¿Cómo condensar las palabras a su mínima expresión? ¿Cómo relatar sin aburrir? ¿Cómo explicar aquella pequeña anécdota sin caer en una verborrea incansable y exhausta de sopor en una sociedad que cada vez escribe más pero que lee menos?
¿Quién llegará a pronunciar tus palabras escritas, escondidas y durmientes en un cajón? Y allí reposarán, pacientes sin prisa, esperando que unos ojos despiertos y curiosos capten su luz trayéndolas de nuevo a la vida, a ese mar de ideas y ruido, intentando sobresalir a esa vorágine de libros inacabados y narraciones perezosas que luchan por existir.
Sus vidas serán cortas y sus éxitos seguramente efímeros. Hay tanto de todo,… Y aún así, como impulsado desde su interior, parecieran tener pulso propio tratando de destacar, de brillar y gritar a los cuatro vientos.
Y tú, en cambio, no eres nada ni nadie, aunque el ego te confunda, eres tan sólo su herramienta, su sirviente que teclea incansablemente, dictado, haciéndote pasar por el protagonista. Alimentando tu orgullo de creador, de artesano tejedor de palabras bien sonantes. Y nuevamente, al terminar la página, respirarás tranquilo, satisfecho, de algo que no has hecho, y este engaño se repetirá página a página sin casi poder despertar del sueño. Y continuarás soñando ese mundo mágico pero falso, y quizá algún día, quizá demasiado tarde te percatarás del entuerto y cuando quieras acordar ya no podrás abrir los ojos.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS