En el momento en que se percató de que no tenía un tostador se le fue el mundo al suelo. ¿En qué clase de cabeza enferma cabe no poseer un tostador? “Ahí voy”, pensó, “pagando mes con mes la televisión de 90 pulgadas cuando mi cocina está falta de tan importante elemento. No sé cómo puedo dormir por la noche”.
De inmediato sacó la caja de la televisión de donde la tenía guardada y regresó el aparato a su prisión de cartón. “Tienes que irte”, le dijo, “esto ha sido un error y ya no podemos seguir así. No eres tú, soy yo. Yo que en mi vanidad y mi arrogancia consideré más importante un aparato de entretenimiento vil antes que uno que me pueda brindar pan tostado y waffles. Y, seamos sinceros, ¿qué sería del mundo sin los waffles?”
Eran las tres de la mañana. Subió la televisión a su automóvil, se sentó en el asiento del conductor, encendió el auto, arrancó, manejó sin detenerse hasta la tienda departamental en donde había comprado la televisión a plazos, y esperó. En el radio, la clásica estación de clásicos pasaba una vez más el hit de rock del ’84, porque a esa hora a nadie le importaba si una canción se repetía dos o seis mil veces. Cantó. Subió el volumen. Pegó con las manos sobre el volante intentando imitar el ritmo de la música que inundaba sus oídos; fallaba miserablemente, pero se divertía. Dieron las cinco, las seis, las siete, y llegó el gerente, que vio el automóvil y a la persona en bata sentada dentro. Esa persona lo vio a él también, así que bajó de su auto, se le acercó y le pidió que por favor aceptara la devolución de su enorme, cara, elegante, lujosa, fascinante televisión. El gerente dio un sorbo a su café, intrigado, y preguntó a su cliente si había algún desperfecto con la televisión.
–No–, contestó el cliente –. No hay desperfecto alguno. Pero no requiero más de los servicios que este aparato brinda. Simplemente no puede ser.
–¿Hay alguna forma en que podamos hacer que cambie de opinión?
–No, nunca. Nunca jamás.
–Muy bien, puedo respetar esa postura.
–Excelente. ¿Va a abrir la tienda ahora?
–Quizás, pero primero permítame invitarle un cigarrillo.
–Bueno, si ofrece tan educadamente, ¿Cómo puedo negarme?
El gerente encendió dos cigarrillos y le pasó uno al cliente.
–Es curioso– dijo tras dar una bocanada –, esto nunca había sucedido. La gente por lo general acepta el abrazo embriagante de una televisión de 90 pulgadas sin chistar. Paga sus mensualidades, resignándose al flujo inevitable del dinero, y renunciando quizás a otras cosas que bien podrían favorecer más a su hogar o a su familia, y todo para aplastarse a ver programación basura que otras personas quieren que veamos. Pero usted. Usted no quiere la televisión. ¿Por qué?
–Bueno, yo sí veo televisión. Todo el mundo ve televisión de una forma u otra, y la verdad sí me gusta. Veo deportes, canales de cocina, dramas, comedias, películas… no lo sé. Pero una cosa es segura: La televisión no es tan fundamental para el asentamiento de un hogar, no señor.
–¿Y cómo llegó a esa conclusión?
–Estaba durmiendo, como todas las noches, con mi cabeza apuntando hacia el norte. Sé que es el norte porque colgué una brújula en la pared para estar seguro.
–Ya.
–Y de pronto me llegó a la cabeza la revelación de que jamás en mi vida adulta he tenido un tostador. ¿O se dice “tostadora”?
–Creo que da igual, pero ¡no me diga! ¿En qué clase de mente enferma cabe no poseer un tostador?
–Eso fue lo mismo que yo pensé.
Tiró la colilla del cigarro y la pisó con su pantufla felpuda.
–Sígame– dijo el gerente
Guio al cliente a través del estacionamiento vacío. Eran las siete y media de la mañana, y el primer empleado, que llegaría en quince minutos, era el supervisor general de la tienda, cuyo nombre comenzaba con hache y terminaba con ernández.
Llegaron a la puerta de servicio, que estaba asegurada con una gruesa cadena y un candado enorme de esos que venden en la misma tienda.
–Vaya–dijo el gerente–, traiga su coche y meteremos la tele por acá.
–¿No habría sido más fácil que trajera mi coche desde un principio en lugar de venir con usted hasta acá a pie?
–Sí, pero cuando me di cuenta de ello ya le había pedido que me siguiera.
El cliente comprendió.
–Bueno, igual es usted terriblemente amable.
–Es mi trabajo.
El cliente corrió, subió a su auto y se echó de reversa hasta llegar a la puerta de servicio a través de la cual terminaría la devolución de su enorme televisor. Abrieron la puerta que daba al asiento trasero y bajaron la televisión con poco esfuerzo; no era tan pesada, pero era razonablemente más sencillo cargarla entre dos. Llevaron la cajota de cartón hasta el módulo de pago, donde el gerente inició el ritual de devolución del producto, informándole a su cliente que, debido a unas muy extrañas políticas de la empresa, sólo podría devolverle el 50% del total de lo que había pagado por el aparato.
–Pero tenemos cupones. Si quiere le doy unos cuantos además del dinero de reembolso.
–Eso también funciona.
–Sepa que lo siento, de veras.
–No hay cuidado.
El proceso se efectuó exitosamente, y en cuanto finalizó no pudieron más que intercambiar una sonrisa que pronto dio lugar a una carcajada y a un abrazo. Pero la encomienda, el sagrado motivo que para bien o para mal los había reunido en esa tienda a las siete de la mañana, aún estaba por realizarse. Fueron juntos a la sección de electrodomésticos, donde una gran variedad de tostadores (¿o tostadoras?) se abanicaba frente a ellos como un mar de posibilidades.
–Vamos, elija.
–Ayúdeme.
–De acuerdo.
¡Tantas opciones! Tanto en riesgo. ¿Cuál de todos estos aparatos sería el que se aposentaría en su cocina, con la única función de broncear todo pan que entrara en él? Uno a uno revisaron precios, especificaciones, marcas y diseños. El gerente sacó una libreta y ambos apuntaban lo que más les impresionaba de cada modelo, y comparaban. Cuando el supervisor general Hernández llegó y los vio ahí embobados en un mar de tostadores, les dijo que habían llevado al colmo del desorden la empresa entera. Les explicó que sus métodos eran poco ortodoxos y que sin saber exactamente cómo funcionaba cada tostador no llegarían jamás a ningún lado; así que fue a toda prisa por varios paquetes de pan, cuyos contenidos probaron en cada uno de los tostadores. Mucho pan fue tostado ese día, y lo comían después de analizarlo de cerca y muy detenidamente, y las migajas caían de las comisuras de sus labios como rocas en una avalancha. Pero a ellos no les importaba: estaban siguiendo el propósito de toda persona que se embarca a comprar electrodomésticos, la sagrada tarea de proveer para el hogar. Oh, el pan tostado, delicia de dioses y de diosas, y de la gente que adora a esos dioses y diosas que les dan la oportunidad de comer pan tostado.
Como era de esperar, no todos los tostadores eran perfectos; algunos tostaban más, otros menos. Los que no cumplían con las expectativas del cliente eran colocados por Hernández a un lado, y los que cumplían con los requisitos necesarios de calidad eran puestos por el gerente en otro lado. El cliente veía el desglose de tostadores mientras comía pan, y decía “ajá. Ese sí. Ese no. Ese… no, mejor no”.
Al final, después de depurar sus opciones, Hernández y el gerente miraron expectantes a su cliente. Sabían que lo que determinaría su elección sería, al final, el diseño, el más bonito de los tostadores seleccionados. Claro que la potencia y la calidad al tostar formarían parte del fallo decisivo, pero al final uno siempre escoge lo que escoge por la forma en que se ve. Callados, aguardaban la decisión. Ambos tenían sus favoritos personales, por supuesto, pero no querían influenciar subjetivamente la elección de su cliente. Después de todo, el Cliente siempre tiene la razón.
“Ojalá elija ese”, pensaba el gerente.
“Ojalá elija ese”, pensaba Hernández.
“Hm”, pensaba el cliente.
Por fin llegó la decisión, como un balde de agua fría derramándose sobre el cliente. Era, efectivamente, el tostador perfecto. Celebraron con más pan, sabiendo que habían triunfado la objetividad y las buenas costumbres, además del derecho a tener un pan tostado de calidad en la cocina. Alzaron al cliente en hombros y lo llevaron hasta la caja, donde entre risas y recuentos de la emoción del proceso de selección le cobraron el tostador. Le dieron un ticket de garantía de por vida y lo sellaron gustosos. Pagó al contado. Era un momento feliz, indescriptible, que los llenaba más que cualquier otra cosa que hubieran experimentado antes. El tostador adquirido, guardado en su caja, era el trofeo de todos, junto con la idea de la adquisición y la empatía por el prójimo. El cliente nunca más sería víctima de las burlas que su propia mente efectuaba por anteponer una televisión a un tostador. Nunca más comería sándwiches o huevos estrellados con pan blando. Jamás. Era hermoso, como el alba o como el canto de las aves, o como el jugo de mandarina.
Se despidieron a sabiendas de su recién formada, pero interminable, amistad. Llegó a su casa y con ansias instaló el tostador. Lo probó. El pan ahora sabía mucho mejor que antes, y cantó gloria a la existencia alabando al inventor del tostador, a Hernández, al gerente, a su propio ingenio, e incluso a la televisión que ahora parecía parte de un mal sueño. Ésta última había sido el catalizador de tan grande aventura. Desayunó. Regresó a la cama y durmió hasta bien entrada la mañana siguiente, con la consciencia tranquila. Todo el mundo necesita un tostador.
[Cuento originalmente publicado en mi colección de cuentos «Desastres, Delirios y Debrayes», que está disponible para leer de manera gratuita en mi sitio web y para descarga en mi tienda de ko-fi]
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