende, quizás con asombro, quizás con horror, que si ante los ojos de la insondable divinidad él es Juan, es porque, sin sospecharlo, siempre lo ha sido. De ahí que muriera en un incendio provocado por el rayo: debía morir por el fuego, como Juan, porque era Juan. Siendo así, ¿cómo molestarme con mis imitadores, si tal vez ellos y yo seamos uno ante Dios? Por otra parte, me obligan a renovarme, a buscar otros caminos porque, de otro modo, alguien podría pensar que quien los imita soy yo, ¿no le parece? Aunque lo más probable, es que eso no importe; porque lo más probable, es que nada importe.
—Pero, perdone mi insistencia Borges, de los jóvenes, ¿no hay alguno que le parezca digno de mención?
—Bueno, está ese muchacho, Casanovas, sí. Pero es una lástima ¿eh? Me imita hasta el plagio. Y, verá Carrizo, mi ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges. Pero pienso que los jóvenes no deberían querer ser Borges, deberían luchar con todas sus fuerzas para hallar sus propias voces. Yo también quise ser otro en mi juventud, ser Kafka. Hasta que un día comprendí que Kafka lo había logrado mucho mejor antes que yo.
¿Había oído bien? ¿Podía ser que Borges hubiera pronunciado mi apellido?
La conmoción me hizo despertar en medio de la noche.
Todo había sido solo un sueño.
Sin embargo, la emoción persistía, como si lo soñado hubiese ocurrido realmente.
No tuve la suerte de conocer a Borges.
Pero por extraño que parezca, desde aquella vez, guardo a flor de piel la sensación de su calidez humana, de su don de gentes, de su afecto. Fue como si en ese sueño las barreras del tiempo y del espacio se hubiesen desvanecido por un instante para que Borges se acercara a mí para recordarme que no hay que imitar, que toda imitación es un suicidio, como decía su admirado Emerson.
El mundo es un gran misterio, ¿quién puede asegurar que no haya ocurrido?
De lo que estoy seguro es de que todo lo que nos pasa se vuelve parte de nosotros, se nos «infiltra en la sensación de la carne y de la vida», como escribió magistralmente Pessoa.
En especial, todo aquello que nos ha conmovido, sin importar que tales «hechos» tuvieran lugar en sueños.
¿Por qué habría de marcarnos menos un sueño que lo vivido en nuestro diario trajinar por este mundo de sombras al que llamamos real?
Por eso puedo decirlo: que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullece pensar que Borges, aunque sea en sueños, me ha leído.
(Buenos Aires, 12 de octubre, 2021)
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