Poco antes de enredarse en insomnios en los que imaginaba que estaba soñando, mi padre intentó arreglar la lampara del salón. Cuando me acercaba los domingos a comer con ellos, podía ver la tulipa descentrada y él no paraba de quejarse de que se encendía cuando le daba la gana. Mi madre, por su parte, insistía en que la lámpara podía aguantar igual que ella, con paciencia y poco a poco. Por no oírlo más, hice un hueco y, un martes después del trabajo, me acerqué para ver qué le pasaba a la lámpara.
Allí estaba él: arremangado, sudando, observando la tulipa desde todas las perspectivas posibles con la escasa luz natural que ya entraba por el ventanal y con más de medio rollo de cinta aislante en torno al casquillo para intentar que la tulipa se asentase bien derecha. En realidad, parecía que a la lámpara se le hubiera salido un hueso y un enfermero principiante intentara taparlo con más y más vendas, inútilmente. Me preguntó con palabras inacabadas qué me parecía aquel despropósito. Lo primero que hice fue sentarlo en el sillón para que recuperase el aliento, aunque tuve que insistir para que se quedara un rato en aquel sillón que siempre había estado junto al ventanal, que no solo daba unas vistas estupendas a aquel pequeño piso, sino que también era la entrada de un frío negro en invierno. Intenté que pusiera los pies sobre el escabel para que estuviera más cómodo, pero se negó encogiendo las piernas, que dejó colgando en el aire un rato hasta que el cansancio le obligó a bajarlas.
Aparté la tulipa a un lado y, con paciencia, desenredé aquella madeja blanca, pegajosa, hasta que el soporte y el casquillo quedaron a la vista. No parecía que hubiera ningún problema, así que probé a colocar todo en su sitio y, tras enroscar la bombilla, tiré de la cadenita: la luz, magnífica en sus humildes sesenta vatios, nos iluminó.
-Al final, ha tenido que arreglarla el chico -dijo mi madre.
Estaba en la puerta del salón, con el mandil puesto y secándose las manos. Él trató de responder, pero aún le costaba mantener el aliento.
-No he hecho nada más que quitar la cinta aislante -dije.
-Tienes que haber hecho algo, porque la tulipa está derecha -insistió mi madre.
-Pues será… que no estaba… no estaba rota -dijo mi padre.
Al terminar la frase, se levantó del sillón en dos tiempos para ir a sentarse a una de las sillas de respaldo alto y recto que heredamos de la tía Remigia. Desde allí, mi padre contempló la lámpara como si no la hubiera visto nunca.
Era una lámpara de pie con ambiciones churriguerescas que habían comprado cuando yo tenía unos once años, junto con el sillón de dimensiones monstruosas donde yo había intentado que descansase y un escabel a juego (por tanto, también descomunal). Nunca antes habíamos tenido ni lámpara de pie ni sillón en el salón. Tan solo una lámpara de techo con cinco bombillas (dos apagadas para ahorrar), un tresillo de escay que ya era viejo antes de que yo tuviera uso de razón y el juego de sillas de la tía Remigia, que en gloria esté. Un día de invierno, cuando el sol ya se había ido, mi padre hizo notar la necesidad de una lámpara de pie que nos permitiría ahorrar, porque era una bombilla y no tres. Además, el ambiente sería más hogareño y la televisión, por la noche, se vería bastante mejor. Mi madre, austera administradora de la economía familiar, nunca se había dado un capricho ni nos lo había dado nunca a los demás; así que fue un poco raro ver cómo cedía ante razonamientos tan vagos y que, en menos de una semana, estuviéramos los tres en una tienda del polígono especializada en la venta de muebles nuevos con ligeros desperfectos o, sencillamente, extraños. Todos a precios muy razonables si uno se apañaba el transporte por sí mismo. Mi padre, con una resolución que le daba un aspecto nuevo y alegre, recorrió pasillos, subió y bajó escaleras revisando todas las lámparas de pie, hasta que, dudando entre dos, acabo diciendo que aquella, la de los adornos tan bonitos y con tan buen precio, sería la mejor. Mi madre la examinó de lejos y estuvo de acuerdo.
Íbamos a buscar a un dependiente para hacer el pedido cuando mi madre dijo:
-No hemos terminado. Nos hace falta un sillón.
-¿Para qué? -dije yo.
No acostumbraba a terciar en ningún asunto de mayores, pero fue tan espontáneo que ella me contestó de manera directa, aunque mirándolo a él:
-Para que yo pueda descansar junto al ventanal. Y el sillón que me gusta es ese.
Señaló al otro lado del pasillo un trono digno de la tierra de los gigantes de los tebeos que yo no paraba de leer. Mi padre se opuso agitando los brazos como si fuera un molino, sacando y andando hacia delante y hacia atrás sin ir a ningún sitio. Ella se instaló en medio del pasillo y fue intransigente: había llegado la hora de concederse el privilegio de un sillón que le permitiera contemplar la calle desde el ventanal. Ese sillón le gustaba y estaba bien de precio teniendo en cuenta su gran calidad. Mi padre intentó acorralarla:
-Si lo haces para que te vean ahí sentada, recuerda que vivimos en un quinto.
-Me veo yo y es más que suficiente.
A continuación, él llevó las críticas al terreno económico, calcando las razones que tantas veces había usado ella para no materializar un viaje a la playa o un capricho para la cena de Nochebuena. Transcurrida media hora, con varios clientes y un par de dependientes a nuestro alrededor y, seguramente, dándose ya por perdido, mi padre expresó un sentimiento con la fuerza de un argumento ontológico:
-No me gusta porque es demasiado cómodo.
-Pues no te sientes tú -le contestó mi madre.
-El sillón viene con un escabel a juego baratísimo -intervino un dependiente.
-También el escabel es demasiado cómodo -dijo él.
-Pues nos lo llevamos también -dijo ella.
De allí salimos con el encargo de que llevarían a casa la lámpara, el sillón y el escabel. Por supuesto, hubo que añadir los portes a la factura, porque nadie que pudiéramos conocer tenía un medio de transporte adecuado para aquel sillón.
Desde el mismo día en que llegaron esos muebles a nuestra casa, una parte fundamental de todas las tardes (pronto o tarde, dependiendo de la estación) consistió en un teatro en el que ella se repantigaba en el sillón con los pies sobre el escabel a juego para que no se le quedasen colgando y él, sin dejar de mirarla, lo hacía en una de las erectas sillas de la tía Remigia. Durante las primeras noches, yo temblaba en la cama, arropado con las mantas hasta la frente, recordando esa guerra fría que contemplaba nada más llegar del colegio hasta que les daba a los dos un beso de buenas noches, a mi madre escalando hasta la blandura infinita donde decía descansar y a mi padre estirándome hasta que mi frente llegaba a sus labios. Pero los niños saben acostumbrarse a cualquier cosa como si esa fuera la normalidad del mundo y para mí no había más mundo que ese. Así que acabé esperando el fin de la pantomima que, con el paso de los meses, se fue haciendo más breve, las tardes volvieron a estar salpicadas de comentarios de mi padre sobre lo que había dicho la radio y de respuestas de mi madre sobre lo que salía en la televisión. Sin embargo, mi padre quedó replegado a la rectitud de las sillas y el sillón fue territorio exclusivo de ella durante todos mis recuerdos.
Soy como todos los hijos y nunca he hecho caso cuando mis padres intentaban decirme algo importante. Por eso no escuché con atención a mi madre los domingos que, tras el arreglo de la lámpara no averiada, me contó que cada vez más a menudo lo sorprendía apenas sentado en el borde del sillón. Hasta que un día mi madre, ya de noche, me llamó por teléfono para contarme en voz muy baja que él llevaba toda la tarde acomodado en el sillón, con los pies sobre el escabel y repitiendo cada poco que así debieron de sentirse los reyes, ¿verdad que sí?
-¿Y tú que le has dicho, mamá?
Me dijo que solo había atinado a contestarle que sí, que era un sillón estupendo para descansar y entonces él se había levantado para decirle que se sentara ella en el sillón, seguro que no iba a querer levantarse de allí.
Este cuento se publicó en el número de septiembre del periódico Salamanca al Día, que se puede consultar en el siguiente enlace (el cuento está en la página 14): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1231571_20210902.pdf#_blank
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